Albert Camus y María Casarès, las cartas íntimas de un amor clandestino, uno de los grandes romances del Siglo XX
Del affaire entre el escritor francés y la actriz española se tuvo una verdadera dimensión de cuán profunda y sincera fue la relación sentimental gracias a la publicación de su correspondencia
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Tanto en Francia como en Canadá o en España: el incandescente affaire d’amour del escritor Albert Camus y la actriz María Casarès –documentado a través de las cartas que intercambiaron durante década y media, publicadas años atrás– sigue inspirando puestas teatrales, documentales, adaptaciones radiofónicas por el mundo.
Casi una contrarrevolución romántica: frente al cinismo en boga, el amor desinteresado, total de estos monstruos sagrados sigue flechando a artistas que se animan a la monumental tarea de condensar las casi 900 misivas en diversos formatos. Tal el caso de la versión escénica del dramaturgo Dany Boudreault en la aplaudida Je t’écris au milieu d’un bel orage, obra que repondrá en Canadá antes que termine el año. O, meses atrás, Casarès-Camus: una historia d’amor, puesta española dirigida por Mario Gas, a partir de una selección de estas cartas cuya traducción el sello Debate publicó en 2023.
En latitudes francesas, esa correspondencia –junto a entrevistas y anotaciones personales de los amantes– dieron origen a Une géographie amoureuse, pieza teatral dirigida por Elisabeth Chailloux, trazando así un palpitante mapa de este romance que se despliega entre caminos sinuosos, llanuras apacibles, ríos torrenciales.
Previamente, la legendaria Isabelle Adjani junto al actor Lambert Wilson habían dado vida a este amor en lecturas teatralizadas, donde la dramaturgia ponía de manifiesto el desgarro y la imposibilidad de cancelar una conexión tan fuerte, antaño descripta por la propia Casarès como “un amor que trasciende la medida de dos seres y lleva dentro todas las riquezas y todas las miserias del Universo”.
Quizás a Camus no le hubiesen disgustado demasiado estas adaptaciones. El teatro, después de todo, era el sitio donde decía sentirse más pleno. En una ocasión cercana al accidente automovilístico que le costó la vida en 1960, declaró que, frente a la soledad que exigía la literatura, prefería la camaradería que sucedía en las tablas, solo comparable a la del campo deportivo.
Un gran elogio proviniendo de este apasionado del fútbol que, de joven, había sido arquero de un equipo argelino. No tocaba de oído: adaptó novelas como Los demonios, de Dostoievski, espectáculo de casi cuatro horas que estrenó en el Théâtre Antoine con 24 intérpretes en escena. Por otra parte muy representado dramaturgo de controversiales obras como Calígula, Los justos, Los poseídos, vistas en Buenos Aires.
En aquella interviú no dijo lo que hoy resulta evidente: también Casarès –una mujer inteligente de rara belleza, dotada de un temperamento volcánico– fue para él razón de inefable felicidad. En sus cartas, él la llama “mi mirada clara”, “mi tierra hermosa”. “La vida sin ti es nieve eterna; contigo, el sol de oscuridad, el rocío del desierto”, se desborda y no se modera: “Te beso una y otra vez, por toda tu piel de verano”.
“Para mí, siempre has sido el genio de la vida, su gloria, su coraje, su paciencia, su brillantez. Te reíste cuando te dije que me enseñaste a vivir, pero era verdad”, le confiesa Camus a María. Y ella, notable escritora como lo confirmaría más tarde en sus memorias (Residente privilegiada), muestra la misma entrega incondicional a “mi tierno, mi dulce, mi luminoso amor”.
Se vieron por primera vez en una velada de marzo de 1944 en casa del escritor Michel Leiris; entre los invitados, la crème de la crème: Sartre, Beauvoir, Lacan, Bataille. Camus –que ya había hecho su brillante entrada en el mundo literario con la doble publicación de El extranjero y El mito de Sísifo– leyó en voz alta en algún momento de la noche.
