Desde el Disney en San Pedro al idioma de Bilardo: las historias más insólitas y bizarras de la viveza criolla
“Todos en algún momento festejamos la avivada propia o ajena”, dice la periodista Emilse Pizarro, autora de La Argentina increíble
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En una sobremesa de mucha gente y, si hay un periodista mezclado entre los comensales, es a él a quien le llueven todas las preguntas: “Vos que estás en tema, ¿entró toda la pelota o no fue gol?”. Y también: “¿Yabrán está vivo, no? Dicen que lo vieron vendiendo chipá guazú en Ciudad del Este, vos debes saber”. O quizás: “¿Lo de los extraterrestres que encontraron los yankis en 1947 era cierto? ¿Al alien lo tienen guardado en formol, pobrecito?”.
Emilse Pizarro es periodista y muchas veces le pasó que, por haber trabajado en un diario, en las reuniones familiares le preguntaran las “cosas importantes”. Si contestaba, se le quedaban mirando con ganas de refutar; si guardaba silencio, se sospechaba que sabía la respuesta, pero elegía encanutarse “la verdad”, si es que hay una sola. “Soy como un Papá Noel de información para adultos”, se ríe, pero algo debe saber porque se animó a escribir un libro –La Argentina increíble– que, con vocación de detective, recopila las historias más insólitas y bizarras de viveza criolla.
Es un misterio, porque nadie sabe en qué momento preciso ni qué asociación libre hizo que Emilse Pizarro se hiciera fanática perdida del cantante Rod Stewart. Ella tendría unos 11 años y el bueno de Rod se convirtió en el príncipe azul que no la abandonaría más.
Ya de grande, lo fue a ver todas las veces que vino a la Argentina. Siendo periodista, tuvo la posibilidad de entrevistarlo, pero le dio miedo que, en el cara a cara, su príncipe de jopo y nariz de borrachín terminara siendo malhumorado e imbancable. A los 27 años, una editora de la revista dominical del diario LA NACION –donde escribió crónicas y entrevistas durante muchos años– incluso le ofreció viajar a Los Ángeles para conocerlo y escribir sobre él. Tampoco quiso. “Descubrir que Rod era una mala persona a mis 27 hubiera destruido a la Emilse de los 11 años. No, no viajé”, recuerda, y no se arrepiente.
Parece haber en Emilse –diría un psicólogo del montón– un miedo muy fuerte a ser defraudada, como pasó con Rod (aunque también tuvo otros amores idílicos: con Fernando Redondo, Gustavo Cerati y César Mascetti, que para ella encarnaba “la verdad”).
Y es curioso ese temor, porque acaba de escribir, con pasión de investigadora y amor por el detalle, un libro sobre fraudes, estafas y vivezas de estas pampas; casi una veintena de relatos que, de tan insólitos y bizarros, recuerdan lo ingeniosa, patética y encantadora que puede ser eso que algunos llaman “la argentinidad”.
La chantada nacional
“Yo siento que todos nos hemos sentido estafados en algún momento de nuestras vidas”, dice Pizarro, que actualmente forma parte de la mesa del programa de radio Todo Pasa (Urbana Play FM), conducido por Matías Martin. En el greatest hits de la chantada nacional se cuentan casos como: el “diputrucho” que, sin haber sido votado, dio su visto bueno a la privatización del Gas del Estado; los niños cantores de la Lotería Nacional que lograron sacar ganador a un número elegido –digitado– por ellos mismos; el intendente de Cruz del Eje que hizo pasar de año a su hijo por decreto (pese a que se había llevado tres materias); el jamaiquino (Max Higgins) que quiso instalar un Disney en San Pedro; la historia de la Ferrari que el entonces presidente Carlos Menem manejó a 200 kilómetros por hora de Buenos Aires a Pinamar; la “hamaca fantasma” de Firmat; la locura –¿hermosa?– de Carlos Salvador Bilardo o una charla de almas perdidas en un café de taxistas en el barrio porteño de Villa Ortúzar.
–¿Cómo nació la idea del libro?
–Al principio yo quería escribir sobre la doctora Giubileo (la médica que desapareció misteriosamente el 17 de junio de 1985 en la Colonia Manuel Montes de Oca), pero no avancé. Un par de años más tarde, Juan José Becerra, a quien admiro mucho, me propuso escribir una historia que él quería editar acerca de una pareja que eran como una especie de Bonnie & Clyde argentinos. Pero yo le hice una contrapropuesta sobre algo que me interesaba y me divertía mucho, que es la avivada criolla. Empecé a ir a la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional y me quedaba horas buscando notas chiquitas, del estilo “se perdió un artículo de la Constitución”. Y yo pensaba “¿cómo puede ser?”.
–¿Pero cuál fue el objetivo de hacer este compilado de vivezas criollas?
–Creo que fue demostrar que todos tenemos algo de esa viveza y que siempre señalamos al otro. Lo que recorre el libro, la idea de fondo, es que todos en algún momento festejamos la avivada propia o ajena. Si a vos te paraba un movilero en la calle para preguntarte tu opinión sobre Mario Fendrich –el empleado del Banco Nación que un día le dijo a su mujer “me voy a pescar, querida” y se robó 3,2 millones de la sucursal de Santa Fe–, seguro decías que estuvo mal, que cómo va a robar un banco. Esa misma persona es la que, al llegar a su casa, se pregunta: “¿y si yo hubiese tenido la oportunidad?”. Y que quizás te dice que está mal robar cuando está colgada del cable hace ocho meses.
