Empresario, gestor cultural y músico, irrumpió en escena este año con la compra de la obra récord de Mondongo, que marca un hito para el arte argentino; su colección privada y lo que busca generar con Arthaus
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No todos los días uno se encuentra con un Berni detrás de la puerta. En la casa de Andrés Buhar, en una de las zonas más lindas de Belgrano, Juanito Laguna recibe bañándose en un basural, uno de esos emblemáticos assemblages de la serie más famosa que el rosarino hizo en los 60. De ambos lados del pasillo de entrada hay obras de arte semiembaladas, en tránsito: pinturas sobre el carril izquierdo –la mano que da al patio, donde se erigen Enero y Junio, dos figuras metálicas de Marta Minujín–; las esculturas se ubican del lado derecho. En el rellano de la escalera, Ramona aparece primero en plan streaptease, sobre unos grabados blanco y negro, y después bailando un cancán, en colores, adentro del ascensor. En total, el coleccionista atesora varios Bernis, incluyendo aquel ejemplar temprano de la década del 40. Le faltaría “la obrera”, una Ramona que anda buscando, para completar la docena.
Suena insólito que Buhar (58 años, casado, dos hijos que ya se fueron del nido) todavía no se halle del todo cómodo dentro del traje del coleccionista (a propósito de trajes, viste habitualmente de azul, con camisa blanca o remera negra). Empresario de una firma metalúrgica y desarrolladora inmobiliaria (Marby), gestor cultural, compositor y pianista, fue noticia el mes pasado cuando compró por 1.270.000 dólares Argentina (paisajes), una serie de quince cuadros del Grupo Mondongo que marcó un récord para el arte nacional. Quienes hasta entonces no lo conocían como integrante del Consejo de Administración del Malba o como el creador de Arthaus (un centro cultural que espabiló el Microcentro arrasado por la pandemia, en el edificio que había pertenecido a un banco), vieron entonces irrumpir a un jugador importante.
El corredor desemboca en un ambiente atiborrado de piezas de mediano y gran tamaño. En el fondo, dos sillones de cuero negros. Nadie diría, sin embargo, que ese es el living, un lugar donde detenerse a tomar un café y conversar entre El colgado, Pie de trinchera y Carroña, todos títulos que hablan de la densidad de uno de los escultores favoritos del anfitrión, Norberto Gómez. Tampoco sería esperable sentarse a la mesa de un comedor flanqueado por los cuadros de la serie Carne, de Carlos Alonso. Pero la casa del coleccionista habla, se expresa, no deja de llamar la atención en cada recodo. Hay bocas abiertas, lenguas y huesos, militares y otros poderosos sin cabeza, desnudos masculinos y un conjunto de señores con sombrero; se pueden ver animaladas y animales, mapas de color verde García Uriburu y varios batracios demasiado ligeros, tal vez, para semejante contexto: la rana de Luis Benedit y el sapo de “El Búlgaro” (Luis Freisztav), en papel maché. De pronto, un quinteto de perros de verdad ladra, en canon.
Buhar se detiene frente a un Distéfano de transición. “Esta es una de las primeras obras de Juan Carlos cuando empezó a salir para la escultura. Él fue pintor primero y acá empezó a dejar el cuadro″, cuenta, convertido en guía de una exposición privada que comparte sin escatimar detalles. “Y esta otra la hizo a partir de la foto de una represión a una manifestación de negros en Estados Unidos, que salió en LA NACION. Desde Italia enviaba cartas pidiendo: ‘Mándenme los diarios, quiero ver las fotografías’”. En verdad, hay distéfanos por todas partes: “Esta es Procedimiento. Por acá podemos ver otra escondida y este es El salto”. Sin interrumpir su relato, se apoya con la mano izquierda sobre las piernas de una figura humana, roja, En diagonal, y habla de los vuelos de la muerte, de Emma traviesa (homenaje a Spilimbergo), de Giallo, que toma el nombre de un género de cine italiano de terror para referirse a los 70 en la Argentina. Por unos minutos parece el portavoz del artista que representó al país hace diez años en la Bienal de Venecia, revela cómo empezó a experimentar con la resina, pintándola. “Y como no lo convencía, desarrolló una técnica para poner el color sobre el material y luego ir descubriéndolo. Él sabe que acá abajo está el azul entonces, lo va buscando, ¿ves?”, señala.