Y su tonada cautivó a la joven Casarès, cuya prometedora carrera recién empezaba a despuntar, rumbo a convertirse en una de las más grandes actrices de su generación. Ella tenía 21 años; él, 30; ambos eran exiliados que habían encontrado en París su refugio.
María, española, había nacido en La Coruña; hija de Santiago Casares Quiroga, primer ministro de la Segunda República, dejó con su familia el país tras el golpe franquista, en 1936. Albert, argelino, había pasado su infancia en un barrio pobre bajo la protección de su querida madre. Y por aquel entonces, a pesar de estar casado con Francine Faure, vivía solo en París, todavía activamente involucrado en la Resistencia durante la Ocupación nazi.
María ya había actuado en Solness el constructor, de Ibsen, dirigida por Jean Marchat, quien –poco después de aquel encuentro– la convocó para El malentendido, una de las obras de Camus: inquietante parábola sobre una madre y su hija que asesinan a los clientes de su posada para robarles, y desconociendo a Jan, hijo pródigo que regresa a casa después de 25 años, se cumple inexorable la tragedia. (Una adaptación de esta obra puede verse actualmente en –¿dónde más apropiado?– el teatro porteño El extranjero, con dirección de Mariano Stolkiner).
Durante los ensayos en el Théâtre des Mathurins, actriz y autor cruzan miradas cómplices, pero las chispas se encendieron más adelante, en la madrugada del 6 de junio. Al alba, tras pasar horas bebiendo y bailando juntos en una fiesta en casa del director Charles Dullin, en Montmartre, Casarès y Camus salieron rumbo a la calle Vaneau, donde él se alojaba. Entonces, mientras las tropas aliadas desembarcaban en Normandía, ellos sellaron su pasión y pusieron en marcha un romance de película.
Los primeros tiempos fueron idílicos, pero esa dicha se interrumpió al cabo de unos meses. Cuando Francine, la esposa de Camus que había permanecido en Orán durante la guerra, se reúne con él en París, María decide poner fin a la relación a pesar de las súplicas de su amado. “Nunca me he sentido más indefenso”, se quiebra en el papel Camus.
“Te beso con estas lágrimas que no puedo derramar y que me ahogan”. Y le revela a María un deseo absurdo: “Que ningún otro hombre, después de mí, vuelva a tocarte. Sé que no es posible”. Luego vuelve a la cordura y le desea que no desperdicie “eso tan maravilloso que eres tú”. Cuando ya está todo dicho, se despide: “Adiós, amor mío. No olvides a quien te amó más que a su vida”.
Al año siguiente, Albert se convierte en padre; su mujer da a luz a los gemelos Jean y Catherine. Entretanto, Casarès –mujer libre y de temperamento intenso– hace todo cuanto puede para olvidarlo; se refugia en “ese infierno mágico que es el teatro”, recurre a otros abrazos…
Pero el destino les tenía reservado un guiño a los amantes: otro 6 de junio, esta vez de 1948, Albert y María se cruzaron por casualidad en el boulevard Saint-Germain, en el Barrio Latino. “Una vacilación imperceptible nos mantuvo a ambos en silencio durante un rato en la calle repentinamente vacía y silenciosa”, recordaría ella más tarde sobre ese instante sorpresivo.
Cuatro años después de aquella primera noche juntos, el vínculo se mantiene vivo, irresistible la atracción. Ya no volvieron a separarse, como dan fe las cartas –locas, tiernas, barrocas, tormentosas–, ininterrumpidas durante los siguientes doce años.
A partir de ese momento proseguirá el abrasador romance, acompañándose mutuamente mientras él corona su carrera con el Premio Nobel de Literatura en 1957 y ella es ya una consagradísima intérprete dramática, una estrella buscada por los más grandes directores de la época, incluidos prestigiosos cineastas.
