La ironía y extravagancia de una película emblemática que cambió hasta el diccionario
Se cumplen 50 años del estreno del film de Federico Fellini que mejor retrata su pueblo y que que es sinónimo de “recordar con nostalgia el pasado”
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Desde el estreno de Amarcord en diciembre de 1973, el mundo ha cambiado. La manera de hacer cine y de consumirlo también. Algunos aún sienten el cimbronazo y tienen saudades. En una nota publicada en 2011, en el suplemento adnCultura de la nacion, Néstor Tirri dice respecto de estos avatares algo más o menos así: “Hay una generación que todavía se pregunta a dónde han ido a parar los principios estéticos que provocaron estremecimientos con películas como Casanova, Amarcord o La dolce vita, de Fellini, y El silencio y Tres almas desnudas, de Bergman, por evocar solo algunos títulos de dos filmografías irrepetibles”. En la misma sintonía, habla Martin Scorsese en un artículo que publica, una década más tarde, el periódico francés Le Monde Diplomatique: “El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia”.
Sin ahondar en los cambios de fórmulas o en la evolución del lenguaje cinematográfico, nos adentramos en Amarcord, cuyo recuerdo permanece lozano y vivo. Con una mirada menos nostálgica, pero más honesta, acabaremos hablando de nuestros propios recuerdos, ese pasado perdido que a veces nos sostiene y en el que puede ser dulce reconocernos.
“Crónica de la vida cotidiana en un pueblo del norte de Italia durante el fascismo”; “Grotesca estampa de una ciudad habitada por una caterva de pintorescos y cómicos personajes”; “Una sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después”; “La película más personal de Federico Fellini, que satiriza su juventud y convierte la vida cotidiana en un circo”. Una búsqueda rápida de la palabra Amarcord en Google arroja esos resultados. Algunas versiones dicen que la palabra que inicialmente escribió Fellini en una servilleta de restorán es hammarcord, una palabrita inventada, pero homófona de amarcord, razón por la cual el cineasta dudó en aceptarla. Sea como sea, Hammarcord-L’uomo invaso, el título original del proyecto, quedaría intervenido en el momento de la distribución, y encogido a Amarcord.
Que sea la película más personal de Fellini es una afirmación discutible, pero no hay que escarbar demasiado para notar el contenido autobiográfico de la obra. Dicho por algunos estudiosos y admitido por el propio realizador, Fellini se siente aún perseguido por un cúmulo de recuerdos adolescentes (experiencias totalmente subjetivas y distorsionadas) y quiere liberarse. Procura soltar o acaso exorcizar las sombras que aún lo poseen para dar el adiós definitivo a la ciudad de Rímini o a cierta época de su vida allí. No está seguro de si puede uno deshacerse de ese lastre prenatal (menos si uno tiene 53 años), pero lo intenta. Y en el intento se rodea de nombres clave del cine italiano.
Fellini buscó a Tonino Guerra, y juntos escribieron el guion. Guerra era poeta y oriundo de Santarcangelo, un pueblo montañoso cercano a la costa adriática, pintoresco y teatral. “También él puede contar historias parecidas a las mías –ha dicho Fellini–. Nos une el mismo dialecto y una infancia pasada en la misma campiña, la misma nieve, el mismo mar”.
A Guerra se sumaron, entre otros, Franco Cristaldi, quien permitió dar inicio al proyecto; Giuseppe Rotunno, a cargo de la dirección fotográfica; y Nino Rota, quien compuso para Amarcord una de las piezas más recordadas y queridas del cine mundial.
A estos nombres, se añadó luego el elenco: las caras, los gestos, los cuerpos, a cuya selección Fellini dedica meses. Una tarea desmesurada, neurótica, en la que al cineasta casi siempre se le va la vida. Nunca es suficiente, nunca quiere que termine.