–¿Investigás sobre los artistas que coleccionás o entablás una relación directa con ellos?
–A Juan Carlos lo conozco un montón. Me gusta mucho cuando puedo relacionarme con los artistas, entender la obra que estoy comprando, qué hacen y por qué, cómo piensan, cuál es su búsqueda.
–¿Esto coloca al coleccionista en un lugar más intelectual que sensible?
–Siempre es sensible. Lo intelectual y lo sensible no está separado, es una sola cosa. El relato, la comprensión, la mirada, ¿eso qué es: intelectual o sensible? Hay cosas que no veías antes y la ves después, todo está ligado. Cuando hice el libro Vida de pintor, a mí me pasaba mucho con Alonso que le decía cosas y él me respondía: “Sí, tal cual, pero yo nunca las pensé”. Y me refiero a cosas de su obra que son bastante claras, de una lógica y una absoluta coherencia.
–Eso se relaciona con que la obra de arte se completa con la mirada del otro.
–Sí, también. Toda obra es para compartir, porque si no hay alguien que la mire no tiene mucho sentido, y la importancia de una obra se da inclusive por las miradas sucesivas a lo largo de las distintas generaciones. La Mona Lisa, por ejemplo, es la Mona Lisa no solamente por la pintura en sí, sino por todo lo que se construyó arriba: se empiezan a formar capas de significado, se transforma en ícono y adquiere un valor, una densidad. Después vos tenés obras con las que convivís en tu casa, las ves todos los días, pasás, las mirás, eso también cobra una importancia que suma. Es mucho más claro en las artes performáticas, por ejemplo: hay pianistas que tocan Beethoven toda su vida, 30 o 40 años volviendo sobre lo mismo. Esa obra obviamente adquiere una densidad temporal, una profundidad que aparece en la interpretación. A veces me pasa algo con una obra desde lo emocional y mucho después la entiendo. Es decir, me gusta, pero todavía no sé sí me interesa.
–Como un juego de seducción.
–Al principio hay un “no sé, qué sé yo”; me gusta, pero con cierta distancia, y después entiendo por dónde. Hay obras que parte de la vitalidad que tienen es que hoy, después de mucho tiempo, me siguen aplicando como una especie de cross a la mandíbula. Como el Berni que está en la entrada, Juanito en el basural, un cuadro de 50 años que lo seguís mirando y te sigue golpeando; no envejeció. Me pasa con Norberto Gómez, un artista valorado, que todos lo tienen como uno de los mejores escultores argentinos y, sin embargo, su valor comercial no da porque dicen “¡¿quién puede tener esto en su casa?!”
–Es verdad, ¿quién puede, en todo sentido, tenerlo en casa?
–Hay una cuestión compleja y es que el arte no es democrático en cuanto a que el voto tiene que ver con el precio y el precio no todos pueden pagarlo. Puede haber una obra que a mucha gente le encanta y no la pueden comprar. Otro caso emblemático de Carlos Alonso, un artista absolutamente popular, que hace muestras y se llena, y sin embargo entre los coleccionistas no es valorado. Entonces su valor de mercado, para mí, es absolutamente inferior de lo que debería ser. Por eso hay que diferenciar el valor del artista del valor de mercado, que la gente a veces confunde como si fueran lo mismo. A mí me parece que la potencia de las obras también es un valor.
–Todos las obras que vimos hasta acá son muy políticas.
–Tengo un sesgo figurativo en mi colección, que no quiere decir realista. No es porque lo haya buscado, se dio así, es lo que elijo. Hay una cuestión fuertemente política. Mi colección tiene coherencia y tiene que ver conmigo. Después hay también cosas como este Arden Quin, una de las pocas pinturas abstractas que tengo.
