A los 97 años, Abrasha Rotenberg, el cofundador del diario La Opinión, dice: “Quisimos cambiar el mundo. Fracasamos”
El escritor, periodista y empresario, padre de Cecilia Roth y Ariel Rot, habla del futuro, la situación en Medio Oriente y la guerra en Ucrania. “Añoro la épica de los sueños”
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El “pecado” de Borges, aquellas palabras de dolor que nacieron por la pérdida de su madre: He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz, en la voz de Abrasha Rotenberg se transforman: “Yo cometí un pecado menor, fui feliz y no me daba cuenta”, dice a los 97 años el hombre que nació en Teofipol, una aldea del oeste de Ucrania de unos 900 habitantes que formaba parte de la Unión Soviética, “un lugar que ya no existe”.
Verdes, claros, oscuros, brillantes que cambian con las horas del día se meten, como un cuadro más, en el departamento de Rotenberg. Es el Jardín Botánico enmarcado entre torres y un río que se dibuja en el fondo. Vestido de tonos claros, “Abrasha”, como le decían de niño a Abraham, nació en 1926 y participó en la fundación de las revistas Primera Plana y Confirmado y el diario La Opinión.
En 1976 tuvo que exiliarse, en plena dictadura militar, y se instaló en España junto con su pareja, la cantante, pianista y musicóloga argentina Dina Rot y los hijos de ambos, la actriz Cecilia Roth y el músico Ariel Rot. Allí, en esas tierras que lo acobijaron por más de 30 años, creó la editorial Altalena junto con Manuel Aguilar.
– Después de 37 años, ¿por qué decidió volver?
–Háblame de vos [pide por favor]... Con Dina sentimos que habían pasado muchos años. Cecilia y mi nieto estaban acá. Ariel tiene un mundo allá, en España, es una persona muy querida, muy apreciada. Con Dina queríamos ver crecer a Martín [el hijo de Cecilia y Fito Páez]. Volver a lo nuestro –hace una pausa–. Yo soy muy argentino, mis defectos son bien argentinos y mis virtudes, si las tengo, también. Dina... [intenta contener la emoción]. A mí la pandemia me dañó mucho. Dina se contagió un virus en el hospital, del que no se recuperó… Casi 70 años estuvimos juntos y fue una experiencia hermosa. Tres años ya [falleció el 28 de octubre de 2020].
En los portarretratos acomodados en la repisa del living se la ve a Dina sonriente, en familia, con amigos, abrazada a la vida, a la música, a la canción tradicional judía, a la poesía. Puso voz a textos de Violeta Parra, Pablo Neruda, César Vallejo, Raúl González Tuñón, Gabriela Mistral, Juan Gelman [fue vetada por cantar a Gelman luego del golpe de 1976]. Cerca del ventanal que da al jardín botánico que lleva el nombre de su creador, Carlos Thays, un teclado guarda sonidos en el silencio.
“Está presente en nuestra casa. Una mujer de una gran generosidad, enferma de modestia. Hacía las cosas por placer. Fue muy duro. En fin –aclara la voz sin disimular el dolor–. Es una pérdida… ¿sabés lo que me ocurre? Fue hace tres años y todavía, si leo algo, la busco para comentárselo. A mí me hace falta. Fueron muchos años y el tiempo pasa –vuelve a hacer una pausa–. No me doy cuenta de la edad que tengo, sigo haciendo planes. Escribí un libro, El moscovita desesperado (Hugo Benjamín), lo presenté en la Biblioteca Nacional, y sigo haciendo planes de acá a 15 años…”.
Para Fito Páez, Rotenberg es “El intelectual que no intenta salvar el mundo. Ni siquiera explicarlo”
–Tengo entendido que pensás hacerle caso a lo que dijo Dios en el Genésis: Mi Espíritu no luchará para siempre con el hombre, porque ciertamente él es carne. Serán, pues, sus días 120 años.