Los candidatos en los que pone el ojo para Amarcord son en su mayoría aficionados y actores de compañías de provincia: rostros sugerentes, expresivos, caricaturescos. Pensemos solo en el paisaje humano de la escuela, aquella pobre escuela ignorante, y, en concreto, en el profesor de Griego, quien fracasa una y otra vez al intentar que un alumno pronuncie correctamente la palabra emarpszamen.
No hay en el film, sin embargo, un protagonista verdadero. “Si algún personaje es su centro –anota el crítico de cine Hollis Alpert–, lo es el adolescente Titta, presuntamente sugerido por el amigo de la adolescencia de Fellini”. Bruno Zanin, el único sobreviviente del elenco de Amarcord, encarna a aquel rubiecito que se pierde entre los pechos de una tabaquera de Rímini.
Otra figura relevante es la de Gradisca, mujer bomba con la que fantasean y por la que suspiran los hombres, adolescentes y adultos, de todo el pueblo. “Delante del café Commercio –se lee en Rímini, mi pueblo, de Fellini–, también pasaba la Gradisca. Vestida de un raso negro que despedía fulgores de acero, despertaba auténticas pasiones. Las caderazas parecían ruedas de locomotoras en movimiento”.
La única que sirve para este papel, en opinión de Federico, es Sandra Milo, pero, por entonces, Milo se ha retirado del cine y se niega a volver, a pesar de la obstinada insistencia del cineasta (dicen que hasta llegó a enviarle un centenar de rosas rojas que incluían, además, una carta triste y desesperada). El reemplazo ocurre, no obstante, rápida y satisfactoriamente. Magalí Noel, quien ha desempeñado ya un papel menor en La dolce vita (1960), se convierte en Gradisca y en el único nombre destacado en todo el reparto de Amarcord. La Rímini de Fellini, recreada enteramente en los terrenos de Cinecittà, está lista, y es tiempo de empezar a rodar. Así, sin más preámbulos, se empieza.
Aunque Fellini dirá que il borgo recreado en Cinecittà no representa en forma precisa a su pueblo natal, quienes hemos visitado Rímini alguna vez encontramos, entre la ficción y la realidad, un notable parecido. En los dos sitios, hay un cine llamado Fulgor y un café denominado Commercio. En los dos, está el Grand Hotel frente al mar y hay, como mínimo, dos plazas, una de las cuales es, sin duda, la piazza Cavour, fácilmente reconocible por la Fuente de la Piña. Por lo demás, las referencias históricas mencionadas en el film por quien desempeña el papel de abogado son indiscutiblemente ciertas: “El origen de este pueblo se pierde en la noche de los tiempos. […]. Antigua colonia romana y punto de partida de la Via Emilia. […]. Desde el divino poeta Dante hasta Pascoli y D’Annunzio, son numerosos los genios que le han cantado a esta tierra”.
Podría suponerse (las razones sobran) que el título del film es fruto de una decisión premeditada (las reseñas existentes dicen que, en el dialecto de Emilia Romaña, la región italiana donde se sitúa Rímini, Amarcord significa ‘yo me acuerdo’). Aun así, las explicaciones, dadas por el propio Fellini y recogidas en varios volúmenes, contradicen en parte cualquier suposición. La historia es larga y encierra, además, una paradoja.
Es 1966, y Fellini se recupera en un hospital de Manziana. Su amigo Renzo Renzi, escritor y especialista en cine, lo visita y lo convence de que escriba una pieza sobre su tierra. Este hecho es, en resumidas cuentas, el germen del ensayo Rímini, mi pueblo (Il mio paese) y la causa y el origen de Amarcord. Fellini bosqueja la nueva película casi sobre la base de este ensayo, que escribe atormentado por el miedo a la muerte. “Al principio, quería que el film se llamara Viva I’Italia, pero me di cuenta de que este tipo de sarcasmo poco generoso podía malinterpretarse. Otro título me tentó durante cierto tiempo fue Il borgo, el burgo, entendido en sentido de clausura medieval, la provincia vivida como aislamiento, separación, tedio, abdicación, descomposición, muerte”.
