Vivió en un hogar desde los 14 años, se recibió de abogado y ahora ayuda a que los chicos que viven allí se animen a soñar
Eduardo Robles escapó de un hogar atravesado por la violencia; creció en un instituto de Moreno y pudo estudiar en la UBA; hoy se ocupa acompañar a niños y adolescentes que viven situaciones similares a las que lo marcaron a él
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A su manera, el niño le cuenta al abogado Eduardo Robles, de remera y jean, cómo le va en el hogar en donde vive con otros chicos y chicas. Ese niño está ahí porque tuvo que ser alejado de su familia por una situación extrema: vivió diferentes tipos de violencias, abusos y abandonos.
El pequeño le habla de la comida, del horario para irse a dormir, de que está bien. Eduardo le pregunta: “¿Y qué te gustaría ser de grande? ¿Cuál es tu sueño?”. El niño no le va a contestar nada ese día, le dirá que no sabe, con un poco de sorpresa, como si le estuvieran ofreciendo algo que nunca pensó que podía ser para él.
“Existe el prejuicio de que un hogar es un castigo o una cárcel, como si el pibe no tuviera un futuro, como si estuviera cumpliendo una pena, cuando en realidad le estás dando la oportunidad de crecer sin violencia y quizás, como me pasó a mí, de que se cumplan sus sueños”, cuenta a LA NACION Eduardo, que tiene 29 años, trabaja en el Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad, y se encarga del seguimiento de casos como el de ese nene, que no sabía que le era posible soñar.
Eduardo habla desde su propia experiencia, cuando en 2009, a sus 14 años, fue ingresado a un hogar convivencial de Moreno, en la provincia de Buenos Aires. Llegó después de una travesía que comenzó en su casa, en un barrio humilde de Salta capital, de donde escapó justamente porque sentía que era imposible cumplir sus sueños en ese contexto.
La travesía de Eduardo
La casa de Eduardo, allá en Salta, era apenas una habitación. Solo eso. El baño estaba en una casilla, afuera. Allí vivía con su madre, que lo tuvo a los 18 años, y dos hermanos menores.
“Yo vivía en una situación de pobreza, había sufrido algunas situaciones de violencia y mi mamá, de la puerta para afuera, me sobreprotegía mucho, no me dejaba relacionarme con los chicos del barrio porque no eran de fiar, me decía”, cuenta el joven sin querer dar más detalles porque con el tiempo, la relación con su familia se ha restituido.
Como no podía tener amigos de su edad, Eduardo asistía a un centro barrial donde se había hecho amigos más grandes. Gracias a ellos logró comenzar a trabajar en una radio como operador, pasaba música y ponía los micrófonos.
Fue ahí cuando comenzó a tener su propio sueño: estudiar abogacía en la Universidad de Buenos Aires como lo habían hecho gobernantes de su provincia. Quería ayudar a las personas como él, atravesadas por la pobreza a las que el acceso a la Justicia “les es más difícil”.
“Pensar que desde mi casa podía lograr eso, ser abogado, era imposible. Un día, después de una discusión con mi mamá, le dije que me iba para siempre. Puse algunas cosas en un bolso, me fui de casa y con la plata que tenía de mi trabajo me compré un pasaje en micro para Buenos Aires”, recuerda.
Pero cuando el micro llegó a Tucumán, subieron unos gendarmes para hacer una inspección y le preguntaron por qué estaba solo y a dónde iba.
“Improvisé una mentira, les dije que siempre viajaba solo porque tenía familiares en Buenos Aires. Es que pensé: ´Si digo la verdad, me van a devolver y va a ser el doble de problema´. Por suerte me creyeron”, dice.
Cuando al día siguiente llegó a Buenos Aires, era puro entusiasmo. “Empecé a recorrer los lugares icónicos de la ciudad, la Casa Rosada, el Congreso, la Facultad de Derecho, Palermo y demás. Todo era un mundo nuevo para mí”, explica con un tono que aún suena a ilusión.
“Después empezó a hacerse de noche y caí en la realidad. Fui a una pensión, pero me dijeron que como era menor de edad no me podían alquilar una pieza. Hasta que vi pasar una camioneta que decía ´si ves un chico en la calle, llamá al 108´ [antes ese era el número, hoy es el 102]. Llamé”, cuenta más serio.
Cuando la camioneta de la entonces Dirección de Niñez se acercó hasta donde estaba, los asistentes sociales lo entrevistaron. Les dijo que se había ido de su casa porque su abuelo le pegaba, sí, una nueva “mentirita”, y lo enviaron a la Fundación La Casita, un hogar convivencial en Moreno.
“Portate bien o te mando a un hogar”
Tan solo la palabra “hogar” le sonaba a terror y malos tratos. Es que su madre siempre le decía: “Portate bien o te mando a un hogar y ahí te van a hacer de todo”. Los prejuicios que tenía se dispararon cuando le indicaron la habitación en la que dormiría. “Un hombre, que después sería mi asistente social, entró conmigo y cerró la puerta. Se me vino el mundo al piso. Pero enseguida me dijo: ´No le hagas caso a los que hablan mal y seguí las reglas del hogar, se nota que sos buen pibe´. Y se fue”.