–Una obligación, ahí bien lo dice, será 120 años. Estoy cumpliendo, lo que tengo miedo es pasarme (ríe). Sinceramente no me doy cuenta de la edad que tengo y me sorprendo pensando cosas que pasaron hace tanto tiempo, doliéndome el mundo, doliéndome lo que ocurre en Ucrania, mi Ucrania. Hay momentos en los que evocó aquellos años, tengo memoria de cuando tenía tres años y lo que me quedó del pueblito donde nací, Teofipol, fue el cántico de los segadores que venían del campo al atardecer y cantaban esas canciones que les salía de las entrañas, era tan bello. Me acuerdo que me sentaba en la puerta de la casa de mi abuelo esperando que llegaran los campesinos al atardecer. La imagen de Ucrania para mí, además de otras, es el recuerdo de esas voces, de esos cánticos. Era una vida buena, una vida de la que me hablaban mis tíos, que eran del Partido Comunista. Ellos hablaban del hombre nuevo. Yo nací con la esperanza, ellos me convencieron que era posible cambiar el mundo. En cambio, en la casa de mi abuelo se hablaba muchas veces en voz baja, para que no escucháramos mis primos y yo. Seguramente allí no se hablaban cosas buenas de ese régimen, pero mis tíos, con los que viví mucho, sobre todo con uno, que fue un personaje muy hermoso en mi vida, me habló tanto de ese nuevo mundo. Él llegó a ser coronel del ejército soviético, entró con las tropas a Berlín, fue parte de la administración del sector soviético de Berlín. Hasta que la vida lo llevó a Nueva York, donde murió con el pecho cubierto de medallas, a los 102 años. Era un ser único que influyó mucho en mi vida, en mis sueños. La vida –reflexiona–. La hambruna, yo la pasé con mis tíos, que eran cinco o seis hermanos de mi mamá. Gente maravillosa, interesada por la literatura, la cultura rusa. Y en estas imágenes, en esa Ucrania con hambre, tengo la imagen de mi abuela, sentada, allí en un rincón del jardín que rodeaba la casa de mi abuelo. Me llamaba y me contaba lo que estaba leyendo. Yo quedaba fascinado con esas historias. Aparecen esos recuerdos. Esos sueños.
–Soy de una generación que quiso cambiar el mundo. Fracasamos, el mundo nos cambió a nosotros. De esta manera te presentás en tu cuenta de Instagram.
–Y sí, el sueño se transformó en un absoluto fracaso. Nací en un mundo que hablaba de esperanzas, en el que teníamos un sueño, íbamos a cambiar el mundo, iba a nacer el hombre nuevo, el de una sociedad equitativa. En la Unión Soviética, donde yo crecí, se pensaba que iba a desaparecer la explotación del hombre por el hombre. Pero no. Nací nueve años después de la revolución rusa. En Italia, en 1922, Mussolini tomó el poder e instaló todo lo opuesto. Años después, en 1933, subió Adolf Hitler en Alemania, la violencia, la guerra, la persecución a los judíos, a los gitanos, a los homosexuales. En el 36, la Guerra Civil Española. Tres años después, estalló la Segunda Guerra Mundial. Éramos muchos los que pensábamos que podíamos cambiar el mundo. ¿Qué pasó con ese sueño? Voy a morir con esos sueños destrozados. Fue el fracaso de una ideología, muy doloroso, pero por suerte ya no hay más ideologías. Hoy estamos en medio de otra revolución.
–¿Qué revolución?
–La de la era de la inteligencia artificial, cuyo significado aún no entendemos porque va a una velocidad mucho más rápida que la de nuestra inteligencia. No sabemos cómo interpretarla. Va a cambiar el mundo totalmente y no nos damos cuenta, seguimos hablando como en el siglo XIX, XX, sin darnos cuenta de que dentro de no muchos años, 20, quizá, el mundo va ser distinto, va a cambiar. Vamos a sufrir mucho y luego vamos a disfrutar de este mundo.
–Ojalá lleguemos a disfrutar.
–Yo creo que sí.
–Como buen “optimista escéptico”.
–No, como un escéptico optimista. Hay algo muy triste en la historia de la humanidad. Tecnológicamente, técnicamente el hombre ha evolucionado a una velocidad inconmensurable a comparación del hombre de las cavernas, pero éticamente, sensiblemente, avanzamos 10 centímetros, no somos muy distintos. Sí, sabemos mentir mejor, pero somos lo mismo y cuando estalla de pronto algún político, para no decir nombres, aparece el hombre de la caverna que tiene metido en sus entrañas. Está presente, no pudimos escaparnos de él, en cambio sí volamos a Marte. Me preguntás si sirve lo uno sin lo otro... no lo sé. Siento curiosidad y la curiosidad que tengo no es por vivir años, no es lo mismo tener 50 que 97 y 6 meses. Sí, ahora cuento los meses, ya no miro el calendario sino el reloj. Tendremos que esperar para ver qué ocurre. La Revolución Industrial tardó más de 200 años en desarrollarse, en llegar a su cúspide y fracasar. Lo que añoro es la épica de los sueños, la idea de que esto iba a cambiar, de que la sociedad iba a ser mucho más justa, mucho más equitativa, donde la esperanza era casi una obligación. Estamos totalmente lejos de todo eso. El otro no importa nada. Hay una frase de Simone de Beauvoir que me gusta mucho: lo peor de la tragedia es que uno se habitúa. Y es así, nos parece normal que duerman, tres, cuatro personas o familias enteras en la calle, a la entrada de tu casa. En mi juventud, queríamos transformar el mundo, lo que veo ahora es que no lo quieren cambiar, buscan encontrar el lugar, el sitio más favorable para cada uno. Lo que me entristece, sobre todo en Latinoamérica, es que la política dejó de ser una vocación de servicio.