La palabra “Amarcord” surge un día en que Fellini garabatea monigotes en una servilleta de restorán. Entre los garabatos, la escribe, la pronuncia, le gusta, aun así, duda. Es una palabrita extraña, del dialecto romañolo, que significa ‘me acuerdo’, lo que puede dar lugar a que la película se lea en clave autobiográfica, algo que él pretende evitar. “Cualquier cosa –ha dicho–, menos la irritante asociación con Je me souviens (recuerdo)”. Por lo demás, está convencido de que el título es ese. Sabe (lo ha escrito) que, en su extravagancia, Amarcord supone la síntesis, el punto de referencia, casi la reverberación de un sentimiento, de un estado de ánimo, de un modo de sentir y de pensar doble, controvertido, contradictorio, la convivencia de dos opuestos: desapego y nostalgia, juicio y complicidad, rechazo y adhesión, fastidio y congoja.
Fellini busca, en efecto, un término que exprese dos perspectivas o direcciones posibles; que indique una cosa y también la contraria: ternura e ironía a la vez; un vehículo que le permita asimilar el pasado, entenderlo, sobrellevarlo. Y lo encuentra en la reinvención de un vocablo: amarcord –un raro giro fonético, una paradoja verbal, la imitación de un desahogo lejano–, que acaba renovándose en la mayoría de los diccionarios de Italia.
El Dizionario Italiano Olivetti lo define como “recuerdo nostálgico, evocación melancólica, literalmente Io mi ricordo, título de una película de Federico Fellini que significa profundidad o ironía o nostalgia de los recuerdos”. El Grande Dizionario Italiano, de Gabrielle Aldo, indica que amarcord es “una evocación del pasado nostálgica y teñida de ironía”. El Treccani advierte que se trata de una ‘voz romañola, propiamente io mi ricordo, título del homónimo film de 1973, de Federico Fellini’. Y agrega: ‘recuerdo, evocación nostálgica del pasado’. El Dizionario Zanichelli, por su parte, da una definición más extensa: ‘Amarcord es un término del dialecto romañolo que significa io mi ricordo. Fue adoptado por Federico Fellini como título de uno de sus films, una obra basada en la memoria de Rímini de los años treinta y salpicada de coloridos personajes, humor y melancolía. Gracias al director, se ha convertido en un lema del vocabulario de la lengua italiana que se utiliza para indicar precisamente el recuerdo nostálgico del pasado’.
A fin de ponerle color al asunto, este último ilustra la definición con una fotografía: el viaje en calesa desde el internado donde vive Teo, el tío loco, protagonista de una de las escenas más desopilantes del film, hasta la quinta en la que la familia pasará la tarde.
Por lo demás, no es la primera vez que se incorpora al léxico mundial o se recrea una idea felliniana. Por tomar un ejemplo bastante conocido, la palabra paparazzi, registrada incluso en el Diccionario de la lengua española (DLE), tiene su origen en La dolce vita (1960). Paparazzo es el apellido del personaje que toma fotos sorpresa de las celebridades que se pasean por Via Veneto. Según una publicación de la FundéuRAE, “el vocablo italiano paparazzi es el plural de paparazzo, que se emplea con el significado de ‘fotógrafo que sin ningún consentimiento capta con su cámara a personas famosas’. En español se recomienda el empleo de la grafía paparazi (así aparece en el DLE), cuyo plural es paparazis”.
Podríamos seguir aquí ahondando y deleitándonos con el tema. No obstante, La dolce vita, como ya se sabe, es otra historia.
Al referirse al poema, cristalización verbal, el mexicano Octavio Paz dice: “Hay un momento en que el lenguaje deja de deslizarse y, por decirlo así, se levanta y se mece sobre el vacío; hay otro en el que cesa de fluir y se transforma en un sólido transparente –cubo, esfera, obelisco– plantado en el centro de la página. Las palabras no dicen las mismas cosas que en la prosa; el poema no aspira ya a decir, sino a ser”.
