Del “primer trabajador” al “primer feminista”
Menos de tres años le tomó al último presidente peronista pasar de ser “el primer feminista” a estar acusado de haber golpeado a su mujer
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En uno de sus excelentes artículos a los que ya nos tiene habituados, el periodista Carlos Mutto nos recuerda que, aunque la mayoría de la gente tenga la impresión de que “el tiempo se acelera”, eso no es así: “Un segundo de 2024 tiene la misma duración que un segundo en la época del imperio romano o de 1810″, aclara.
Permitámonos por un momento poner en suspenso los parámetros de la ciencia para observar la realidad paralela del peronismo; mejor dicho, la realidad paralela que el peronismo crea cuando gobierna, para disciplina y distracción del pueblo, mientras allí afuera, al otro lado de la escenografía elaborada con retórica altisonante y pomposas declaraciones de supuestos principios en la que se desenvuelve nuestro penoso Truman Show telúrico, en la realidad real del poder, pasan cosas muy distintas. Si hacia adentro se machaca con la moralina edificante, lo que domina afuera es la sordidez y la rapacidad.
Volviendo a esa realidad paralela, entonces, el tiempo sí se ha acelerado. En el siglo XX, por ejemplo, les tomó alguna década a los capitostes de la “columna vertebral del Movimiento” dejar claro que la cosa se trataba menos de trabajo que de poder y dinero (aun así, la faena dio sus resultados, y al cabo de años de poderosas cegetés capaces de parar el país y estremecer gobiernos –nunca peronistas, por supuesto- logramos que un derecho de todos se convirtiera en un privilegio de pocos: en la Argentina de hoy tener un empleo registrado y gozar de sus beneficios elementales es un verdadero lujo). Pero estamos en el siglo XXI, y parece que el embuste se descubre más rápido. Menos de tres años le tomó al último presidente peronista pasar de ser “el primer feminista” a estar acusado de haber golpeado a su mujer.
El esperpento surgió donde no se lo esperaba, indagando otras turbiedades y bajezas; pero, se sabe, el que no busca también encuentra. En esta ocasión, la caja de Pandora de la que han salido nubes tóxicas, plagas voladoras, culebras venenosas y pestes que contagian hasta a los más vacunados es –signo de los tiempos- un teléfono de los salones del poder.
De pronto, como si a todos nos hubieran metido de prepo en el remedo tosco de algún drama kafkiano, nos encontramos en las inmediaciones del Castillo. Cada tanto, y merced a algún error, algún descuido o simplemente alguna venganza entre cortesanos traidores o traicionados, los de la plebe podemos asomarnos por las ventanas prohibidas al horror que tratan de mantener oculto puertas adentro.
Vemos así, en una estancia, la imagen de la doncella apaleada por el amo, mientras que en la otra nos encontramos a una laboriosa pareja de siervos que se afana febrilmente en el oficio de agradar al señor y no perder la luz de su mirada magnánima, que les permite, a la sazón, engordar la bolsa de monedas de oro.
El grotesco se sigue, hay que admitirlo, con cierta fascinación folletinesca. Es trepidante el intercambio de mensajes de WhatsApp –si algo arde en el Castillo son los teléfonos móviles de todes-; es encomiable el modo en que los servidores saben mostrarse obsequiosos cuando conviene (relojes, corbatas, regalos de “cumpleaños”, conmueve la generosidad), pacientes cuando hace falta, lo suficientemente humildes como para tragarse el orgullo si es necesario pedir clemencia ante algún petimetre detestado.
Y cómo no evocar la clandestinidad novelesca de los carbonarios de Stendhal en ese intercambio, casi de sociedad secreta, de santo y seña, en que uno pregunta, sobre un posible contacto: “Es peronista?”, y el otro responde con mayúsculas triunfales: “OBVIO!!!”. Además, las cifras en juego son millonarias y el tiempo apremia.
La aventura corre contrarreloj: ¿llegará la tan ansiada notificación antes del minuto fatal de la debacle?, ¿se avendrá el mandamás de turno a sellar con su anillo la buena suerte del acuerdo tan laboriosamente obtenido? Nosotros, los figurantes del vulgo, seguimos las peripecias de los señores y sus pajes con el corazón en un puño.
Por otra parte, la opereta tiene su moraleja: ¿quién dijo que las burocracias no funcionan, que en las lujosas dependencias del Castillo nadie trabaja, que no se pone empeño ni arte para ganarse el jornal? El chat de la dupla desmiente esa infamia. Detrás de cada palabra en esos mensajes hay una trama urdida con horas de perseverancia, una masa densa y compleja de reuniones extenuantes, esperas interminables, finas esgrimas dialécticas de persuasión; sin horario, sin desmayo. Admirable. Ahora, al fruto de tanto trajín, toca que se aplique con igual ahínco la Justicia.
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