Misterio y búsqueda. Llegó de Malasia para pasar un año en la Argentina, pero desapareció al aterrizar
El triste destino de un joven ingeniero que llegó como turista y que solo tenía de contacto a un amigo virtual en la Argentina
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Mohamad Zulhairey había nacido en Malasia, tenía 34 años y era ingeniero informático. El domingo 29 de octubre llegó a Buenos Aires. Su plan era pasar un año entero recorriendo el país mientras trabajaba en modo home office. No conocía a nadie, salvo a un contacto virtual, Ignacio Logarzo, Nacho, con el que había coincidido por Instagram hacía tres años. Zul y Nacho nunca se habían visto personalmente, pero Nacho sabía de su llegada, de su plan para los siguientes meses, y lo esperaba. Era, al momento de su arribo, su único amigo en la Argentina.
El avión de American Airlines aterrizó a las 9.31 de la mañana. Nacho esperó que Zul le enviara un mensaje avisándole que ya estaba en camino al departamento que había alquilado a través de Airbnb en la zona de Plaza Serrano, en el que se instalaría durante sus primeras dos semanas de estadía. Pero no. Le escribió él. Tampoco consiguió respuesta. Estuvo los siguientes dos días mandándole mensajes. Zul no le contestaba. No sabía qué pensar.
El miércoles, alarmadísimo, creyendo que podría haberle pasado algo grave en el trayecto en taxi desde Ezeiza hasta Capital, se fue hasta el aeropuerto, primero, y hasta la embajada de Malasia en el barrio de Belgrano, después. Por protocolo no quisieron darle información. Pero de forma extraoficial pudo enterarse que un ciudadano malayo se había descompensado durante su ingreso a la Argentina y había sido llevado desde el aeropuerto hasta el Hospital Zonal General de Agudos de Ezeiza.
Hasta allí fue y, sin tener ninguna certeza, dijo: “Vengo a ver a un paciente, Mohamad Zulhairey Bin Rahman”. Zul -así le dicen- estaba en coma inducido desde hacía tres días, con un cuadro de neumonía bilateral, deficiencia renal por sepsis y complicaciones a nivel neurológico. Desde la puerta de terapia intensiva, dos policías de consigna estaban custodiándolo.
Las versiones coinciden en que el joven malayo se empezó a sentir mal en el avión. Tal vez por su nombre de pila, Mohamed, y al notarlo errático, sin poder contestar quién era ni dónde estaba, despertó las sospechas de las autoridades de Migraciones y fue llevado a una sala para ser indagado. Se puso nervioso, tuvo una falla respiratoria y empezó a convulsionar. Al hospital llegó en ambulancia, excitado y escoltado por agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Inmediatamente fue ingresado a terapia intensiva e intubado.
Ni sus jefes en la plataforma de viajes en línea con sede en Singapur, para la que trabajaba, ni sus afectos, desparramados por medio mundo, estaban al tanto de que el joven ingeniero llevaba varios días solo, en una cama de hospital del conurbano bonaerense. A partir de un grupo de whatsapp que compartía con él y con un par de extranjeros más, Nacho empezó a pasar la información y pudo contactar con su familia: un único hermano y una sobrina que viven en la ciudad costera de Kota Kinabalu, al norte de Borneo, de donde era originario.
Había iniciado su aventura por el mundo en 2020, a partir de la pandemia. Comenzó así a cumplir su sueño de vivir trabajando de forma remota
Zul estaba realmente grave. El domingo 5 de noviembre, una semana después de su llegada a Argentina, murió. Conforme se iban enterando e iban pasando la voz, sus amigos empezaron a subir sentidos mensajes a las redes que sirven para armar su retrato. Había iniciado su aventura por el mundo en 2020, a partir de la pandemia. Comenzó así a cumplir su sueño de vivir trabajando de forma remota. Era adicto al trabajo y, según dicen, un auténtico genio en tecnologías de la información. Generoso, era un pilar para su familia y para varios de sus amigos, a quienes ayudaba sin esperar recibir algo a cambio.
