Adelanto. Cuando la mentira es la verdad: el libro que se sumerge en el barro de la era K
Un extracto del ensayo de Héctor M. Guyot, publicado por editorial Ariel, que analiza los últimos veinte años de la vida política argentina
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Los diarios, por suerte, precisan tanto de periodistas especializados en un área específica como de aquellos de curiosidad dispersa que, a fuerza de oficio, aprenden a moverse con impunidad en géneros y temas variados. En mi caso, nunca fui un especialista en nada. Pero leo y escribo desde chico. Mi rango de intereses es amplio y tengo una inclinación natural a buscar relaciones entre las cosas. Eso marcó mi camino en el periodismo. Y acaso haya sido también esta disposición abierta la que un día me llevó a ampliar la temática de mis columnas y a incorporar en ellas a la política. A partir de allí, de una semana a la otra mis textos de opinión podían pasar sin transición de la literatura, la vida cotidiana o los efectos del cambio tecnológico a las trampas del kirchnerismo en el gobierno.
No es que haya invadido, en meditado avance, el terreno de los periodistas políticos y los analistas. Fue al revés: como antes, la política me vino a buscar. Mediante la malversación de la palabra y el estímulo de una polarización que cancelaba el diálogo, los Kirchner derramaban entonces la toxicidad de su proyecto político sobre la cultura, la vida diaria y las relaciones afectivas. Como les habrá pasado a tantos, no pude permanecer callado y al margen. Tal como en 1983, la política de mi país me impelía a pasar de la condición de testigo a la de modesto protagonista, aunque en circunstancias muy distintas. Antes, a través del voto y en medio de un clima celebratorio propiciado por una esperanza al alcance de la mano. Ahora, en el espacio de la columna semanal que el diario la nacion me había confiado (que era mi canal de expresión) y ante un proyecto de poder que apuntaba a acabar con esa esperanza.
En 1983 había sentido el llamado a participar en una construcción. Veinticinco años más tarde, la cuestión era meter los pies en el barro para no aceptar en silencio la destrucción de ese espacio común todavía en obra con el que habíamos soñado, aun desoyendo a amigos que me aconsejaban que dejara la política a un lado y siguiera escribiendo sobre mis cosas. Así, en esa columna de tema libre que publicaba los sábados, aquellos asuntos que sentía más míos y cercanos, entre ellos el relato de vivencias que consideraba universales, empezaron a dar paso a la urgencia. Y la urgencia, al menos la mía, era denunciar los engaños y la hipocresía que veía en el gobierno de los Kirchner.
Aquello era también una descarga. Muchas veces, admito, escribía desde la indignación. Cuando ese sentimiento era el punto de partida, la energía desde la que brotaba la escritura, me cuidaba de que no tiñera el texto. Principalmente, creo que he escrito sobre todo desde un sentimiento de perplejidad. Es decir, en el intento de explicarme a mí mismo cómo era posible que el cinismo diera tan buenos dividendos políticos y que la mentira pudiera prevalecer y resultar efectiva incluso cuando se oponía a las evidencias más incontrastables de la realidad.
Al principio, en una reacción mecánica, escribía para denunciar la mentira. Pero la mayor parte de las veces sentía que eso era inconducente. Lo necesario era describir el mecanismo del simulacro, tratar de entender por qué el engaño funcionaba tan bien y por qué una parte importante de la sociedad celebraba vivir en ese engaño.
En el fondo, había que salvar la palabra de la manipulación de la que era objeto. La palabra, el diálogo, es la base de la convivencia democrática. Los Kirchner la convirtieron en un arma para dividir al país y llevar adelante su ambición hegemónica. Así, la perversión de la palabra se extendió de la escena política al tejido social. Había que rescatarla de la degradación a la que era sometida, aunque más no fuera llamando a las cosas por su nombre.
