Anécdotas de una vida apasionante en el santuario de chimpancés, donde salvó cientos de animales
Elegida hace dos décadas por la legendaria etóloga británica Jane Goodall, Rebeca Atencia creó un programa que permite apadrinar un ejemplar y así colaborar en su manutención y asistencia veterinaria
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Fue una noche desgraciada la que a Rebeca le encendió el alma. Cuando su selva privada, el bosque de Serantes en el Ferrol, donde se crio con sus seis hermanos, quedó cementerio de cenizas y restos carbonizados de zorros amigos, salamandras traviesas y pájaros que los despertaban cada mañana. Sí, el monte de ahí nomás, patio salvaje de su tiempo de inocencia y, de golpe, páramo calcinado. Lloraron horas abrazados. La garganta seca, el cuerpo tembloroso, los ojos vacíos ante la desolación humeante.
Habían crecido en ese bosque. Conocían sus claros y sus espesuras. Casi que a casa solo iban a dormir cuando no daban más. Trepaban a los árboles, buscaban zorros, descubrían caballos salvajes y eran testigos cotidianos del soberbio vuelo de las águilas. No existía el miedo a la noche ni a perderse. Jaime, el guardabosque, siempre atento y listo para ir a por ellos si olvidaban el camino de regreso. “Venga, niños, que es muy tarde, hora de volver a casa que vuestros padres ya deben estar preguntando por ustedes”. Tierna cotidianidad de pueblos del interior, esas pequeñas comunidades donde la gente tiene el hábito de vivir la vida.
Esa noche de mal presagio o intención perversa le arrebató sus más leales compañeros de juegos. O al menos eso parecía. Porque al día siguiente ocurrió lo inesperado: fueron los siete a casa de Jaime en busca de consuelo y lo encontraron atareado. Estaba curando animales bebés. Bebés zorros, águilas de pocos días, algunas liebres… Los había rescatado para devolverlos a su naturaleza, sanos y reconfortados. “Eso marcó mi vida para siempre. Un niño cree que todo es posible, pero de golpe ante la muerte y la destrucción el mundo se viene abajo. Jaime nos mostró que puede haber algo más. Después del horror había esperanza, y eso me quedó en el cuerpo para siempre. Tuve claro dentro de mí lo que quería hacer. Proteger animales”.
La que habla es Rebeca Atencia (Ferrol, Galicia, 1977, DVM, PhD), primatóloga y doctora en veterinaria por la Universidad Complutense de Madrid, y a quien la legendaria etóloga británica Jane Goodall eligió como sucesora hace veinte años y le entregó las llaves del Jane Goodall Institute, en la República del Congo.
Wounda abraza a Jane GoodallSiempre nos maravillarán y emocionarán estas imágenes. ❤️ Muestran el conmovedor momento en el que la Dra. Jane Goodall recibe un abrazo de agradecimiento de Wounda, la chimpancé a quien cuidó y salvó de una muerte segura. En el vídeo, vemos a Wounda siendo devuelta a la naturaleza sana y salva. La extraordinaria, ya legendaria Jane Goodall es una eminencia. Primatóloga, etóloga, antropóloga y mensajera de la paz de la ONU. Se la considera la mayor experta del mundo en chimpancés. Vídeo, de ©️ Dra. Jane Goodall @janegoodallinst #culturainquieta
Publicada por Cultura Inquieta en Lunes, 30 de marzo de 2020
Ella, menuda y dinámica como la adolescente que aún parece ser, con las mejillas tostadas por el sol africano, trabajaba entonces en la ONG Help Congo. Había desembarcado en la selva apenas un año atrás, y se recuerda temblando de la emoción. Era Goodall que llegaba hasta ella en una lanchita por el río. Goodall, la que tanto hizo desde 1977, cuando fundó ese santuario, para que el mundo supiera que los chimpancés, esos “chicos” que tanto se nos parecen, tejen lazos familiares y amistosos de gran complejidad, y expresan tanto alegría, duelo y tristeza, como berrinches y enojos tremebundos. Saben usar herramientas y comparten una forma de cultura, rudimentaria pero con reglas que dominan a la perfección.