–Te levantás a la mañana, pasás por acá para salir al jardín y con toda naturalidad te encontrás con... un hombre sin cabeza.
–[Se ríe] Ese es un Heredia, de la serie de Los tronos. El poder no tiene cabeza, creía.
–¿Y ese buitre vestido de negro que mira al decapitado?
–Ese es de El Búlgaro; le puso Ahora qué, con cierto humor y, bueno, el cuerpo es una bolsa para cadáveres.
–A fines de 2021, aparecías como un outsider en la gestión cultural y anunciabas que ibas a abrir Arthaus. Decías: “Yo no me siento un coleccionista”. Hoy ya no te podés negar.
–Pero fijate que lo que elegí en Arthaus es más el rol del gestor, de la producción artística. En general, los museos privados en la Argentina nacieron de colecciones, como una especie de afán de mostrarlas públicamente, en una mezcla entre generosidad y ego, que siempre están ligados en un punto.
–¿Te llevás bien con esa relación?
–Del ego me río un poco, me parece que hay que divertirse y no hay que creérsela. Te decía: Arthaus no nació para mostrar esta colección, lo pensé más como un espacio de producción y como nexo para acompañar a los artistas. Tampoco es un lugar solo de las artes visuales; tiene teatro, música…
–Me acuerdo de que en aquella conversación te había gustado la idea de hacer “un Di Tella del siglo 21″.
–Me gustaría. Con eso me identifico más que con lo de coleccionista. El Di Tella fue un lugar de admiración: todavía se sigue hablando a pesar de que pasaron más de cincuenta años y del tiempo que estuvo, que fue una década, tampoco tanto; sin embargo, es un referente que marcó. O sea que me encantaría. No quiero parecer soberbio, porque estoy empezando.
–Empezando en la gestión cultural, porque el coleccionismo viene de lejos.
–Mi viejo coleccionaba, sí. Yo miraba eso, participaba, había cuadros en casa.
–¿Qué coleccionaba tu viejo?
–Él tenía un gusto más tradicional: Quinquela, la escuela de La Boca, Fader. Estamos hablando de las décadas del 70, 80, 90. Una vez fui con él a ver la casa de la hija de Berni. Yo le decía: “Papá, comprá esto”. ¡Estaba Manifestación, estaba todo! A él le parecía una pintura muy fuerte, no le terminaba de convencer. Mi vieja en cambio tiene un gusto más audaz. Por ejemplo, si a ella no le alcanzaba la guita para comprarse los Bernis, compraba grabados que valían dos mangos en esa época.
–¿Cada uno tenía su gusto y su colección?
–Mi vieja compraba algunas cositas dentro de lo que podía, porque era una época en la que ella no trabajaba. Mi viejo laburaba. Era una familia más tradicional, hacían las cosas en conjunto, y con una plata que ella tenía algunas cosas podía comprar, pero básicamente el que manejaba el dinero era él.
–¿En qué radicaba, entonces, la audacia de tu madre?
–Le gustaban Berni, Alonso, otros autores más modernos. Mi viejo había comprado como cincuenta grabados de Berni y los regalaba a amigos, a fin de año. No lo valoraba. “Después te compro otro”. Ella tampoco le iba a decir que no.
–¿De chico también empezaste a tocar el piano?
–Sí, a los 10; con mi hermano, que es un año y medio mayor, íbamos al Teatro Colón. Entonces se empezó a mezclar el tema de la música, el teatro, a los veintipico estudié con Ricardo Bartís. Todo eso fue haciendo que siempre pensara más en una cosa de producción, no de colección. Lo que tengo es porque me gusta, por eso me peleo con lo de ser coleccionista.
–No solo coleccionista, pero coleccionista al fin: es un rol que públicamente estás empezando a jugar fuerte.
