Barrabrava: el lado más oscuro de la lucha de poder en la tribuna y fuera de la cancha
La trama para llegar a la cima a cualquier precio es el tema que predomina en las series actuales, incluidas las mejores
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“¿Qué sería del club sin el hincha? Nada, una bolsa vacía...”, se convencía Enrique Santos Discépolo en su monólogo crispado durante El hincha (1951, Manuel Romero), la primera película nativa que personalizó la desbordante pasión de las masas por el fútbol, esa religión politeísta que estremece los corazones argentinos desde hace un siglo.
Aquella era una mirada romántica y cándida sobre el rol del fan, pero hay una esencia que pervive y que eligió conservar Jesús Braceras (Monzón, Todos contra Juan), el cerebro detrás de Barrabrava, la serie original de Amazon que Prime Video estrenará el 23 de este mes y que retrata las peripecias amatorias y delictivas de una familia que “administra” la tribuna, y algo más, de un equipo de la Primera B, Libertad del Puerto.
Cambiaron los tiempos, cambiaron las sustancias y la liturgia, se impuso la violencia como carta orgánica, pero apenas iniciada la serie, el fatigado personaje que interpreta Gustavo Garzón –El tío, líder de la hinchada– pronuncia una especie de diatriba contra jugadores y dirigentes que retoma el espíritu de aquel exaltado soliloquio de Discépolo, eso de que lo único genuinamente fiel que tiene un club es su obstinado seguidor. A diferencia de aquel film, aquí hay una permanente apelación al colectivo: “Somo nosotro muchacho, ¿entendieron? NO SO TRO...”.
No parece ingenua la inclusión de ese parlamento, porque implica una toma de posición de Braceras y de los guionistas, un lugar en el que se paran para lanzar la narrativa de lo que nos presentan. El tío y su gente aprietan dirigentes, lucran con el estacionamiento y las entradas, son “ejecutivos de cuenta” del narcomenudeo y los choripanes, pero no son sólo eso o, al menos, no parece ser la extorsión y el delito el único vehículo vital por el que circula la aventura de los muchachos, sino que conforman un apéndice, tóxico pero a la vez inamovible, de ese organismo informe, muchas veces ilógico, llamado fútbol.
Barrabrava aborda la intimidad de ese clan que conforman El tío y sus dos sobrinos, César (Gastón Pauls) y El Polaco (Matías Mayer), ambos de mediana edad –César es claramente mayor– y ambos también lugartenientes de su tío, es decir, ocupantes de una expectante pero fiel segunda línea en la vanguardia del tablón.
Ese abordaje de los resortes emocionales del clan nos introduce en el interior del hogar, que no habita el hermano mayor –está en pareja y vive cerca– pero sí el menor, junto a su abnegada madre (Mónica Gonzaga) y un tercer hermano cuadripléjico (Angelo Mutti Spinetta), cuyos ojos lo registran todo. Desde la mudez de la silla de ruedas, su presencia, un tipo de personaje inexplorado en la pantalla, le aporta un soplo de inquietante ternura a la trama, además de dotarla de mayor realismo aún, conformando una atmósfera de una sensibilidad plebeya y algo promiscua, un piso social que no está muy alejado de los zócalos.
Paradójico o no, hay algo seductor en la representación del bajo fondo moral, cierto placer morboso
En esa dinámica de bordes descosidos despunta una clase de amor filial, a su modo cálido, que contrasta con la ferocidad con la que tío y sobrinos trepidan la calle y el club, un tipo de conducta que los acerca a una especie de caudillismo sanguíneo y, a la vez, glacial. Ambos universos, el club y la familia, son depositarios, eso sí, de una incondicionalidad impenetrable. Ese vínculo indestructible permite que lo irracional o lo no convencional conviva con cierto costumbrismo: así como los hermanos son capaces de trepanar cuerpos enemigos en combates por los callejones del conurbano, también pueden agacharse a destapar un inodoro doméstico o, en el caso del Polaco, lavar con paciencia palotina a su hermano inmóvil.
Libertad del Puerto está cerca de ascender, pero también de vender a su nueva estrella, lo que posibilitará el ingreso de varios millones de dólares, savia indispensable para mantener en funcionamiento el delicado y patibulario andamiaje. Es entonces que comienzan las tensiones, no sólo porque El tío quiere el 20 por ciento del pase y los dirigentes –que tampoco son carmelitas descalzas– lógicamente se oponen, sino porque el futuro europeo del crack se complica, lo que provoca que las puertas del averno se abran de par en par. Como todo melodrama en el que se disputa dinero, dentro del corazón de los dominantes emerge una facción disidente que, con la anuencia de los dirigentes, arman una emboscada. Muerto el Rey, viva el rey, menos para los sobrinos.
Hay una secuencia de batalla, sin armas de fuego como en la tradición tribal, donde ambos bandos dirimen el poder. No abundan los antecedentes de calidad en la filmografía nativa de peleas masivas cuerpo a cuerpo. Sin embargo, Braceras consigue ser convincente con un despliegue de trucos y recortes de campo que, una vez pasados por la aduana mágica de la edición, le aportan vértigo y verosimilitud.
No es ese el único atributo de la serie, incluso no es el más destacado. Descuellan, por encima de todo, algunas actuaciones. En primer lugar, la performance de Mayer, o sea, del Polaco, el que se revela ante el nuevo status quo y busca vengar el destino de su tío. Resalta su mirada seca, entre taciturna y oblicuamente desamparada, un semblante de animal contenido que, sumado al corte de pelo, recuerda al de Mark Renton (Ewan McGregor), el descabellado protagonista de Trainspotting. Todos sabemos que detrás de ese gesto en apariencia sereno repta silenciosa una culebra.