Goodall se acercó a la ONG donde estaba trabajando Rebeca porque tenía un problema de masificación en el Centro Tchimpounga del Instituto. Había ciento veintiún animales y no les encontraba salida, “con situaciones difíciles, con el ingreso de muchos chimpancés bebés a cuyas madres habían disparado y matado a machetazos ante sus propios ojos, y eso los había dejado muy traumatizados… Cuesta mucho la socialización luego de eso. Ahí uno no piensa en el futuro. Es una lucha día a día. Jane creyó en mí y hoy sigue siendo mi mayor fuente de inspiración”.
Recuerda que se entendieron desde el primer momento, y no dudó un instante en abrazar la causa. “Cuando la vi me vi a mí misma años atrás. Ella estaba persiguiendo un sueño. No tenía miedo de trabajar duro y podría vivir sin las comodidades básicas de la vida. En la selva se sentía en su hogar, como yo”, la bendijo Goodall.
–¿Cómo fue ese comienzo?
–Me dijo que me pusiera pequeños objetivos en el marco de un plan para salvar al conjunto de los chimpancés. Había que parar la llegada continua de animales al centro y para eso creé un equipo local de acción.

–¿Cómo se organizaron?
–Comenzamos una labor educativa en las comunidades de alrededor; les explicamos que matar, comprar, vender y tener en casa ejemplares es ilegal. Recorrimos los colegios de todo el país pegando carteles con este mensaje. Al mismo tiempo impulsamos alternativas de desarrollo económico sostenible para toda esa gente, de modo que se preserve la selva y participen en la vigilancia a la vez.
–¿En qué consiste la reintroducción?
– Es un proceso porque vienen con muchos miedos, pero al mismo tiempo necesitan cariño por parte de otro primate que los contenga de alguna manera. Tenemos cuidadoras día y noche, madres adoptivas. Una vez que las aceptan pasan a la siguiente etapa, que es socializar con otros chimpancés. La reintroducción siempre se hace en grupo y no todos reaccionan igual. Unos tienden a los grupos grandes, otros a los grupos más reducidos. Casi todos alcanzan un buen nivel de bienestar y confort. Los que no lo alcanzan son los que han sufrido mucho cautiverio.
–¿Se imaginaba en el Congo?
–Cuando terminé la carrera hice muchas prácticas con animales salvajes, tuve esa suerte, y trabajé en el zoológico de Madrid. Pero había dentro de mí un deseo, una búsqueda que sentía en el alma desde pequeña. Y me fui al Congo porque sabía que ahí se reproducen los chimpancés. Y tenía curiosidad especial por ellos. Había trabajado con chimpancés en cautiverio en España. Y en África conseguí un lugar en Help Congo, un proyecto en el que llevaban reproduciendo chimpancés siete años.

Sabe, siente que su lugar está en la selva, fuente en su caso de increíbles aventuras y aprendizajes. Lo primero, aprender francés, que era casi una cuestión de supervivencia.
Y, como dijo Goodall, es capaz de vivir en condiciones muy elementales. Por ejemplo, cuando le asignaron el mejor bungalow. “Era el mejor porque tenía ducha, decían, pero lo que llamaban ducha era un pedazo de madera y cubo. Podías ir al río y coger el agua y bañarte. Eso era la ducha. Lo que nadie me contó es que todos los días venían los elefantes a bañarse en el río. ¿Y dónde se secaban? ¡¡¡En la pared del mejor bungalow!!! Estabas durmiendo ahí y de repente notabas como que alguien movía la casa de madera. Y unos ruidos raros en las paredes, y claro, eran los colmillos de elefantes”.
La selva la fue cautivando y aprendió a reconocer e identificar cada árbol con el que los lugareños hacen sus medicinas artesanales. Entrenó el caminar silencioso para evitar los ataques de los elefantes. La vista atenta y los demás sentidos, más que alertas. Las serpientes venenosas y los mandriles están al acecho. Pero aprendió principalmente sobre los chimpancés. Conocer sus sonidos y gestos, la diplomacia que despliegan entre ellos, la forma de relacionarse y cómo ser una más para ayudarlos.