Una reserva moral
El día que Emilse Pizarro presentó La Argentina increíble en la Feria del Libro, su papá estaba en la primera fila. “Mi miraba como cuando yo bailaba danzas clásicas a los 6 años”, se emociona. Cuando era chica, el reportero gráfico Francisco Pizarro llegaba de trabajar a medianoche, con tinta en los pantalones. Su padre trabajaba en la nacion y ella se tomaba el colectivo desde Balvanera para merendar con él y compartir un rato en el edificio del diario, que entonces funcionaba en la calle Bouchard, a pasos del Luna Park.
“Veía el movimiento de la redacción: la gente gritando, riéndose a carcajadas, haciendo las cosas con ganas; y yo pensaba que quería eso para mí: poder contar algo y sacarle una sonrisa a alguien, o, tal vez, acercarle una solución”, se acuerda. “Mi viejo, sin saberlo, marcó mi vocación”, afirma. Pero también su mamá, que, al ver los garabatos de Emilse en un viejo libro de actas, le juraba que “escribía lindo”.
–Hiciste un libro contando casos de viveza criolla. ¿Vos misma tuviste momentos de tu vida en los que te enfrentaste al dilema de hacer o no una “truchada”?
–Todo el tiempo. Y el que te diga lo contrario te está mintiendo. Nos pasa en mayor o menor medida en todos los órdenes de la vida: en la reunión de consorcio, cuando alguien dice que puede conseguir el cable “de arriba” y los demás debaten qué hacer y a quién llamar si se corta. Yo vivía en un edificio en donde la mitad teníamos el cable pago y la otra mitad no. Cuando se cortó y se quisieron quejar, no pudieron. Entonces se terminaron colgando de los que sí pagábamos. Es una pelea de pobres contra pobres.
–La pregunta sigue siendo la misma: “¿si lo hacen todos por qué yo no?”. ¿Es la pregunta que nos hace a todos un poco corruptos?
–Para mí sí. Y también es cierto que vivimos en un país que está en crisis todo el tiempo. Y con cierto orgullo de saber que, si estás en España y tienen que tomar a un venezolano, a un mexicano, a un chileno o a un francés, nos toman a nosotros. El argentino es más laburante, se arregla con dos mangos, se queda después de hora y siempre le va a encontrar la vuelta. Esa creatividad la usamos para lo bueno, pero también para lo malo; depende mucho del estado de situación de cada uno, del nivel de desesperación. Puede tener que ver con las corrientes migratorias, con eso de llegar con un brazo delante y el otro atrás. Es decir: yo no puedo poner las manos en el fuego por mi abuelo colchonero, que haya hecho todo recontra mega legal cuando llegó muerto de hambre a esta tierra.
–O sea que el libro no tiene ningún mensaje moral del estilo “el crimen no paga”...
–No tengo la altura moral para decirle a nadie que “no es el camino” o que, si está desesperado, no lo intente. Hay gente que ha hecho estafas grandes, como el caso que cuento del Disney en San Pedro, que fue un esquema Ponzi de acá a la China, en el que mucha gente entregó su dinero. Pero en algún punto pareciera que seguimos festejando a ciertos ladrones de guante blanco. Muchos trataron de héroes a los ladrones del Banco Río de Acassuso (en 2006), que encima dejaron una nota a lo Robin Hood: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”... Lo que festejamos ahí es que no naciste en cuna de oro, pero se te ocurrió: el ingenio. Hay un reconocimiento a los códigos y a la creatividad. Encima dejaste un cartel, con esa poesía... Se festeja al que encontró el hueco, la letra chica. La hizo, lo logró y se fue sin lastimar a nadie. De todos modos hay una escala moral dentro de la viveza criolla y es muy clara: una cosa es que no le pagues el cable a una empresa por cuatro meses y otra muy distinta es que le agarres los ahorros a una abuela y se los metas en un esquema Ponzi.
–En el prólogo del libro contás que, por ser periodista, se te pide que sepas “la verdad” sobre un montón de temas. Es mucho, ¿no?
–La gente pensaba que por ser periodista uno tenía acceso a una “verdad oculta” y que no la íbamos a contar, como si nos estuviéramos guardando algo. Me ha pasado que me pregunten sobre política extranjera, conflictos bélicos, cosas súper difíciles como si yo fuera una experta en todo, cuando lo que necesito son diez minutos para consultar a un colega que realmente sea especialista en el tema. Igual ya no creo que se nos pida tanto que “sepamos”. Hay un descrédito bastante fuerte de los periodistas, con mucho dolor te lo digo.
–¿El cuarto poder ahora es de los streamers? ¿Qué opinás de ese fenómeno?
–Yo tengo una teoría, que hablo mucho con mi psicóloga y es una hipótesis sin ningún fundamento: quien nos ayude a tener ruido en la cabeza y a no parar la pelota está contribuyendo a una búsqueda equivocada de salud mental. Es no parar nunca, porque cuando no está ese ruido aparecen las dudas existenciales y arrancan las grandes crisis. Y te empezás a preguntar: “¿Por qué hago lo que hago? ¿con quién estoy conviviendo? ¿qué quiero hacer?
–Para hacerte esas preguntas necesitás tiempo. ¿Y el stream 24x7 no te da mucho margen para eso, no?
–Estar conectado a gente que está todo el tiempo transmitiendo a los gritos no da lugar a hacerse preguntas, porque es como si siempre tuviera que estar pasando algo. También entiendo que hay una búsqueda de los streamers y que yo no soy público generacional de ellos, aunque algunos, como Pedro Rosemblat (de Gelatina), me hacen pensar. Personalmente, necesito que durante un tiempo no pase nada, porque ahí es cuando siento que pasa algo. Aburrirme a mí me lleva a un lugar.
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