–¿En qué se transformó?
–En una clase social que busca ventajas para ella y no para la función que tendría que tener, eso es terrible, porque estamos acorralados. No creo que el Estado tenga que resolver la totalidad de tus problemas, pero sí creo en el Estado que tiene que acompañarte desde que nacés hasta los 18 años, por decir una edad. Salud, alimentación, educación. Te tiene que dar una formación, la oportunidad de estudiar, de ir a la universidad. Y en esto, quiero ser claro: yo creo que la universidad tiene que ser gratuita, pero selectiva. No pueden entrar 100 y terminar cinco, porque eso cuesta mucho. Tienen que entrar los que de verdad les interesa. No hay lugar en el mundo donde ocurre esto. Muchos lo viven como un mérito y para mí es un defecto. Tiene que ser gratuita, absolutamente, pero deben entrar los que están preparados, los que tienen un nivel para hacerlo, hay que prepararlos, acompañarlos para que así sea. También está el Estado que quiere reemplazar la labor de los individuos, sometiéndolos absolutamente a sus intereses. Ese Estado no me gusta, el de clase social nueva, la de los políticos que tienden a enriquecerse a cualquier costa. No a costa de ayudar a la gente, sino a costa de ayudarse a enriquecerse ellos mismos. No todos son así, claro, pero muchísimos otros, sí.
–Recién hablábamos de tu infancia en Ucrania con tus tíos, tus abuelos, tu madre, de aquel pequeño pueblo. Luego, viviste en Moscú, casi dos años y también en la frontera entre la Rusia europea y la asiática. El 24 de febrero de 2022, Rusia invadió Ucrania y comenzó una guerra. ¿Qué pensás al respecto?
–Una tragedia. En la escuela primaria se estudiaba el ruso, no el ucraniano. En casa se hablaba el ucraniano, como el idioma cotidiano. Vladimir Putin quiere rusificar, como lo hizo Pedro el Grande, Stalin, donde la cultura rusa estaba por encima de las locales, de las tierras que se independizaron. Rusia, en una época comenzó teniendo a Kiev como capital, fue Pedro el Grande el que “inventó” Moscú. Putin pretende Zaporiyia, la zona industrial, donde se encuentra la central nuclear. Una ciudad que conozco, en la que vivió tanta gente querida. Putin cree que es Pedro el Grande, pero esa Rusia no existe más.
–Imagino que también debés estar muy atento a lo que ocurre en Israel y la Franja de Gaza, tras el ataque de grupo terrorista Hamas.
–En los 50 fui a estudiar a Israel, tuve la oportunidad de hacerlo porque había trabajado en la Embajada de Israel en la Argentina [se recibió de contador público nacional en la facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires; en Israel continuó sus estudios de Economía y Sociología y se recibió de Licenciado en Economía en la Universidad Complutense de Madrid]. Fue una época muy feliz. Me sentí libre. Era otro mundo, un mundo nuevo. Tiene que ver con mi identidad, pero para que lo entiendas… Tenía 10 años cuando ingresé al movimiento juvenil Hashomer Hatzair, luego de que un primo pensara que me podía ayudar estar con otros chicos, que eran más grandes.