Admite que ama las historias, quizá recordando cómo sus hermanos la subyugaban con sus cuentos sobre pájaros y animales cuando jugaban en el bosque aquel de Serantes. Y la de Emily es una que siempre relata. Era nuevita en la selva aún y estaban andando de un puesto a otro con el cuidador, Gracias, y un grupo de chimpancés, cuando se dieron cuenta de que habían olvidado las pilas en el campamento. Gracias se ofreció para ir corriendo –casi una hora y media de trayecto– a buscarlas. “Tú, tranquila –le dijo–. No te preocupes por nada, Emily te cuidará”. Y ahí se hizo todas las preguntas que uno puede imaginar. “No tuve más remedio que aceptar. Pero me quedé intranquila. Sabía que a veces podían ser peligrosos. ¿Cómo me he metido en esta historia? Las tres que iban delante de mí empiezan a hacer un sonido raro, raro para mí en aquel entonces. Uuuu, Uuuu. Se paraban en dos pies mirando para los costados. Y apuraban el paso. Yo detrás, muerta de miedo. Se paran y me miran. De repente, Emily se acerca y se sienta a mi lado. Yo, dura. La miro fijamente. Se pone a diez centímetros de mi cara, me toma la mano y se la pone en su hombro. Me habían aceptado, ya era una más”.



La cercanía aumentó su comprensión y también su compasión. Dice que verlos sufrir el duelo por congéneres muertos es desgarrador. Gritan, gimen, alaridos. Fue testigo de la depresión de una hembra que perdió a su hija de doce años. “Lloraba y gritaba por las noches. No quería estar con nadie y tuvimos que ayudarla con medicación para que superara el duelo. Como a los humanos”.
–¿Como a los humanos?
–Y no sabes cuánto. Bueno, compartimos con ellos el 98 por ciento del adn.
–¿Son violentos?
–Depende, como nosotros. Ni buenos ni malos. A veces se ponen peligrosos, por celos, por comida o por defender a su cría. Tienen mucha memoria, no se olvidan de ti. Luego de la pandemia, que me dejó atrapada en Madrid, volví a la selva y el macho dominante de un grupo se me acercó, me miró, me bajó la mascarilla y luego me permitió seguir con ellos. Distinguen entre el bien y el mal, aunque no lo creas. Lo he visto y vivido en persona. Hay algunos que me han agredido y luego, a su manera, me han pedido perdón. Si nosotros tenemos alma, ellos también.
–¿Cómo se siente allá?
–Como estar en otro planeta. Sientes que no sabes nada y que todo el tiempo estás aprendiendo. Aprendes de enfermedades que no sabías que existían. La primera vez que cogí malaria y me tuvieron que evacuar estaba muerta de miedo. Luego aprendí a identificar los síntomas, cuál era el tratamiento y listo.
Premio Nacional de la Sociedad Geográfica de España y ungida una de las 20 mujeres que inspirarán a las nuevas generaciones por la revista Newsweek, Atencia lleva rescatados cientos de primates y ha salvado muchas vidas.
Su compromiso con la causa tiene espaldas muy anchas y trasciende las fronteras del Congo. Chimpamig@s, un programa de su autoría que figura en la web permite apadrinar un ejemplar y así colaborar en su manutención y asistencia veterinaria.
En 2016, presentó con un equipo de la Complutense un estudio sobre el corazón de dos chimpancés que dio un giro en el tratamiento de la salud cardíaca de estos animales. Sirvió para prevenir, con diagnóstico clínico precoz, los infartos que sufren por el estrés del cautiverio.
Fue ella quien llevó adelante la primera transfusión de sangre de chimpancé a chimpancé que se hizo en África. Wounda, una hembra agonizante, fue la beneficiaria de esta providencial intervención que le salvó la vida. Hay un video, con más de cuatro millones de visualizaciones, donde se despide de Rebeca, ya curada y rumbo a la reserva, y acto seguido se aferra con fuerza a Jane Goodall, a quien jamás había visto. ¿Qué había pasado? “Eligió al alfa de la manada, al que manda, al que guía, al que protege”, interpreta Rebeca.
–No la eligió al azar entonces…
–Para nada. Normalmente cuando tú integras un chimpancé nuevo en un grupo, es el dominante el que marca la dirección del resto, que le sigue porque es el jefe, y el jefe es una expresión de fuerza, de respeto. Lo aceptan y reconocen todos como tal, lo reverencian. Wounda no conocía a Jane, pero vio cómo nos comportamos todos con ella, con respeto. Hacíamos, sin darnos cuenta, pangrón a Jane, que es un gesto reverencial que dan los chimpancés al dominante, y ella lo percibió. Jane quedó muy impresionada. Me dijo que nunca había vivido una experiencia así en su vida.