Su andar por las calles, en cambio, y sobre todo su atuendo callejero lo conecta con Omar Little (Michael Williams) el despiadado coprotagonista, o uno de los coprotagonistas, de The Wire, biblia de las series sobre pandillas. Lo mismo, la iconografía del exterior y la irrupción de la violencia a plena luz del día, situación que genera un desfasaje de la noción de tiempo y espacio, algo fuera de contexto.
La extorsión y el delito no son el único vehículo por el que circula la aventura de los muchachos, sino que conforman un apéndice de ese organismo informe, muchas veces ilógico, llamado fútbol
Pero al Polaco, que en su cabalgata por los bordes parece estar a gusto con su soledad –tiene un par de escarceos eróticos, pero nada serio–, le toca la puerta el pasado. Aparece una hija que hace años que no ve, que es preadolescente y que, alejada de su madre por un episodio no menos violento, se acerca, o mejor dicho, cae cerca suyo, por decantación. Se abre entonces un nuevo arco narrativo, ¿podrá el muchacho, que ha mostrado sensibilidad para con su hermano enfermo y su madre, acomodar ese retorno a su vida o sucumbirá ante la pulsión irresistible del aguante y la venganza? ¿La responsabilidad que implica la paternidad podrá competir con el shot de adrenalina que significa zambullirse en las aguas de la batalla?
El personaje de Miguel Angel Rodríguez es el de un conspicuo integrante de la pirámide delincuencial. Su arquetípico personaje parece escapado de El Marginal u otra producción similar, pero no por eso deja de impresionar su ya comprobado talento para encarnar roles de ese estilo. En su cuerpo y sobre todo en su voz anida un bajo fondo violento y lumpen humedecido con el agrio perfume de la cocaína. Por su parte, tanto Garzón –su cara es una máscara espesa, surcada por los ríos de la amargura– como Gastón Pauls, en su rol de sobrino más racional y protector, suenan convincentes en sus papeles. Distinto es el lugar que, en un ambiente que es el paroxismo del patriarcado, ocupan las mujeres: todas ellas parecen encarnar virtudes nobles y algo estereotipadas como la comprensión, la bondad o la contención. Tanto Gonzaga en su rol de madre, Violeta Urtizberea en el papel de una asistente social, Cande Molfese como una preceptora comprometida o Liz Solari como una amante que reclama más prolijidad, todas ellas albergan las clásicas características femeninas de antaño.
Ahora bien, ¿por qué una propuesta como la de Barrabrava puede funcionar, cuál es el sentido de reproducir las andanzas de un grupo de forajidos que, para peor, son el sucedáneo de una realidad endémica, y palpable, cada fin de semana en el fútbol vernáculo? Paradójico o no, hay algo seductor en la representación del bajo fondo moral, cierto placer morboso ante la posibilidad de escrutar en la cultura –el argot, los modos, las componendas– y hasta en las microtragedias de esa incomprensible elite salvaje que no quiere nadie, pero todos temen y pactan.
Con sus conexiones con el poder real –político y económico–, con sus protagonistas tan paradigmáticamente clásicos –hombres duros y a su modo galanes– acaso Barrabrava conecta más con Peaky Blinders que con El Marginal. La desesperada lucha por el poder, sea en el pináculo de la sociedad (Succession), en la marginalidad (Tumberos) o en el terreno de la fantasía medieval (Games of Thrones), produce fascinación en la audiencia, acaso porque si la guerra es la continuación de la política por otros medios, las series subvierten esa realidad siniestra y la transforman en una pastilla digerible de su propia materia, un producto customizado que no es más que un fotograma de la civilización.
A diferencia de las series tradicionales, tanto en Barrabrava como en otras que ya pertenecen al canon de las piezas modernas, como pueden ser Los Soprano o Breaking Bad, los personajes malvados pueden no recibir su castigo merecido. Fue Jacques Lacan quien, refiriéndose a este asunto de los dos lados del campo moral, dijo que, cuando hablamos de ir más allá del bien y del mal, habitualmente queremos decir más allá del bien.
Ese concepto es el que toma el teórico británico Mark Fisher (1968-2017), quien en un ensayo sobre, justamente, la serie Breaking Bad, publicado en el libro K-Punk, escribió: “El mundo moderno está fascinado por los antihéroes, las personas con un lado oscuro, la locura y la ‘maldad’ pantomímica de Hannibal Lecter. Lo que realmente incomoda es la real revelación atea-existencialista de que el ‘bien’ y el ‘mal’ no están escritos en el universo, sino que existen sólo en nosotros mismos, en relación a nuestros deseos e intereses. (...) Breaking Bad muestra que la diferencia entre el hombre ‘común’ y ‘bueno’ y un criminal despiadado es una línea muy fina”.
Y si de Games of Thrones hablamos, el mensaje de César al Polaco, cuando este yace herido en la cama luego de haberse infiltrado durante un partido en la nueva conducción de la tribuna, remite, aunque sea ligeramente, a la serie creada por David Benioff y Daniel Brett Weiss. En GOT, el mantra que se repite ante el advenimiento de un tiempo de desasosiego es “Winter is coming”. Más prosaico, pero también con sonido épico de fondo, César le dice al Polaco un inevitable pero lógico “empezó la guerra”.
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