–Dentro de lo que es ser gestor cultural, a mí me interesa mucho encontrar formatos nuevos para plantear relaciones distintas con el arte, con las obras, con la música. De hecho, venía pensando en Arthaus hace mucho tiempo como una fantasía, algo en relación con la música que es lo que yo hacía. Y cuando llegó el momento de darle forma, dije: no quiero un lugar de nicho, adonde vaya el público de la música contemporánea, que es acotado. Que vengan, sí, pero lo interesante es cómo te abrís a otros públicos y cómo modificás esa relación con el ecosistema. Yo creo que una cosa que define a Arthaus es la mezcla, salir de la especialización. Que el público de los teatros vaya un concierto, tender puentes, ver qué piensan las nuevas generaciones, traer otro tipo de gente a que vea eso, explorar espacios arquitectónicos que propongan cosas. Creo que el museo está atravesando una gran metamorfosis, una estructura que históricamente está entre el arcón de los tesoros y la iglesia, un lugar de tránsito, casi sacro, donde rendís homenaje las obras, no las tocás, no levantás la voz, no hacés más que pasar e irte. Cada vez más se está buscando otro tipo de espacios para el arte que tenga que ver con colocarlo como una cosa más cotidiana. Tengo la ventaja de que Arthaus es una institución nueva, no arrastra una historia que sostener.
–Pero tampoco Arthaus es un museo.
–Me parece interesante que se termine desdibujando: ¿qué es? El Louvre no puede soltar amarras, tiene toda una colección que en un punto se transforma en un peso, y es maravilloso también, ocupa un lugar cuyo tamaño tiene que ver con los casi 10 millones de personas que lo visitan por año. Vos vas al Louvre y te cansás de recorrer, no llegás a lo que querés ver. A veces me pasa con salas que están completamente vacías, con un guardia en una esquina, una obra gigante y no hay nadie; en un punto hasta parece gracioso que ese sea el lugar del arte. Casi como si lo estuvieran domesticando. Cómo reinventar eso y cómo seguir llegando a la audiencia de una forma que sea eficaz me parece una pregunta muy vigente.
–Ya volvemos al arte, pero no me quiero perder de lo que pasó con la música: ¿tenés un piano acá, en tu casa?
–Sí, toco mucho a la mañana y los fines de semana. Repertorio Debussy, Beethoven, Brahms, Bach. Digamos que soy un buen pianista, pero no soy un concertista. Es decir, llegué a tocar obras que son difíciles, pero no a una gimnasia de conciertos con lo que eso implica, como si te dijera un deportista profesional: sostener una agenda, el entrenamiento, esa vida y la dedicación. Estudio todavía con Susana Kasakoff, mi maestra de piano de hace mucho tiempo, una genia absoluta. Y también escribo música. Después está la cuestión de cómo dividir el tiempo. A mí se me fue dando así y me sirvió mucho tener cuestiones en mundos diferentes. Si me preguntan qué preferís, el arte, la música, la empresa o ser compositor: todo eso es parte de mí, y tiene vasos comunicantes también.
–Algunas de esas actividades posibilitaron otras: si no tuvieras la empresa familiar no podrías ser coleccionista o haber hecho Arthaus. ¿Para vos el arte es “una inversión”, comprás para vender?
–No, no. De hecho a mí me causa gracia cierta gente que quiere entender qué pasa, como si hubiera un truco: “cómo es que este tipo compra algo cuando no vale nada, será como el Bitcoin, y después va a valer diez veces más”. El dinero, que sí forma parte del mercado del arte, por supuesto, en un punto confunde. Mirar algo porque vale más o porque vale menos… Ahora están todos con el tema de las calaveras de Mondongo. Que qué lástima que me perdí la Calavera. Pero, ¿la quería comprar o no la quería comprar? Que una obra valga más no hace que sea mejor. Obviamente, el dinero produce esa fascinación. En general pasa que la gente compra por un nombre, por una firma, y tampoco es lo mismo: hay Bernis y Bernis, no son todos iguales. A mí lo que me importa es la calidad.
–¿Cómo la medirías?
–Es subjetivo. Todo en el arte es un lenguaje de relaciones. Hay una relación con la historia, con la producción del artista, qué lugar ocupa dentro de esa producción y de la época. Es mucho más fácil cuando se trata de artistas que ya han desarrollado su obra, o tienen una edad avanzada, porque se puede desplegar y ver una vida; es más difícil decir qué es bueno y qué es malo con los artistas que arrancan, porque dentro de su propia producción no sabés cómo va a seguir.