Un mes atrás había dado una entrevista para un medio digital malayo en la que explicó cómo equilibrar responsabilidad laboral y viajes en la nueva normalidad surgida tras el Covid-19. Usaba el término workcations para definir su estado trotamundos, siempre de vacaciones, en el que se combinaban los compromisos profesionales con el ocio. Se movía de acuerdo a su propia definición de nómade digital: “Salir a la carretera con solo un equipaje de mano y una mochila, trabajar y estar al mismo tiempo donde quiero estar”.
Pasó por Kuala Lumpur, Budapest, Bratislava, Barcelona, Ámsterdam, Marsella, Viena, Sicilia, Copenhague, Rabat, y sigue la lista… En cada ciudad a la que llegaba se anotaba en clases de cocina o bailes típicos y se integraba a grupos de meetup –comunidades mayormente de expatriados, con intereses o aficiones en común- en los que conocía gente nueva. Pocos meses atrás había decidido comenzar su aventura por Latinoamérica. Pasó unas semanas en México y de ahí voló a Guatemala. Argentina era el destino de sus sueños.
Para poder estar un año entero recorriendo el país había tramitado una Digital Nomad Pass, visa de nómade digital creada por el gobierno argentino que otorga residencia transitoria especial de 180 días para los trabajadores remotos de aquellos países que no requieren visa de turista para ingresar. Le ilusionaba especialmente empezar por Ushuaia, un destino completamente opuesto al paraíso con clima de selva tropical del que emigró. Sonriente y alegre, tenía amigos en todas partes del mundo. El día de su muerte, el grupo que se había hecho en Budapest se juntó en una vigilia y prendió velitas como pequeño detalle para recordarlo y pretender que no se murió tan solo.
Traía mucho Ibuprofeno en su equipaje. Todo indicaría que en alguno de sus destinos previos habría tenido un cuadro gripal o de Covid no consultado con un médico, automedicado o mal curado, que le provocó neumonía bilateral y lo inmunodeprimió. El comportamiento de hiperexcitación que empezó a mostrar en el avión y que alarmó a las autoridades aeroportuarias pudo deberse a una falta de oxigenación en el cerebro, derivación de la misma patología. En criollo, no podía pensar. Parecía drogado, y aunque luego daría negativo para estupefacientes y demás sustancias psicotrópicas, se actuó de acuerdo a lo que indica el protocolo de seguridad para los casos de sospecha de narcotráfico.
Al hospital llegó con falla respiratoria aguda, baja saturación de oxígeno y pérdida sensorial asociada a neumonía bilateral. Fue sedado, intubado y empezó a recibir asistencia mecánica respiratoria. Un día después comenzó con falla renal. Prácticamente no podía hacerse nada más para salvarle la vida. Su cuerpo pasó varios días en la morgue del Hospital de Ezeiza, a la espera de que se destrabaran los trámites de repatriación. La parte administrativa correría por cuenta de la Embajada de Malasia y los gastos por cuenta de la empresa para la que Zul trabajaba.
Era un proceso complejo y costoso que la familia quería completar, ya que de acuerdo al rito musulmán -religión que profesa la gran mayoría de la población malaya- la vida es solo una prueba que nos prepara para la verdadera existencia, y la única forma de que el alma se libere del cuerpo es celebrando funeral y dándole entierro. Pero podría haber pasado más de un mes hasta que el cadáver finalmente llegara a Kota Kombatu, con lo que el viernes 10 de noviembre, bajo una lluvia copiosa, Zul fue enterrado en el cementerio islámico de San Justo.
A la sencilla ceremonia asistió el embajador de Malasia, Nur Azam Abdul Rahim, su secretaria, varios miembros de la embajada y su amigo Nacho. Siguiendo las costumbres de los ritos funerarios islámicos, sus restos fueron lavados para su purificación y envueltos en una tela blanca, se ofició una breve ceremonia religiosa, se leyó un párrafo del Corán y se dejaron dos ramos de flores blancas y amarillas. Quedaba ahí para siempre, en una tumba todavía sin nombre, el cuerpo de un chico malayo ciudadano del mundo que soñaba con conocer Argentina.
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