Al mismo tiempo, esos escritos eran para mí una cuestión de higiene mental. Un recurso terapéutico, un acto de resistencia al estado de alienación colectiva que el kirchnerismo pretendía instalar. Por momentos, confieso, me parecía estar atrapado en una psicosis colectiva. Y necesitaba escribir, sencillamente, para no volverme loco. O para convencerme de que, en esa realidad puesta patas para arriba desde el mismo poder, el loco no era yo. Otras veces, en cambio, me decía que por perseverar en esa resistencia de tinta estaba relegando aquello que hasta allí había creído importante, aquello cuyo contacto me producía placer, como el mundo de los libros y las historias. Y entonces veía la cosa al revés: para no volverme loco, pensaba, necesitaba dejar de escribir sobre las mentiras del kirchnerismo. A cierta altura, la denuncia constante empezó a resultarme un ejercicio tedioso y repetitivo, aunque jamás se me escapó que lo que estaba en juego era la democracia republicana, que el populismo socavaba sin pausa desde el corazón mismo del sistema.
En cualquier caso, el dilema era recurrente los viernes, cuando me sentaba a hacer mi columna. ¿Debía dejar de lado la política? ¿Debía darles a los lectores un respiro de la asfixiante actualidad y convocar en mis notas esas cosas que siempre, a pesar de todo, ayudan a que la vida tenga sentido? ¿O debía responder a la urgencia? En esa tensión escribía. En esa tensión escribo.
Por otro lado, una duda existencial que compartíamos con otros colegas columnistas, allá cuando el kirchnerismo iba por todo y se pretendía eterno, nos atenazaba. ¿Para qué escribir, si el país estaba tan dividido que todo sería leído desde dos ópticas cristalizadas y solo favorecería la profundización de la grieta? Además, ¿de qué servía el esfuerzo si, a pesar de lo que publicáramos, Cristina Kirchner seguía avanzando sobre las instituciones a paso redoblado? Traté de responderme estas preguntas en una columna de marzo de 2013 que, parafraseando una vieja canción de Sui Generis, titulé “¿Para quién escribimos entonces?”. Allí decía: “Lo que contamina la convivencia como una nube invisible que vuelve tóxico el aire que respiramos es el uso de la palabra como mero instrumento de aniquilación. En lugar de hospedar ideas, hoy las palabras son armas. Lo que vale es su poder letal. Las razones y los argumentos que describen, por más lúcidos que sean, carecen de importancia, porque no hay nadie del otro lado dispuesto a escucharlos”. La conclusión era cantada, aunque por entonces sonaba fuerte: “Hoy en la Argentina no parece haber diálogo posible”. Así las cosas, ¿para quién escribir? ¿Y para qué?
No encontré la respuesta en aquella columna, pero seguí escribiendo. Quizás porque, como dije antes, escribía en primer lugar para mí mismo. Nunca me consideré un analista político. No me interesa particularmente la lucha por el poder. Me meto en las aguas de la política cuando me siento agraviado por lo que los gobernantes hacen. Eso determina el lugar desde donde escribo, cercano al del ciudadano común que de pronto deja de lado sus asuntos porque siente que el poder le jode la vida. Percibo esa identificación con el ciudadano cuando leo los comentarios en el foro de mis columnas. Nos igualan las mismas perplejidades y la misma indignación. Y nada me causa más satisfacción que ver cómo la columna se completa y mejora con las reflexiones que despierta entre los foristas, muchos de los cuales, presumo, han mantenido con el kirchnerismo una relación parecida a la mía.
Por otro lado, los comentarios de aquellos que piensan diferente y defienden el kirchnerismo sin atacar ni ofender al escriba y a los foristas me reconcilian con la esperanza de que alguna vez, pasado el temblor, la sociedad argentina recuperará el diálogo. Precisamente, el disenso, pensar distinto, es una invitación al diálogo, siempre y cuando uno de los términos de la ecuación no tenga por objetivo anular la palabra del otro para imponer un monólogo.