–¿Cuánto vale una banana pegada con cinta a la pared?
–Esa historia la podemos discutir. A mí la obra de Maurizio Cattelan me parece interesantísima, porque es absolutamente contemporánea. ¿Qué podrías hacer semejante a lo que hizo Duchamp hoy? No es fácil en un momento en el que se hace cualquier cosa. El tipo logró, con mucha inteligencia, meter lo perecedero en el medio. Se está riendo del mercado de arte y lo hace con una banana, que es una cargada (porque podría ser una manzana).
–Andy Warhol usó la banana hace sesenta años.
–También hay un guiño a eso. Me parece que lo primero que el tipo logró es que la gente se enoje.
–Al principio causó gracia, porque una cosa son 100 mil dólares en Art Basel y otra cosa son seis millones. Demasiado para reírse.
–Al contrario, es para reírse mucho más. Esa es la genialidad de Cattelan. Yo no puedo saber ahora la importancia de esta obra porque se va a dar con la historia, pero sí puedo decir que logró simboliza, sintetiza con una metáfora, un montón de cuestiones. La obra tiene una potencia que existe por sí y que genera discursos alrededor, y claramente logró una centralidad increíble en un momento en el que pareciera que ya nada te puede indignar, que no hay espacio para inventar algo nuevo dentro del mundo del escándalo. Y todo riéndose del mercado del arte. Muy interesante.
–¿Comprarías la banana de Cattelan?
–No sé si la compraría, con esa plata haría un montón de otras cosas, pero el tipo que la compró es muy piola, con un marketing impresionante que hace que todo el mundo esté hablando del chino que se comió la banana. Misión cumplida. En la banana de Cattelan –y por eso habla de esta época– la subasta y el precio forman parte de la obra también. Estamos acá dándole vueltas a estos seis millones y no a los 121 millones del Magritte que se vendió la misma semana. Eso ya está haciendo una reflexión sobre el arte, el mercado, la circulación y la época. Bastante para una banana, ¿no?
–¿Qué harías entonces con esos seis millones?
–Mi colección es toda de arte argentino, que tiene una riqueza infernal. ¿Los seis millones? Los pondría en la Argentina.
–Argentina (Paisajes) te costó US$ 1.270.000. Rápidamente había que determinar el precio final de aquel De la Vega vendido en arteba, para saber si te habías convertido en el comprador de la obra más cara de arte local. O el mayor inversor en arte argentino. El señor del récord. ¿Qué te pasa a vos con todas esas etiquetas?
–Hay cierta cuestión con la comunicación. El valor de la obra está muy ligado a la plata, es imposible desligarlo, ni siquiera para el artista que diga a mí no me importa lo que vale, inevitablemente, va a quedar preso de ese juego de fascinación. Entonces la comunicación ocupa un lugar importante, porque yo podría no haber dicho nada.
–Para lo que significa hablar de dinero en este mundillo, rompés un poco con ese paradigma de recelo.
–Por los Paisajes Mondongo recibió una oferta de Emiratos Árabes, hace varios años, de casi el doble y no la vendieron porque querían que estuviera en la Argentina. Estaba guardada en un depósito. Se mostró cuatro veces desde que se hizo: en el Moderno la vieron 85 mil personas; después fue al Maxxi de Roma, al Museo MAR (todos con la colgada original)…
–¿Viste cómo está colgada ahora en Malba Puertos?
–La obra no es así, ellos mismos dudaron mucho si aceptar o no esa colgada. Malba Puertos tiene una apuesta por el museo transparente, por democratizar y traer nuevos públicos, y esa cosa del adentro y del afuera, con la naturaleza. Es una apuesta curatorial lo que los llevó a decidir que se viera así. Logra una mirada más al detalle, porque te parás frente a cada cuadro, pero no frente a toda la obra. Claramente la puesta es la otra. Cuando vaya a exponerse de forma permanente, en Puerto Madero, en un nuevo espacio que se construirá cerca de la Reserva Ecológica, no será así. La condición de venta fue que no se divida y que se pueda visitar.
