A la deriva: hijos huérfanos con padres vivos y físicamente presentes, pero ausentes
El 14 de noviembre de 1938 se estrenó en el Théâtre des Ambassadeurs, en París, la obra Los padres terribles, que Jean Cocteau escribió para su amiga, la actriz Yvonne de Bray, quien no pudo protagonizarla por razones de salud. Cocteau (1892-1963), uno de los intelectuales más brillantes del siglo XX, dramaturgo, novelista, cineasta, poeta, protagonista e impulsor de las vanguardias artísticas, proponía una mirada crítica y cáustica sobre la supuesta pureza y santidad de la familia burguesa, y lo hacía jugando con maestría en una zona de fronteras entre la farsa, el vaudeville y el drama. Convertida en película en 1948, y dirigida por el propio Cocteau, ahora sí con la actuación de Yvonne de Bray, y Jean Marais, que fue amante del autor, Los padres terribles tuvo numerosas y exitosas representaciones en todo el mundo.
Había sido puesta en escena en Buenos Aires en 2007, con la dirección de Alejandra Ciurlanti y la actuación de Mirta Busnelli, Luis Machín, Noemí Frenkel, María Alché y Nahuel Pérez Biscayart. Y regresó ahora, en una versión modificada y dirigida por Daniel Veronese, con Luis Ziembrowski, Ana Katz, Ana Garibaldi, Sofía Gala Castiglione y Max Suen. Veronese respeta la trama, pero invierte características y vínculos entre personajes para otorgar a la obra una actualidad candente e ineludible.
Una familia en la que se cruzan, entretejen y encubren amoríos, infidelidades y traiciones entre propios y ajenos se convierte en muestra viviente de lo que, en los albores de este siglo, el sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) llamó amor líquido. El amor tal como se manifiesta en un tiempo en el que todo fluye a mayor velocidad cada vez, en el que ninguna forma permanece, ni las ideas, ni las convicciones se sostienen, todo es fugaz y descartable.
La ansiedad, la aceleración y la alienación exigen resultados, desprecian los procesos, la memoria es remplazada por el olvido y las personas ya no son ciudadanos, sino sólo consumidores, que, como tales, se consumen también entre sí.
La actual versión de Los padres terribles (aquí no se revelarán detalles de la trama, porque merece ser vista) evidencia el modo en que los vínculos, incluso los más íntimos, reflejan el encapsulamiento del individuo contemporáneo, la conversión del otro (así sea hijo, hermano o hermana, cónyuge o pareja) en un simple objeto al servicio del deseo propio, y cómo, una vez cosificado, se usa y se tira sin miramientos, aunque se le jure amor.
Si, según se dice y se repite, la familia es la célula básica de la sociedad, Los padres terribles exhibe (lo hacía ya en su versión original) a través de una célula representativa aspectos oscuros de esa sociedad, que suelen ser ocultados o negados usando para ello precisamente el escudo de la familia. Uno de esos aspectos, que emerge en la puesta y que hoy exige urgente reflexión y asunción, es el modo en que el egoísmo de los adultos, cada día más ensimismados en sus prioridades y más lejanos de su responsabilidad de guías existenciales, no sólo deja a los hijos a la deriva, sino que, siempre en nombre del amor (palabra que se dice fácil y se niega rápido en las acciones), se los convierte en instrumentos al servicio de apetencias y carencias propias.
En un tiempo de hijos huérfanos con padres vivos y físicamente presentes, pero ausentes de sus funciones, y de amores líquidos, la visión de Los padres terribles, en una puesta cuya dinámica no decae y no da respiro, puede provocar abundante diversión y como corresponde a una comedia negra, puede hacer que la risa se congele cuando las escenas actúan como espejo del espectador y cuando desde la butaca se percibe que las balas pican cerca. A menos que se haya hecho de la familia un espacio de respeto, empatía y vivencia de valores. Un desafío indelegable.
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