“En ese lugar encontré una respuesta a las contradicciones de mi propia identidad judía laica, atea y antirreligiosa. Luego con Mapam [partido de izquierda asociado al marxismo], que era una mayoría muy sólida en Israel y que apoyaba la idea de los kibutz, las comunas... Hice mía la ideología: Estado binacional. Era otra época. Tiene que haber paz. Lamentablemente lo que pasa en Israel ocurre en el mundo, la izquierda fracasó y nuestros sueños se transformaron en pesadillas. Ahora hay que ser pragmático y decir hay que luchar para que la humanidad tenga los derechos que le permitan ser. Y eso significa, en estos tiempos dar conocimiento, salud, aprendizaje, tranquilidad social y el derecho de pensar distinto. Hoy, Israel tiene el pie puesto en la revolución de la inteligencia artificial y en ese sentido, está muy desarrollado. Pero uno de los grandes inconvenientes que tiene son los ultras religiosos, que son tan fanáticos como los ultras de cualquier otra religión. No puedo pensar como ellos, porque independientemente de la religión, de lo que quieran pensar, hay un hombre o una mujer y eso hay que respetarlo. No porque piensen distinto son enemigos, porque tu circunstancia, tu modo de vida, tu familia, tu religión, tu tradición, te lleva a ese pensamiento. Podemos intercambiar ideas, pero ser intransigente porque vos no pensás como yo, me parece una de las canalladas de nuestra época. Terrible y no solo ocurre con las ideologías políticas, religiosas, pasa hasta en el fútbol. Es doloroso. Es muy difícil convencer, además ante argumentos refutables cuando hay una fe inamovible. Contra la fe no hay argumentos. Tiene que haber dos estados, tiene que haber paz”.
–Judío ateo, ¿así te definís?
–Soy ateo, con una formación judía. Mi judaísmo no es religioso, es cultural.
Mañana, en la Biblioteca Nacional se realizará un encuentro que celebrará los 75 años del periódico Nueva Sion. “Yo estuve en el diario desde su fundación en 1948 hasta abril de 1950 –comenta–. Estaba hecho por aficionados. Solo había alguien experimentado que tomó la iniciativa, Nissim Elnecavé. Reflejaba el pensamiento de la izquierda sionista, la que creía en una relación de total hermandad con los árabes. El diario surgió el mismo año que se creó el Estados de Israel, época en que la Argentina gobernaba Juan Domingo Perón y la libertad de expresión estaba limitada por la mitad. Si vos apoyabas a Perón o eras peronista, eras el hombre más libre, sino, había miedo. Ahora se han idealizado aquellos años, pero los que no éramos peronistas la pasábamos mal. Nueva Sion nunca se metió en política argentina porque era muy peligroso. Con el golpe [de 1976] cerró seis años, pero aún se mantiene”.
–Jacobo Timerman también pasó por aquella redacción.
–Sí, en 1950, estuvo poco tiempo en la redacción. Jacobo fue una de las personas más inteligentes que conocí en mi vida. Lo conocí a los 14 años, fuimos amigos durante mucho tiempo.
–Juntos dieron luz a La Opinión, un diario que se definió como el medio para “la inmensa minoría”, cuya línea estaba marcada, según decía Timerman: A la derecha en economía, centrista en política y a la izquierda en cultura.
–El 4 de mayo, el día del cumpleaños de Javier, el menor de los hijos de Jacobo y también el mío, salió el primer número. Era 1971. Me hice cargo del proyecto económico-financiero, iba continuamente a la redacción. Fue una de las experiencias más fascinantes de mi vida. Me marcó. La noticia tenía un significado y los periodistas la interpretaban. La Opinión y la revista Primera Plana reunieron a un gran equipo de periodistas, intelectuales y escritores, que ofrecían un punto de inflexión de personalidades tan diferentes como Juan Gelman, Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Terragno, Horacio Verbitsky.
–Por un tiempo fuiste el director del diario [en junio de 1972, una bomba explotó en la redacción y otra en la puerta de la casa de Timerman].
–Las circunstancias me llevaron a tomar la dirección de La Opinión. Jacobo tuvo que salir del país, no fue por mucho tiempo, ocho meses. En esa época la redacción era un baile de máscaras. En mi libro [Historia confidencial: La Opinión y otros olvidos] cuento lo que ocurría. Muchos de los que estaban allí tenían una doble personalidad. Era muy difícil darse cuenta en realidad de quién era quién. En esos tiempos no teníamos conciencia del riesgo que corríamos. Luego llegó el exilio, 37 años en Madrid.
–¿Dolió demasiado?
–Siempre digo que el exilio puede ser muy doloroso, pero también, lo fue para mí, puede ser un lugar de enriquecimiento personal.