–¿Cómo empieza tu relación con Mondongo?
–Los conocía de antes, pero empiezo a tener relación con Manuel [Mendanha] y Juliana [Laffitte] desde el inicio de Arthaus, con el Baptisterio de los colores. Ellos iban a hacer la obra para una muestra de su galería, Barro, y no querían que después terminara guardada en un depósito como pasó con los Paisajes. Entonces Nahuel [Ortiz Vidal, el galerista] me llamó para ver qué se me ocurría, y pensé en la terraza del edificio. Esta es una obra pública, no es para el jardín de mi casa.
–¿Cuál es una obra privada y cuál es una obra pública?
–Todo es susceptible de modificarse, pero Paisajes, claramente, es una obra pública. Por su monumentalidad, porque llama a que haya otra gente mirándola. Las obras de Leandro Erlich, como La pileta, son obras para ver y hablar con otros. Para que circule gente. Con el Baptisterio primero pensé: ¿dónde lo ponemos? En una esquina, en el medio, entre el adentro y el afuera, para que tuviera esa cuestión del pasaje del bautismo. Hicimos de alguna manera un espacio site specific para la obra [acondicionado a 22° de temperatura, para que los 3276 bloques de plastilina del pantone no pierdan la forma], y no al revés. Le encargué a Mariano Llinás una película y, en vez de una, hizo una trilogía. Se mostró en el exterior y en febrero se va a estrenar acá, en la terraza de Arthaus.
El inventario de la colección de Andrés Buhar, revela, parece más a una lista de compras que a un registro minucioso de dónde está puesta su fortuna. “Dice el título de la obra, el artista, cuando la compré y cuánto gasté. Lo demás yo sé porque me lo acuerdo, las medidas por ejemplo. Pero no tengo una ficha técnica de cada cosa”. ¿A cuánto asciende el total? “No le puse el total, es tarea para el hogar [se ríe], pero se junta plata”.
Antes de subirse al auto y pilotear la conversación camino al Microcentro, Andrés Buhar evita polemizar sobre la política cultural de este gobierno. Por ejemplo, cuando surge el tema de la nueva desregulación de las obras de arte para el comercio exterior. Hace el ejercicio de observar “desapasionadamente”, como buen hombre de negocios que es, y aun así concluye que “hay un error en no entender el lugar que ocupan las industrias culturales” y pasa a enumerar los recursos creativos que tiene el país: el cine, el arte, la música, una escena teatral como la que no existe en ningún otro lugar del mundo. “¡Si lo tenés, incentivalo! –arenga–. ¿Querés controlarlo, que no haya curro? Bueno, para eso hay que laburar, no romper todo. La Argentina parece esas familias que fueron esplendorosas en otra época y un día abren el cajón, sacan las joyas de la abuela y las venden; abren otro cajón, descubren un millón de dólares que no sabían que estaba. ¡Ah, mirá, hay plata de vuelta! Tenemos suerte porque aparece Vaca Muerta, aparece el litio, que no existía. Siento que necesitamos cuidar lo que tenemos, es montón”. Y sin explayarse mucho más, confirmará: “Yo no lo voté, si bien me parece que hay cosas que se están logrando. Tengo un cierto enojo con lo que no se hizo antes y hay una cuestión de las formas con las que no estoy de acuerdo ahora”. Su actitud para no caer en la grieta, al final, es: “Lo que suma acá es no dividir”.