–Abrazó al alfa.
–Claro, abrazó al alfa. Porque Wounda es así. Cada vez que se integra en un grupo, va directamente, mira quién es el alfa y se acerca a él.
–¿Donde está Wounda ahora?
–Está en la selva de Chirunzulu, con su hija, que se llama Kiminú, que quiere decir Hope en monocutuba. Están en una comunidad de 37 chimpancés, todos protegidos.
–A veintiún años de ese momento, ¿cómo es la situación?
–Afortunadamente, no llegan ya chimpancés huérfanos del propio Congo, aunque vienen de otros países. También recuperamos pangolines, tortugas y cocodrilos, y los introducimos rápidamente en su hábitat.
No tiene pudor en confesar su amor incondicional por los chimpancés. “Doy la vida por ellos. Me han enamorado”, dice. Sin embargo, la experiencia le ha enseñado a protegerse, para que no se le lastime el alma. No poder salvar a un animal enfermo la sumió en un estrés postraumático cierta vez que el apego la dejó con la guardia muy baja. “Sigo teniendo una relación muy fuerte con ellos, pero sé que me tengo que cuidar. Si no me eligen por algo concreto, establezco el vínculo pero trato de proteger mis emociones. Aunque hay algunos con los que tendré una relación de por vida”.

–¿Por ejemplo?
–Kudai, una chimpancé que me tomó como madre adoptiva y cada vez que voy a la reserva donde está, viene y me toca el hombro. La rescaté cuando era pequeñita y odiaba a los humanos. La habían atado a un árbol y había visto cómo mataban a su madre. Un día, para curarla tuve que agarrarla fuerte y abrazarla. Algo pasó. Me miró a los ojos y se quedó prendada de mí. Tienen memoria. No se olviden de ti así nomás”.
Pero si hay “alguien” inolvidable en su historia es Kutú, el chimpancé que le salvó la vida cuando tenía 25 años. Kutú había sufrido feroces ataques y tenía el cuerpo marcado por muchas batallas. Ella lo había cuidado y curado por siete días en un campamento donde había otros chimpancés, que suelen ser celosos igual que los humanos cuando ven que unos reciben más atención que otros. A veces eso los enfurece y se vuelven peligrosos. Por evitar sorpresas, ella inventó una especie de juego en el cual le administraba las medicinas casi como al pasar, disimuladamente. Kutú lo entendió enseguida y siguió las pautas. Terminó el tratamiento y ella creyó que todo quedaba ahí, pero el vínculo se había creado, tan imperceptiblemente como suele pasar entre los humanos.
Un día un colega de Kutú, Chiguá, muy enfadado porque la “chica” en celo que perseguía lo esquivaba, se alteró con el ruido que hacía Rebeca marcando un árbol para su identificación, se le tiró encima y le mordió la cabeza. “Sentí crack –recuerda ella– y un líquido me caía por la cara. ¿Qué hago yo aquí?, pensé. ¡Salvando chimpancés y me mata uno! Trato de quitármelo de encima y empiezo a escuchar un sonido que hacen ellos. Uuú, Uuú. Es el sonido de “a la caza”, un aviso al grupo. Ya está, pensé, no puedo hacer nada contra cinco chimpancés. Temblaba de pies a cabeza. Me van a matar aquí, en medio de la selva. Pero pasó algo que me marcó la vida. El que iba adelante, que yo no veía por la espesura de la selva y, además, porque estaba muerta de miedo, se paró de golpe, lanzó un grito y redirigió el ataque, pero no hacia mí. Hacia Chiguá. Uno tras otro comenzaron a atacarlo, pa, pa, pa. Entonces, el que iba adelante se puso en el medio. Yo veía una espalda enorme. Se dio la vuelta. Y era Kutú”.
El animal la miró como urgiéndola a que huyera del lugar, y ella corrió una hora y media con la herida abierta. “No podía pensar en nada. Lo único que sabía era que estuve a punto de morir y un chimpancé me había salvado la vida. Si tenía un hijo le pondría Kutu. Y así lo hice”. Con su traje de directora del Centro de Rehabilitación de Chimpancés de Tchimpounga del Instituto Jane Goodall en el Congo –la musculosa negra y el jean, una cazadora caqui y borcegos–, aboga por sus derechos, despierta conciencias por el mundo y gestiona financiación en despachos oficiales para que la obra siga su ruta. Su prédica motiva también donaciones particulares y mucha gente les deja fondos en herencia antes de morir. A veces le preguntan cómo ve la comunidad que inviertan setecientos kilos diarios de fruta para alimentar a los chimpancés en un país con altas tasas de desnutrición.

