A cien años del crimen (casi) perfecto perpetuado por los jóvenes y millonarios Leopold y Loeb
Ambos pertenecían a la acomodada sociedad de la ciudad de Chicago y creyeron que, por su “superioridad” podían asesinar sin sufrir las consecuencias Su caso inspiró a diversas obras y películas fundamentales en la historia del cine
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Se cumplen cien años del veredicto del llamado Juicio del Siglo; es decir, el resonante proceso que condenó a Nathan Leopold y Richard Loeb por el diabólico asesinato del joven Bobby Franks en 1924. Un caso con los suficientes condimentos –clasismo, amoralidad, sexo, supremacismo– como para haber inspirado incontables libros, películas, series, obras de teatro, musicales. E incluso walking tours: actualmente el Chicago History Museum ofrece uno invitando a conocer el paso a paso de los criminales. A las claras, no decae el magnetismo de esta historia que, hace una centuria, seguían con cierto morbo lectores de periódicos magnetizados por la circunstancia de que los autores del homicidio fueran dos muchachos ricos, de familias prominentes, universitarios ejemplares con altísimo coeficiente intelectual.
El sosegado e introvertido Leopold –aficionado a la ornitología y a los idiomas– tenía 19; el carismático y entrador Loeb –estudiante de literatura e historia–, apenas 18. Sus edades causaron tanto estupor como su falta total de remordimientos en el momento de confesar el grave delito que habían maquinado durante meses.
¿El móvil? Demostrar que eran capaces de cometer el crimen perfecto. Y, de paso, probarse a sí mismos que eran superhombres nietzscheanos por encima de la ley. Para amenizar su tedio, estos jóvenes privilegiados venían cometiendo hurtos menores y provocando incendios, sin que la policía los pescara. Entonces, la puesta en abismo: ejecutar su plan maestro sin escrúpulos, a sangre fría, como un ejercicio intelectual a la altura de su pretendida superioridad.
Nathan y Richard pusieron en marcha el “experimento” en mayo de ese año, cuando salieron a recorrer el arbolado y muy paquete barrio de Kenwood, en Chicago, en un auto rentado. Iban evaluando potenciales víctimas hasta que recalaron en el chico Franks, de 14, que volvía de la escuela a su casa. Loeb, que lo conocía porque sus respectivas familias solían jugar juntas al tenis, no tardó en convencerlo de subir al coche en la esquina de la calle 49 y avenida Ellis.
Minutos más tarde, el dúo le asestaba reiterados golpes en la cabeza con un cincel para luego rematarlo por asfixia con un trapo en la garganta. Antes de deshacerse del cadáver, Leopold y Loeb hicieron una parada celebratoria: compraron unos sándwiches, bebieron unas cervezas y finalmente se dirigieron al sur de la vecindad donde, a la vera del lago Michigan, echaron ácido sobre el adolescente y tiraron su cuerpo por una amplia alcantarilla.
Para despistar a la policía, le mandaron un pedido de recompensa a los millonarios padres de Franks, nota prácticamente calcada de una revista de relatos policiales. Los asesinos no contaban con que el cuerpo de Bobby sería encontrado e identificado al día siguiente. Tampoco advirtieron que uno de los dos, Leopold, había dejado caer sus gafas de montura y graduación distintivas en la escena del crimen, detalle que terminaría por delatarlos. Esta torpeza, junto a más evidencia recabada, acabó por desbaratar sus coartadas en menos de dos semanas. Los “perfectos” asesinos, acorralados, confesaron el homicidio.
Solo quedaba una duda: ¿serían o no ejecutados? Todo el mundo tenía una opinión al respecto incluido el Ku Klux Klan que, por la ascendencia judía de Leopold y Loeb, aprovecharon el caso para alentar el antisemitismo latente, pidiendo la máxima pena para “estos perversos anticristianos” que, vale decirlo, profesaban el ateísmo. “Solo Dios tiene permitido quitarle la vida a un ser humano”, había dicho la propia víctima, Bobby Franks, dos semanas antes de ser asesinado durante un debate escolar en el que rechazaba el ojo por ojo, esgrimiendo que “el castigo debería ser reformador, nunca vengativo”.