Ocho años tenía Abrasha cuando llegó a Buenos Aires en el barco Cap Arcona. Lo esperaba su padre, al que no conocía. “Tuvo una vida dura. Dejó la Unión Soviética a los 22 años. No tenía futuro allí. No era del partido, ni obrero, ni ingeniero, nada… Para los soviéticos era un parásito: no tenía educación, formación… Se escapó y se vino a la Argentina, donde vivía un hermano –cuenta y la mirada parece perderse en el tiempo–. Mi mamá era una mujer increíble, que se atrevía con los desafíos. Llegar a Buenos Aires requirió de un gran esfuerzo. Cuando mi padre se fue, ella consiguió un trabajo en Magnitogorsk [ciudad rusa, en la ladera de los montes Urales], donde vivimos un año, en una casa de chapa, con un frío espantoso. Una vida muy sacrificada, se forjaba el acero. Vivir allí, ese sacrificio te permitía ser un “privilegiado” en Moscú. Con mi madre estuvimos en una casa colectiva frente a la Plaza Roja. Cuando conseguimos la visa para salir y tomar el barco que nos llevaría a la Argentina, fuimos a Berlín. El barco partía de Bremen. Noviembre de 1933. Imagínate, estábamos en la Alemania de Hitler. Estuvimos unos meses ahí, dos meses. Allí vi a esos chicos hermosos, muy enérgicos, cantando, marchando. Fue muy impresionante. Yo venía del comunismo ruso que era muy triste y estos jóvenes se mostraban alegres. Estaba fascinado con esos desfiles. En la Argentina me enteré de que era judío. Vivía en La Paternal, frente a la vieja fábrica Pirelli, en la calle Vírgenes, ahora Galicia, y Morelos. Era un barrio multicultural, un típico exponente de la inmigración europea. Todos se conocían, pero no siempre se llevaban bien, no congeniaban. Los italianos se enfrentaban entre fascistas y antifascistas, los españoles entre republicanos y monárquicos. Todos completamente enfrentados. La única unanimidad era el prejuicio a los judíos. Me decían, al comienzo no entendía: “¡Asesino de Cristo!”. Eso me marcó. Mi padre tuvo una vida muy difícil –hace un silencio profundo–. Creía que en el futuro lo iba a disfrutar”.
–¿No fue así?
–Yo no hablaba con él, hasta que se enfermó. Murió a los 62 años de cáncer. Lo cuidé, mi madre estaba muy agotada ya. Había que atenderlo todo el día. Al principio iba, mirábamos televisión y empezamos a comentar cosas que ocurrían y así empezamos a conocernos. Fueron seis meses de una entrega total. Descubrí a un hombre extraordinario. ¡Cómo no me di cuenta! Lo que se sacrificó para traernos, las cosas que vivió, por las que pasó. Yo pensaba que no me quería. Cuando estaba mal me dijo: “Yo no sabía que tenía un hijo así”. Y yo le dije: “No sabía que tenía un padre así”. Después de muerto su figura fue creciendo para mí. En mi memoria comenzaron aparecer detalles, pequeños detalles. Yo creía que no me quería y de pronto me acordé que estuvo a mi lado en distintos momentos, pequeños, como cuando tuve fiebre y él estuvo a mi lado, preocupado. Qué doloroso. Cómo no me di cuenta antes. Pensamos que el tiempo no pasa. Hay que darse cuenta antes. Me perdí algo.
Este libro –El moscovita desesperado–, que podría ser una bitácora de vida, se manifiesta con la liviandad que otorga el implacable paso del tiempo, comentó Fito Páez en la presentación del libro que se realizó en la Biblioteca Nacional. El volumen reúne cinco cuentos que, como dice Fito, se detienen en la observación minuciosa del autor, en algunos de los dilemas ideológicos en los que se ha visto envuelto en sus casi cien años de vida. Los narra con humor y con una rabia hoy transformada en sabiduría. En Moscú y en Buenos Aires. En Ginebra y en una París imaginaria. Él es un hombre que siempre supo que en todas las discusiones todos llevan algo de razón. Más sabiendo de antemano que la razón es solo un pequeño veneno inyectado por la cultura en nuestros corazones que solo produce el inmediato adormecimiento de lo mejor de nosotros mismos. Que cuanto más jóvenes, más hormonas en ebullición y por ende menos tendencia a la reflexión y/o a escuchar al otro. Abrasha es el intelectual que no intenta salvar el mundo. Ni siquiera explicarlo. Es un recopilador de culturas.
“Agradecido a esas palabras, ¡cuánta profundidad! ¡qué visión la de Fito! Lo digo más allá del cariño. ¡Cuánta pasión, amor! –suspira–. Lo que necesito en la vida es la pasión por algo, no perder nunca el interés por las cosas, aún por las que pueden parecer insignificantes. La vida es eso”.
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