Otro tipo de grietas sí aparecen más tarde: entre arte y artesanía, música clásica y la popular, arte decorativo y moda. Y advierte algunas similitudes también elocuentes, por ejemplo, entre este mundo y el mercado inmobiliario. Sobre la entrada de Bartolomé Mitre al 400, recibe Mamá Luchona, del tucumano Gabriel Chaile, una de las grandes revelaciones del arte contemporáneo de los últimos años a nivel global. En la oscuridad de la sala de la planta baja, hasta abril, continuarán exhibidas con entrada libre las dos calaveras que el coleccionista también compró en 2024 (a su colección de Mondongo, hay que sumar, además, El sueño de la razón, el díptico que evoca el asesinato de una joven violada en la República de los Niños, que posiblemente exhiba el año próximo). Son los ejemplares #2 y #8, de una serie de doce, e invitan a hacer un escrutinio pormenorizado, a perderse varios minutos en cada detalle, en el símil patito de hule sobre el tabique nasal y la biblioteca universal que rodea la cuenca de los ojos; en el beso entre dos mujeres desnudas sobre el hemisferio frontal derecho y la infinidad de personajes que se alinean sobre maxilar (allí están Lennon, Los Simpson, un Perón de manos enormes).
–¿Sabés dónde están las doce calaveras, las viste?
–No, personalmente no. Sé en dónde están porque ellos lo saben. Hasta ahora, la única que se había mostrado acá era la primera. Cuando la hicieron, apareció un coleccionista norteamericano por el taller y se las compró cuando no estaba todavía terminada. Se mostró 30 días en Ruth Benzacar y se fue para afuera. De las mías, una era de un belga que tenía dos, y la otra pertenecía a un hombre con una colección alrededor del tema de la muerte, que se murió.
–¡El destino! Es decir que vos no elegiste la #2 y la #8.
–No, no las podrías conseguir así. En total, una está en el Museo de Houston y otra la tiene el director de esa institución; después viene la que se quedó el belga y las dos que tengo yo; había un argentino que tenía tres y ahora le vendió una a Eduardo [Costantini]; una más en otro museo de Estados Unidos, una en Costa Rica y las dos que tiene la Sheikha de Dubai, que no las vende ni las muestra. Es una serie, te puede gustar más una que la otra, pero cualquiera es equivalente.
–¿Cómo es tu relación con Eduardo Costantini?
–Buenísima. Además de coleccionista, Eduardo hizo el Malba; como gestor cultural es impresionante lo que logró con un museo privado que vos sentís que es parte de todos. Charlaba con él –que tiene una cierta preocupación sobre cómo seguirá después, cómo hacer para que continúe– que para mí el Malba es más que la colección, es más que Eduardo coleccionista. Él es un tipo que compra lo que considera fundamental. Adquirió las mejores obras de Leonora Carrington; los dos Varo, que son lo mejor de Remedios Varo. Revolucionó el arte surrealista latinoamericano con lo que está haciendo, es fenomenal.
–Y respecto del arte argentino, ¿tienen un gusto similar?
–Compartimos la cuestión de buscar obras icónicas. Yo quizá compré algunas cosas que él no compraría y al revés. Malba no tiene Alonso, por ejemplo, y si me preguntás para mí debería estar.
–Se dio una competencia entre ustedes ahora.
–No, yo me rehúso a ver la competencia. Me parece que eso es algo más para divertirse. Competencia pareciera que alguien gana y alguien pierde. ¿Quién salió primero, quién salió segundo?
–Vos compraste los Paisajes de Mondongo con los que acababan de inaugurar Malba Puertos.
–No la quiso comprar él, porque si hubiera querido…
–A la semana siguiente, él compró una calavera en Art Basel Miami.
–Cuando yo compré las calaveras, él no se enteró.
–Vos ponés un Chaile en la puerta de Arthaus y Costantini dedica una sala al conjunto de Chaile en Escobar. Justo la misma temporada que Mondongo monta una villa en Malba y recrea Manifestación, inaugurás esta exposición.
–Fue recontracasualidad eso. ¡Si a él le ofrecieron Mamá luchona antes que a mí y no le terminó de convencer! Luego, la compré yo. Y después Eduardo se fue a Venecia y compró el conjunto. Esta muestra [Mondongo sin título], está pensada desde que compré el Baptisterio, en 2021; después, se postergó, se postergó y se hizo este año.
–Estaremos de acuerdo, al menos, en que este no ha sido cualquier año.
–Sí, estamos de acuerdo.
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