“La fruta se la compramos a la gente del pueblo y están encantados porque significa un medio de subsistencia que antes no tenían. Además, hacemos talleres, como uno de paneles de miel para que tengan más ingresos y adviertan que es gracias a los animales. Cuando llegué preguntabas por los mandriles y decían “están riquísimos”. Empezamos a explicar y entendieron, se sensibilizaron y ahora la persona que hace diez años tomaba un rifle para cazarlos y comerlos, hoy nos llama para que vayamos a buscarlos. El impacto es increíble”, responde.
Fue por unos meses y ya lleva veinticinco años. Aunque ahora va y viene entre el Congo y Madrid todo el tiempo, y estableció una residencia en las afueras de Madrid, donde vive con sus hijos mellizos Kutu y Karel, de 13 años. Cuando tenían siete decidió que era hora de que tuvieran vida un poco más ¿urbana?. No exactamente. Ella se crio en el bosque de eucaliptus de Serantes y ellos, en medio de la selva, entre primates, insectos y mandriles. Las ciudades los abruman. Por eso Rebeca se decidió por una casa de campo al lado de una reserva, como para exorcizar la “morriña” de naturaleza salvaje, no lejos del instituto donde concurren los chicos.
Cuando está en Madrid trabaja a distancia, se reúne todas las mañanas con el equipo por Zoom, organiza las tareas y confiesa que maneja toda la operatoria mejor que cuando vivía permanente en el corazón de África. La tecnología satelital la informa con frecuencia antes que a su equipo de todo lo que pasa en “base”. Hay un incendio allá, ojo que se escapó un animal por el otro lado, cuidado que tal río está creciendo mucho…
–¿Qué sientes cuando te abraza un chimpancé?
–Bueno, depende. Cuando me abraza un chimpancé que he salvado porque se estaba muriendo, y lo estoy llevando al lugar donde vivirá con otros chimpancés, siento que me abraza con miedo. Miedo a lo desconocido. Se da vuelta y mira para ver donde hay alguien que reconoce, como buscando un apoyo emocional. Presiente que se va a otro lugar y teme lo desconocido.
–¿Y qué más sientes?
–Me siento muy agradecida al sentirme correspondida por ellos. Para mí son mi familia y doy todo, doy mi vida por ellos. Cuando alguien te reconoce así… es como que te dice gracias. Tu das, das, das y él dice gracias, pero también “no me dejes todavía, quédate un poquito más conmigo”. Se agarran y se aprietan a ti. Como los niños, como un hijo tuyo. Cuando un niño pequeño va a un sitio que le da miedo, ¿a quién abraza? A su madre. Por el afecto que le tiene. Buscan confianza, buscan su espacio de confort y tú eres su espacio de confort. Tú eres su centro. Es una sensación de correspondencia y de afecto muy fuerte. Son muy humanos.
–Dicen que la selva tiene un sonido particular, ¿es así?
–Sí, es un sonido que cambia. Mira, a mí me gusta mucho la música clásica. Mi padre desde pequeños nos ponía música clásica por las mañanas y nos levantábamos con música clásica. Y en Congo también hay una música clásica. Depende de dónde me levante hay un concierto diferente, ¿sabes? Como si te levantaras, yo qué sé, una mañana con Mozart y la mañana siguiente con Beethoven. Pues eso pasa en Congo con los pájaros. Y es porque en cada zona donde tenemos un puesto de reintroducción hay un tipo de pájaros diferente. Entonces por la mañana tú te levantas y vas oyéndolos. Y dices, ah claro, estoy en tal pueblo, o en tal otro. Y si estás en una de las islas, donde hay más movimiento de agua y de pescadores, es otra música.
– ¡Emocionante!
–Tú has visto que a veces, acá en la ciudad, te duermes profundamente y despiertas sin saber dónde estás. Pues allá no te pasa. Allí los pájaros te dicen dónde estás.
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