Brilla en tragedias de Shakespeare, de Chéjov, de Marivaux; integra la Comédie-Française por un tiempo; participa del Théâtre National Populaire de Jean Vilar (que en 1957 la trajo por primera vez a la Argentina para presentar, frente a un colmado Colón, Tudor de Victor Hugo; seis años después, regresaría al país para protagonizar Yerma en el San Martín, con Alfredo Alcón y dirección de Margarita Xirgu). También actúa en otras obras de Camus, como El estado de sitio y Los justos. Y en cine sobresale en Les Enfants du paradis (de Marcel Carné), Les Dames du bois de Boulogne (Robert Bresson), Orphée (Jean Cocteau)…
Lejos de toda rivalidad, los ya célebres artistas se dan ánimos y consejos; se apoyan recíprocamente, viajan por el mundo –él dando conferencias, ella en giras triunfales–. “Nos amamos como los trenes que se cruzan en las estaciones”, le escribirá el autor de La peste a su chica en un diálogo que nunca decae, como tampoco menguan el cariño, el respeto y la confianza que se profesan.
Encuentran en la pluma una manera de estar cerca, y se escriben frenéticamente: en ocasiones, hasta tres veces el mismo día. “Si estuvieras aquí, caería sobre tu cuerpo como una tempestad, arrancaría todas las pieles y las lanas que te visten y me ceñiría al tronco terso de tu cuerpo, entre la luz”, le arroja el argelino. “Necesito tu cuerpo espigado, tus brazos flexibles, tu hermoso rostro, tu mirada clara que me trastorna, tu voz, tu sonrisa, tus manos, todo”, redobla la gallega que ha aprendido a hablar y escribir en francés a la perfección.
En la correspondencia, Albert se desnuda en su fragilidad como hombre casado y padre de familia, atrapado en este huracán pasional, mientras que María impone su vitalidad, su calma, su humor cáustico, su inteligencia. “Un amor, María, no se conquista luchando con el mundo, sino contra uno mismo”, le pontifica él. Y al tiempo se atempera sabiendo que “este abandono total de un corazón a otro, esta plenitud tranquila del alma, es al menos nuestra victoria y nuestra recompensa”.
Ningún tema será tabú entre ellos. María incluso le pregunta con frecuencia por sus hijos y se preocupa por el estado de salud de Francine. Casarès también soporta estoica el saber que él tiene otras amantes transitorias. “A veces te engañé. Nunca te traicioné”, se justifica Camus en ese carteo que solo se interrumpirá con la muerte del escritor en enero de 1960, suceso fatal sobre el que María dirá: “El único acontecimiento de su vida que escapa de mi comprensión”.
El 30 de diciembre de 1959, a poco de subirse al coche para el viaje en carretera que le costaría la vida, Camus le manda la última carta: “Hasta pronto, esplendorosa mía. Estoy tan contento al pensar en volver a verte que me río mientras te escribo. (…) De modo que no tengo ya razón para privarme de tu risa, ni de nuestras veladas, ni de mi patria. Te beso, te abrazo hasta el martes, en que te lo repetiré”.
La decisión de sacar a la luz las casi 900 misivas fue de Catherine, hija de Albert y responsable de su legado, que dudó mucho sobre qué debía hacer con estos “documentos tan íntimos”. Finalmente, tuvo la audacia y la voluntad de compartirlos. ¿Cómo llegaron a sus manos? Pues, cuando Camus muere, su amigo y vecino, el poeta René Char toma las cartas de María y se las entrega a su autora, por discreción, para resguardar la intimidad de los amantes.
Permanecen bajo tutela de Casarès hasta que, en los años 80, la hija de Camus la contacta. Por iniciativa de Catherine, se reúnen en una habitación de hotel donde discurren mientras devoran tabletas de chocolate; y en ese encuentro amable, le pide a la actriz ese extendido correo que intercambió con su padre. María accede; el resto es historia conocida.
Asimismo, para quienes han leído Correspondencia 1944-1959, resultan harto emocionantes las palabras que la hija, al salvar la gran historia romántica del padre, generosamente le dedica en el prólogo a la pareja, admirada de cómo aprendieron “a avanzar en el tenso hilo de un amor desprovisto de todo orgullo”, “sin separarse, sin dudar jamás, con la misma exigencia de claridad”.
“Gracias a los dos –anota Catherine–, sus cartas hacen que la Tierra sea más vasta, el espacio más luminoso, el aire más ligero simplemente porque han existido”.
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