Esto último, sin embargo, fue lo que se propuso el kirchnerismo y lo que promovió su jefa como si se tratara de una guerra religiosa. Y aquí llego, me parece, a la razón esencial por la cual me mantuve durante años en una trinchera en la que jamás había imaginado estar. La “denuncia textual” del kirchnerismo fue un acto de defensa propia, al que después se sumó la sospecha de que esa defensa reflejaba al mismo tiempo una necesidad más amplia de carácter colectivo, la de aquellos que decían sentirse representados por lo que escribía. Había que defender la verdad de los hechos, la buena fe, pero sobre todo las instituciones de la democracia, de pronto asediadas por un poder dispuesto a reemplazar la ley por la voluntad de una persona que buscaba tener al país en un puño. Era un sentir de muchos. Y muchos de esos muchos, en los comentarios, aprovechaban la convocatoria de mi voz para sumar la propia e iniciar una conversación en la que, por respeto al espacio ajeno, y después de haber propiciado el encuentro, yo no intervenía.
Esa trinchera fue siempre defensiva. Una suerte de “no pasarán”. Lo paradójico de esa defensa es que muchas veces fue leída, por ingenuidad o cinismo, como un ataque que profundizaba la polarización o la grieta. Nunca hubo intención de dividir en mis columnas. Por supuesto, para el kirchnerismo toda crítica es parte del “discurso del odio” y la aprovecha para profundizar el divorcio entre “ellos y nosotros”. A mayor clima de polarización, más permea el relato, ariete con el cual han avanzado los soldados de Cristina para romper el dique de defensa de las instituciones.
En ese gesto de defensa busqué dejar lo personal de lado. Fue un modo de mantener a raya los sentimientos negativos. Nunca sentí animosidad hacia ninguno de los kirchneristas de armas tomar, de la jefa para abajo. En lo personal, no tengo nada contra ninguno de ellos. Tampoco contra sus ideas de fondo, en el caso de aquellos que las tienen. Si aceptaran el disenso y no trataran de imponerlas violando las reglas de juego, serían parte del debate democrático.
Más allá de esta acción defensiva, siempre se filtró en esos escritos, como dije, un sentimiento de perplejidad ante el estado de alienación en el que sumió al país la praxis política del populismo. ¿Cómo explicar o analizar, por ejemplo, la escena surreal de un López armado que, en medio de la noche, entrega bolsos con millones de dólares a monjitas de gesto piadoso? ¿Cómo explicar que a pesar de esa imagen y de otras similares el kirchnerismo haya vuelto al poder a través de elecciones libres? Muchas de las acciones delictivas de los Kirchner y compañía, así como sus constantes trampas en el terreno institucional, eran analizadas por buena parte de la prensa como si fueran parte del juego democrático o como travesuras que, por su ingenio para sacar ventaja, incluso podían ser festejas entrelíneas. En contra de lo que tanto se ha dicho, creo que entonces a la prensa le sobraban artículos de análisis y le faltaban textos de opinión que valoraran con altura y fundamento la degradación institucional. Gradualmente, el kirchnerismo llevó a la sociedad argentina a naturalizar lo inadmisible. Cuando nos quisimos dar cuenta, era tarde.
Por todo esto, al escribir sobre la deriva política de los últimos años, hay un interrogante que siempre vuelve: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué momento nos jodimos? Creo necesaria una mirada retrospectiva que nos ayude a advertir cuándo y en qué nos equivocamos como sociedad. También, qué ha representado y representa el kirchnerismo en el devenir de la historia argentina, y qué responsabilidad tienen los distintos sectores en este presente de un país sin rumbo donde casi la mitad de su población se debate entre la indigencia y la pobreza. (…)
Mientras escribía esta introducción invoqué, sin proponérmelo, el espíritu de 1983. La escritura es más sabia que nosotros. Me llevó hasta ese momento de la historia, íntima y colectiva, en la que confiábamos en nuestra capacidad de construir una vida mejor, para nosotros y los demás. Es necesario recuperar esa confianza. Creo que la posibilidad de revertir la curva del deterioro reside en la resistencia de aquellos que, ante los desvaríos del kirchnerismo, dejaron su silencio de lado y se hicieron oír, en la certeza de que no es posible pensar en una prosperidad individual divorciada de la suerte que, como sociedad, nos comprende a todos.
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