Tiempos difíciles. Por qué es más importante tener esperanza que ser optimistas
Si bien se las usa en el mismo sentido, estas palabras reflejan ideas diferentes
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No son tiempos fáciles para sentirse optimista. Pero sí para la esperanza. Aunque muchas veces se los use en el mismo sentido, lo que expresan estas dos palabras es diferente. El optimista confía en que todo lo que vendrá será mejor, en que las cosas van a salir bien y en que hay que pensar positivamente para que los pensamientos de ese tipo se materialicen.
Quienes, llamándose a sí mismos “optimistas por naturaleza”, dan por sentado que así será, y se dedican a aguardar las buenas nuevas. El esperanzado, en cambio, es consciente de lo difícil de una situación, siente necesidad de cambiarla y está dispuesto a hacer algo para que ello ocurra, aun cuando no haya garantía alguna sobre el resultado.
El ensayista y crítico cultural inglés Terry Eagleton, cuyo pensamiento tiene el filo de un bisturí y alcanza las profundidades de un submarino, afirma que la esperanza y el optimismo son irreconciliables. En su libro Esperanza sin optimismo apunta que mientras la primera acepta el dolor, el segundo lo niega. A esa negación otro sólido pensador británico, el filósofo Roger Scruton (1944-2020), la denomina “optimismo inescrupuloso”. En Usos del pesimismo pone en tal categoría a quienes, ilusionados por la convicción de que lo bueno vendrá inevitablemente, piensan que no hay que agitarse ni transpirar trabajando para provocarlo.
Scruton dice que esa actitud no es siquiera un salto de fe, sino una muestra de la deserción de la razón. Llama a tal optimismo “la falacia del mejor caso posible”. Frente al optimista inescrupuloso se encuentra, para este pensador, el escrupuloso, que conoce la utilidad del pesimismo, mide las posibilidades, estudia la situación, estima el alcance del problema, consulta sus recursos y sólo desde ahí toma una decisión y actúa. Siempre sin garantías.
En la esperanza, advierte a su vez Eagleton, se busca una meta que puede ser improbable, pero no imposible. El esperanzado asume un riesgo, lo improbable podría no probarse, pero está dispuesto a trabajar o a luchar por ello e incluye en su equipaje al dolor y a la frustración. En la esperanza hay una trama que liga al presente con el futuro, dice. Pero esa ligazón no se produce sola ni mágicamente. Hay que escribir la trama con actitudes, con acciones. Esperanza, recuerda Eagleton, proviene de esperar. Y sólo pueden esperar quienes lo hacen de manera activa, comprometida, y son capaces de nombrar, definir y describir aquello que esperan.
El psicólogo estadounidense Charles Richard Snyder (1944-2006) formuló en 1989 la Teoría de la Esperanza tras investigar desde la Universidad de Kansas a personas de esas características. Y encontró en ellas tres factores determinantes: metas, caminos y protagonismo. Tenían un objetivo, un propósito que los impulsaba, algo concreto que esperar. Tenían caminos a seguir, es decir estrategias y planes que les permitirían andar en la dirección del propósito. Y, aunque el objetivo fuera difícil y pudiera no alcanzarse, se consideraban capaces y con recursos para actuar en función del logro. En un ensayo publicado en la revista digital Aeon, David B. Feldman, profesor de psicología en la universidad de Santa Clara, en California, lo dice así: “Lejos de ser un pensamiento positivo ingenuo, la esperanza es un conjunto de creencias realistas, pero con visión de futuro, que impulsan nuestros esfuerzos para lograr un porvenir mejor”.
Cuando los tiempos son sombríos el mero optimismo puede ser, al no cumplirse, el preámbulo de la ansiedad o de la depresión. La esperanza, en cambio, nos mueve de la expectativa pasiva, nos saca del victimismo, del círculo vicioso y plañidero de la queja, de la furia contra los astros o el destino, y nos pone a andar. Cinco siglos antes de Cristo, en el pequeño condado chino de Lu, el maestro Confucio aconsejaba: “Antes que maldecir la oscuridad es mejor encender una vela”.
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