Aunque puede resultar arriesgada, la referencia de Paz, aquí, es consistente: en Amarcord –y en otras obras de Fellini también–, la lógica lineal, como en el poema, se desvanece. El espectador asiste, en su lugar, a un flujo de incidentes o de episodios yuxtapuestos (Hollis Alpert habla de momentos o apariciones salidas de la noche y de la niebla), que configuran un fresco de un pueblo en un tiempo de la historia de Italia que no pretende decir, sino ser sentido.
“¡Le manine!”, exclama al inicio de la película Gina, la sirvienta de la casa de Titta, que sale a colgar ropa y ve en el aire las primeras pelusas de primavera. “Cuando llegan los vilanos, los fríos quedan olvidados”, añade a continuación el abuelo de la familia. “Con los vilanos volando, el invierno se va marchando”, reafirma un adolescente en el recreado centro de Rímini.
“En nuestro pueblo, los vilanos coinciden con la primavera –dice Giudizio, un vagabundo, quien mira a la cámara y habla como si recitara–. Son vilanos a la deriva. Van hacia aquí y van hacia allá, sobrevuelan el cementerio donde todos reposan en paz. Sobrevuelan la orilla del mar y a los alemanes que no sienten el frío. Vuelan, vuelan, vuelan”.
En este obstinado, insistente comienzo, la cámara lleva al espectador desde la casa familiar de Titta hasta el centro de Rímini, desde el cementerio hasta el Lungomare y el Grand Hotel, y pone ante sus ojos, al desnudo, il borgo (o el recuerdo que Fellini tiene del borgo) y a casi todo el elenco.
Es marzo, y el pueblo entero se prepara para celebrar la Segaveccia, fiesta que da fin al invierno e inaugura la primavera. Se habla de ella en la intimidad de las casas, en la calle, en la peluquería. La ciudad se agita en torno a la plaza Tre Martiri, el centro de la celebración. Grita, ríe, llora, baila y se eleva: es un gran canto coral común, hermanado, colectivo. “Un padre puede con cien hijos, pero cien hijos no pueden con un padre”; “Volpina, ¿has hecho hoy el amor?”; “Eres la mejor, Gradisca, Greta Garbo no está a tu altura”; “¡Ronald Coleman, estamos aquí!”. “¡Puedo, mando, quiero!”, anuncia, de pronto, Giudizio desde la cima de la pira. “¡Viva Giudizio!”, gritan los demás. Hay orquestas, carrozas y luces de parques de diversiones. La vieja bruja, una especie de muñeca de trapo de largos cabellos blancos, ingresa a la plaza en andas y se balancea. Es una condenada camino al cadalso. Rápido, alguien del público, provisto de un largo mechero, avanza y prende, por fin, el fuego inaugural que apagará los fríos y excitará los cuerpos de todo el pueblo.
“Una vez más –al decir de Alpert–, Fellini hace caso omiso de las convenciones narrativas lineales”. La forma del film es fragmentada y circular. Comienza con la aparición de los vilanos y termina un año después del mismo modo. Entre un momento y otro, las escenas transcurren en la mesa familiar, la escuela, la iglesia, el cine, la plaza, el mar, el campo, el manicomio, el hospital o el cementerio. Hay fechas o acontecimientos que marcan –van marcando– el pulso de los días: el desfile fascista, el paso del transatlántico Rex o la carrera de las Mil Millas. Finalmente, Gradisca, que siempre ha soñado con un romance duradero, se casa. “Nuestra Gradisca se nos va porque ha encontrado a su Gary Cooper”, dice alguien durante el festejo de bodas y pide un brindis. El vendedor ambulante del pueblo, Biscein, mira a la cámara y saluda, nos saluda: “¡Adiós a todos!”. Es el final. En la quietud de la campiña romañola, el ciego del acordeón se mece, y nosotros con él, al ritmo de la banda de Rota. Los invitados se despiden, se dispersan. La danza de los vilanos ha regresado.
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