La prensa, que escarbaba en cada detalle, rescató este alegato del adolescente muerto y ejercitando su músculo sensacionalista, indagó también en la relación de los asesinos, advirtiendo que entre ellos había algo más que simple amistad. Tantas dudas generaba el fatídico dúo que William Randolph Hearst, célebre zar de los medios, mandó a llamar a Freud para que cubriera el caso desde su perspectiva, propuesta que el psicoanalista –muy cómodo cerca de su diván en Viena– rechazó de lleno.
Con el país en vilo, llegó en septiembre de 1924 el veredicto del juez: cadena perpetua por asesinato, más 99 años por secuestro. Evidentemente se tuvo en cuenta la formidable defensa del abogado Clarence Darrow, de enorme prestigio y declarado opositor a la pena capital (personaje enaltecido en varios films estadounidenses), que instó a la Justicia a contemplar la inmadurez emocional, la obsesión nietzscheana y las inseguridades sexuales como atenuantes. Su convincente pedido de clemencia no solo consiguió que sus clientes se salvaran de la horca: se dice que fue de suma importancia para que el público empezara a cuestionarse la pena de muerte, que recién sería oficialmente abolida en 2011 en el estado de Illinois.
“Está probado que cuando las condenas son menos brutales, menos frecuentes son los crímenes. ¿Necesito siquiera explicar que la crueldad solo engendra más crueldad?”, plantea un templado Orson Welles, haciendo potente alegato contra la pena de muerte en el tramo final de Compulsion (Compulsión), film donde interpreta al letrado Jonathan Wilk, versión apenas velada de Clarence Darrow.
Estrenada en 1959, esta cinta de Richard Fleischer recrea los principales hitos del caso Leopold-Loeb: desde la planificación del homicidio hasta la condena de los implicados, aquí llamados Steiner y Strauss, en la piel de los actores Dean Stockwell y Bradford Dillman, tan convincentes en sus roles de cínicos y calculadores sociópatas que, junto a Welles, fueron distinguidos por el festival de Cannes.
El guion de Compulsión adaptó fielmente la homónima novela del periodista y escritor Meyer Levin, un thriller policial que había sido publicado en 1956, apegándose bastante a los hechos. Resultó un sonado éxito de ventas, lo que despertó el interés de Hollywood y resultó una cruz para Leopold: veía en su alter ego ficcional un daño a su supuesta reputación y una vulneración a su privacidad, por lo que interpuso una demanda a la editorial del libro y a los productores de la película, pero la Justicia desestimó sin más ese intento de boicot.
Muchos años antes, su crimen ya había servido de inspiración para una obra teatral, Rope’ End, de Patrick Hamilton, dramaturgo inglés que trazó una macabra reinvención de los sucesos en esta pieza montada originalmente en Londres, en 1929, con tanto éxito que ese mismo año se presentó también en Broadway. Aunque llevada a pantalla chica por la BBC, Alfred Hitchcock le dio a la trama su forma definitiva con Rope (aquí distribuida como Festín diabólico o La soga), admirable película filmada en un único plano secuencia sobre dos estudiantes que intentan vanamente elevar el asesinato al rango de arte.
John Dall y Farley Granger componen a estos singulares criminales, sutilmente perfilados como pareja gay de vínculo dominante-sumiso, subtexto impensable para la época en Hollywood, 1948. Tal el año de estreno de esta producción que comienza con una escena brutal: los protagonistas estrangulando a un amigo. Tras ese gesto, ambos recuperan los buenos modales para oficiar de anfitriones en una velada perversa: han invitado a parientes y amigos del chico liquidado a un ágape, y los aperitivos se sirven sobre un arcón… dentro del cual yace el cadáver. Con mucho descaro, habían convidado a un profesor de filosofía –James Stewart en su primera colaboración con el mago del suspenso–, defensor de la teoría del superhombre, pero solo en los papeles.
Rope es la primera película en color de Hitchcock, elección que responde a razones narrativas: “mostrar más claramente el paso de las horas, del día hasta el anochecer, esencial para contar esta historia”, según declaró el cineasta, que rodó con increíble destreza para generar la ilusión de que todo transcurre en el asfixiante apartamento de los asesinos.
