Táctica y estrategia. Basta de hablar de cambio climático
¿Ya nadie presta atención a las alarmas ? Hora de abandonar la batalla discursiva y poner el foco, concreto y visible, en el impacto del aumento de las temperaturas sobre nuestros cuerpos
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Esta semana terminó el verano en el hemisferio norte y, mientras allá se preparan para el invierno, nosotros empezamos a vivir los días más lindos del año. Mejor festejar la primavera, antes de que todo se caldee demasiado. Mientras tanto, el Global Heat Health Information Network (GHHIN), una organización fundada por Naciones Unidas y varias universidades, acaba de lanzar una serie de recomendaciones para comunicar el cambio climático con una idea central: no hablemos más de cambio climático. Si me están leyendo, perdón por esta columna.
Lo que propone GHHIN es referirse directamente a los efectos tangibles del calor y no a sus causas más profundas. Las viejas consignas de ascensor como ¡qué clima loco! o ¡lo que mata es la humedad! pueden ser más efectivas para despertar conciencia, aceptación y acción que las explicaciones de fondo, sobre todo entre personas que descreen de la ciencia y desconfían de los medios.
"La dificultad para hablar del cambio climático está muy documentada. La psicología del comportamiento muestra que nadie quiere ser concientizado. No vamos por la vida pidiendo que nos ayuden a tomar dimensión de los males del mundo o nos enseñen a ser mejores personas"
Es un cambio de paradigma fuerte. Algo así como retirarnos vencidos de la discusión. En todo el mundo el tema climático está atravesado por una grieta ideológica o partidaria. Pew Research publicó el año pasado una encuesta sobre el tema en 19 países ricos y en todos encontró que los votantes de izquierda apoyan más esta agenda, mientras los de derecha la rechazan.
Estados Unidos –con datos del mes pasado– es el caso más notorio porque la brecha es más ancha y se amplió en la última década. Sin embargo, la investigación muestra lo estéril de la discusión y lo fructífero que puede ser evitarla: personas que se plantan en veredas ideológicas opuestas están de acuerdo en cuestiones prácticas como apoyar el desarrollo de energía solar y eólica. Una investigación del mismo Pew en 2017 mostró un consenso general del 80% para ese tipo de intervenciones.
La dificultad para hablar del cambio climático está muy documentada. La psicología del comportamiento muestra que nadie quiere ser concientizado. No vamos por la vida pidiendo que nos ayuden a tomar dimensión de los males del mundo o nos enseñen a ser mejores personas. Sin embargo, gran parte del discurso filantrópico y asociado a las buenas causas todavía recurre a esos argumentos.
Es probable que necesitemos otro enfoque. La startup Daffy es un buen ejemplo. Cofundada por el argentino Alejandro Crosa, ofrece un servicio a quienes quieren hacer donaciones a buenas causas, pero tiene un enfoque pragmático, opuesto al de concientizar. Lo que hace es facilitar y automatizar la donación, para luego gestionar las exenciones impositivas que se pueden obtener por esos aportes. La semana pasada el New York Times citó su trabajo.
El tema del cambio climático, además, pide a gritos salir de la abstracción. El neuro lingüista George Lakoff lleva años explicando que no tenemos palabras para describir fenómenos sistémicos como los del clima. Es una especie de agujero negro en nuestro pensamiento.
Tal vez por esa hendija conceptual se coló el término “cambio climático”, atribuido al consultor republicano Frank Luntz. En un memo que se filtró a la prensa en 2003, Luntz recomendaba al gobierno de George Bush que dejara de hablar de calentamiento global para pasar a usar “cambio climático”, una frase mucho más amable, que nos trae la connotación positiva del cambio con una referencia genérica al clima, sin calores ni traumas. Lakoff propone reemplazarla por “desastre climático”.
Sin embargo, tal vez convenga abandonar la batalla discursiva y que ganen las sensaciones en el cuerpo. El reporte de GHHIN propone ilustrar notas sobre el calor con fotos de gente común en sus trabajos cotidianos –los deliveries, los agricultores, los oficinistas del centro– y no en la playa o la pileta. Lo que le pasa a cualquiera cuando, como ahora, el termómetro empieza a subir.
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