Cuenta que al día siguiente comió en una mesa gigante con unos 30 chicos que miraba con desconfianza y que al día de hoy son sus amigos. “Entonces me dio la bienvenida el director, el padre Elvio, y me dio la tranquilidad de que ahí podía llegar a cumplir mi sueño. Hace ya 35 años que él está en el hogar y hace todo por los pibes. Es como mi segundo padre de la vida”, dice Eduardo sobre su referente al que llama cariñosamente “el viejo”.
Al mes de estar en el hogar, y con la insistencia de su trabajador social, Eduardo contó la verdad de su historia y se contactó con su madre. Ella estaba desesperada. Cuando supo que él estaba bien, en buenas manos, aceptó la distancia.
Devolver lo que recibió
Al terminar la secundaria, una asistente social le ofreció un trabajo en la Dirección de Niñez de Moreno y al tiempo de ingresar a Derecho, a los 23, con los ahorros que tenía, pudo dejar el hogar y alquilar un departamento, a unas 15 cuadras de ahí. Quería estar cerca de la que ya era “su familia por opción”.
Su nivel de exigencia en el estudio era alto. Como tenía que trabajar, el tiempo no le sobraba, aprovechaba las dos horas de ida a la facultad y las otras dos de vuelta para estudiar. Así, logró tener becas como alumno ejemplar y se recibió a los 27 en la orientación penal. “Yo no me hubiese podido graduar en otra universidad más que en la UBA porque mis ingresos no eran altos, le debo mucho a la universidad pública”, explica.
Más adelante se pondría en pareja y se mudaría a la Ciudad de Buenos Aires. Si bien esa relación terminó, decidió quedarse allí y fue entonces que nuevamente uno de sus contactos del hogar le ofreció un trabajo donde actualmente se desempeña.
“Es como que todo me llevó a trabajar en niñez, con la gente que en su momento me ayudó y me permitió tener un futuro”, agradece.
Hoy Eduardo es parte de uno de los cinco equipos interdisciplinarios de
, psicólogos y trabajadores sociales de la sede de La Boca Barracas que deben resolver, cada equipo, unos 400 casos de niños, niñas y adolescentes cuyos derechos han sido vulnerados.
El sistema de hogares en la ciudad de Buenos Aires es mixto. De los 54 que hay, 9 son gestionados por el Gobierno porteño, 38 son conveniados con organizaciones de la sociedad civil (OSC) y 7 son cogestionados entre la Ciudad y esas organizaciones. Todos dependen del Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes de la ciudad.
La tarea de Eduardo es entrevistarse con las familias y trabajar para que acepten un seguimiento y asistencia para mejorar las condiciones de los chicos. Si esto es imposible, si las violencias por parte de los adultos responsables continúan, Eduardo y sus colegas deben tomar la decisión de que esos chicos vayan con familias sustitutas o a un hogar convivencial.
Eduardo tiene una visión desde afuera y desde adentro del sistema que cobija a los niños que no tienen quienes lo protejan. Por eso, es crítico cuando afirma que los hogares deberían recibir más presupuesto del Estado, ya que la mayoría dependen de organizaciones civiles. También cree que los profesionales que trabajan allí y en las Defensorías tienen la inmensa tarea de estar donde no hay nadie y cobran menos de lo que cuesta una canasta básica. “Hay mucho amor y vocación, pero lamentablemente muchos se van a otros sectores porque no les alcanza el dinero”, dice.
De hecho, la Defensora de los Niños, Niñas y Adolescentes a nivel nacional, Marisa Graham, habló sobre los magros sueldos con este medio hace unos meses. Se estima que actualmente hay entre 9.500 y 9.600 chicos sin cuidados parentales que viven en familias de acogimiento y en hogares, un promedio que se sostiene desde 2011.
Eduardo hoy sigue estudiando, un posgrado en la UBA sobre Ciberdelincuencia y Delitos Informáticos, tema que lo apasiona, pero está en pausa porque no llegaba a pagarlo. No obstante, no piensa en dejar la Defensoría. Trabaja paralelamente en un estudio de abogados, algo que ayuda a su sustento.
También hace asesorías gratis en varios hogares, como en el que creció y visita varios a diario, ya que cada vez que él y su equipo deciden que un niño o niña debe ir a uno, deben visitarlo periódicamente para saber cómo está. Por eso, cuando Eduardo vuelve a charlar con ese nene que no sabía que podía soñar con algo, insiste con la pregunta: “¿Ya sabés cuál es tu sueño?”.
Más información
- El Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes porteño es el organismo especializado en infancia que tiene como finalidad promover, proteger y garantizar los derechos de todos los niños, niñas y adolescentes.
- La adopción es una institución que nació para garantizar el derecho fundamental de todas las niñas, niños y adolescentes a vivir en una familia. Aquí podes encontrar algunas preguntas frecuentes. Además, en la web del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos hay una guía sobre la adopción en la Argentina, servicios en línea y datos sobre charlas informativas mensuales.