“Una idea loca que contradecía mis propias teorías sobre la importancia del corte y el montaje”, confiaría en 1966 a su joven colega y admirador, el francés François Truffaut, en una larga entrevista que se publicaría precisamente bajo el título El cine según Hitchcock.
Con humor negro no exento de curiosidad, el popular crítico Robert Ebert le preguntó a Hitchcock si alguna vez había matado a alguien. “No, soy demasiado cobarde, pero estoy seguro de que, en este preciso instante, alguien está cometiendo el crimen perfecto. Tendría que ser, por supuesto, un acto totalmente carente de emoción, algo que rara vez sucede con los asesinatos”, respondió el cineasta que supo dedicar obras maestras al tema.
Tal el caso de Dial M for Murder, justamente retitulado Crimen perfecto en castellano. En esta cinta del 54, Ray Milland interpreta a un extenista vividor que, a sabiendas de que su esposa millonaria (Grace Kelly) lo engaña y podría abandonarlo, orquesta su muerte para heredar su fortuna. Chantajea a un viejo conocido para que la mate, pero en un giro inesperado, ella se defiende y liquida al atacante, siendo juzgada por el acto, corriendo el riesgo de enfrentar la horca.
Strangers on a train (Pacto siniestro por estos pagos) acaso sea uno de los ejemplos más acabados dentro de las realizaciones hitchcockianas, con su imbatible premisa de un intercambio entre desconocidos, pensada –como bien saben los lectores del género– por Patricia Highsmith. En este film de 1951, un thriller con resonancias psicoanalíticas, un famoso jugador de tenis (otra vez Farley Granger) es abordado por un extraño mientras viaja de Washington a Nueva York.
El indiscreto Bruno (Robert Walker) indaga en los problemas conyugales de Guy, el deportista, difundidos por la prensa del corazón, para luego hacerle una propuesta sin fisuras: él matará a su esposa si el tenista se encarga de liquidar a su padre tiránico, un trueque idóneo para que la policía jamás los rastree. Guy solo se tomará la charla en serio cuando el plan esté a medias realizado, y el desquiciado Bruno, sin la menor vergüenza, deseando vivir a su aire, lo persiga para que cumpla su parte de trato. Mención aparte para el enfrentamiento culminante ¡en una calesita!, escena de altísima tensión en el sitio menos esperado.
Para esta adaptación de la primera novela de Highsmith, tras hacerse de los derechos, Hitchcock se acercó primero a Dashiell Hammett a fin de que se ocupara del guion. Pero finalmente fue Raymond Chandler –sugerido por Warner– quien se hizo cargo del trabajo. Al menos por un tiempo, ya que no hubo demasiado entendimiento entre las partes. Se dice que Hitch también pensaba conseguir la autorización para versionar, a su manera, Celle qui n’est plus (1952, más tarde publicado en castellano con el título que le daría el cine), novela noir del influyente dúo autoral Pierre Boileau y Thomas Narcejac, pero alguien más se le adelantó. Et voilà Les Diaboliques, Las diabólicas, de 1954, espeluznante obra del francés Henri-Georges Clouzot, que dirigió a un excelente elenco –Simone Signoret, Paul Meurisse y Véra Clouzot– en lo que devendría un triunfo de público y crítica.
Otro excelente caso de crimen (casi) perfecto que entrega el cine clásico; aquí, con connotaciones sobrenaturales, que sigue las maquinaciones de dos mujeres que planean matar al sádico director de un internado, que es el esposo de una de ellas y el amante de la otra. Tiene un giro final tan pero tan imprevisto que, al estrenarse en cines, un mensaje aparecía en los créditos finales: “No seas diabólico. No estropees la película para tus amigos contándoles cómo termina. De parte de ellos, muchas gracias”.
Por supuesto, siguen los títulos de las derivas fílmicas del crimen por delegación, que no suele pagar: El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice), de Tay Garnett; Pacto de sangre (Double Indemnity), de Billy Wilder; o ya más cerca en el tiempo, la deliciosa Este crimen es mío (Mon crime), de François Ozon.
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