Nayla Herrera atravesó violencia física, psicológica y sexual hasta que, a los 13 y embarazada, llegó a un hogar; una organización la acompañó para armar un proyecto de vida; hoy alquila una casa junto con su hija, tiene su primer empleo en blanco y es referente de chicos vulnerados
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Nayla Herrera llegó al hogar con una remera de Barbie y unas zapatillas blancas que “daban lástima”. En la espalda, una mochila. Entre las manos, el peluche que le había regalado una amiga. Nada más. Se miró el vientre: era tan menuda que los cinco meses de embarazo casi no se notaban. La habitación le pareció enorme: “Era un cuarto solo para mí. La ventana daba a un árbol y sentí que había llegado al paraíso. Me senté en una esquinita a llorar y pensé: ‘No lo puedo creer. Ya estoy acá. Voy a comer y a volver a la escuela’”. Tenía 13 años.
Había pasado por violencias de todo tipo: física, psicológica, sexual, y la lista sigue. A los 12, su mamá, que era alcohólica y tenía problemas psiquiátricos, le dio de probar marihuana y alcohol por primera vez. Después, empezó a incitarla a fumar y tomar de forma constante. Así, Nayla se volvió adicta.
“Todo lo que un niño es, es todo lo que fueron con ese niño. Hasta que te das cuenta y lo podés cambiar. Yo estaba en la calle, vagando por ahí, cuando entendí que había otras personas que no vivían de esa manera, y que si era lo que me había tocado a mí, no lo quería”, dice Nayla, que hoy tiene 21 años. “Supe que mi mamá no me podía dar algo que ella no tuvo, que fue amor, y que entonces tendría que buscarlo en otro lado”.
Está sentada en un café en el centro de Florencia Varela. Llegó agitada y pidió disculpas por los minutos de retraso. Trabaja a pocas cuadras de allí, en la Municipalidad y a veces desde la casa que alquila, respondiendo llamadas en el call center de atención al vecino. Esa tarde, dejó a su hija de 8 años con la niñera y pidió permiso para desconectarse un rato del trabajo y poder hacer esta nota. Su jefa y el resto del equipo siempre la apoyan. Nayla quiere contar su historia porque sabe que es una forma de darle voz a muchas otras niñas, niños y adolescentes que no llegan a los medios.
Días atrás, LA NACION publicó una investigación que echa luz sobre un drama que en la Argentina crece a la par del narcotráfico: el aumento de chicas y chicos que empiezan a consumir a edades cada vez más tempranas y, en muchos casos, son captados por redes vinculadas al mundo narco. Cuando se escarba en sus trayectos de vida, la vulneración de sus derechos salta a la luz como figuritas repetidas. En ese contexto, el rol de organizaciones sociales que buscan contenerlos, es clave. Y muchos de los que logran revertir sus historias eligen luego acompañar a quienes pasan por lo que ellos pasaron: como Nayla, que hoy sueña con dirigir un hogar. O Lucas, un chico de 21 años que empezó a consumir drogas a los 11, vivió en situación de calle y actualmente es para muchos niños un referente.
“Me dejaban en lo de parientes que ni conocía”
Cuando era chiquita Nayla pensaba que “violencia era sólo que te pegaran”. De sus muchas otras manifestaciones, como la sexual, “no se hablaba”. Quedó embarazada a una edad donde no hay consentimiento posible, pero en ese entonces no podía comprenderlo. “Si se hablaba del tema, algo habías hecho o algo habías provocado”, afirma. Y reflexiona sobre cómo hay violencias camaleónicas, sumamente difíciles de identificar para una niña: “La psicológica, por ejemplo, no empieza con un ‘te odio’, va poco a poco y te va consumiendo. Yo la sufrí mucho en mi familia: te come el cerebro”.
En su casa de Berazategui, sentía que “no encajaba”. Esa era su vivencia de lo que hoy identifica como abandono y negligencia: “De chiquita me dejaban en cualquier lado. Mis papás no estaban presentes: se desligaban. Una vez terminé durmiendo en el patio de una tía, en un colchón. Mi mamá me dejaba en la casa de cualquier pariente, yo no sabía dónde estaba y me pasaba cualquier cosa. Esas situaciones gracias a Dios las viví yo nada más, no mis hermanos más chicos. No hubiesen aguantado”.
Cuando su mamá y su padrastro se separaron, tenía 11. “Mi mamá tenía epilepsia y trabajaba en casas cuidando gente o de limpieza. Mi padrastro trabajaba en una fábrica de papel en Avellaneda”, recuerda. Con la separación, ella y sus hermanos se fueron a vivir con su madre. “Ahí se despertó más su adicción al alcohol. Además tomaba medicación, así que se dopaba sola. Antes de eso, recuerdo que tenían discusiones con mi padrastro por ese tema. Tenía un deseo reprimido y al irnos a vivir solos con ella, no hubo un freno. Cuando nadie la vio, derrapó”, cuenta la joven.
En ese punto, Nayla y sus hermanos empezaron a irse de esa casa. “Mi hermano más chiquito tenía meses y estaba con desnutrición. Volvimos a vivir con mi padrastro y mi mamá desapareció. Apareció como al año, muy deteriorada y golpeada, estaba sufriendo violencia de género por parte de una pareja nueva”.
Poco a poco se fueron revinculando. Nayla sentía “lástima” de verla así. Quería cuidarla y tenía 12 cuando decidió irse nuevamente con ella al barrio Comandante Ramos, en Berazategui: “Fue un desastre”, admite. Estaba en primer año del secundario y abandonó la escuela, donde sufría un bullying constante por parte de sus compañeros: “Estaba de moda grabar peleas con los celulares y subirlos a Internet. Venía gente incluso que yo no conocía a pegarme a la puerta de la escuela”.
Al poco tiempo, cumplió los 13. “Ahí fue todo de mal en peor, porque mi mamá me daba para consumir marihuana y alcohol: me decía ‘probá esto’ y que era mejor que lo hiciera con ella que afuera. La primera vez tenía un dolor de cabeza tremendo: me dolía el cerebro. Después me hice adicta, obviamente. A veces ella mezclaba pastillas, clonazepam y cosas así, con alcohol. Yo no sabía qué me podía pasar pero sí que eso me hacía mal. Era todo raro y todo nuevo”.
“El consumo era constante”
Había días enteros en que Nayla no comía, porque en la casa nadie se ocupaba de nada. Ella era incitada a salir a bailar a boliches con vecinos mucho más grandes que ella. “Cuando íbamos a la casa de parientes del novio de mi mamá, era constante el consumo: estaba ahí, disponible, ni siquiera era que tenía que gastar plata en eso. Se volvió frecuente. Después tuve gastroenteritis y muchos problemas de salud”.
Al tiempo, llegó a estar en situación de calle: “El novio de mi mamá era violento y una noche en que le empezó a pegar, nos fuimos de madrugada. Terminamos durmiendo en la guardia del hospital Sábatto de Berazategui. Un enfermero nos dejó pasar a un pasillo a descansar. Yo estaba embarazada y había dejado de consumir. Me estaba desintoxicando y me volvía loca, además había consumido tanto que se me dificultaba hablar y no me acordaba de lo que había hecho el día anterior”. Del hospital, fueron a un hogar de niñas en Florencio Varela, donde pidieron ayuda: “Hablando con una de las coordinadoras, me dijo: ‘Cuando puedas, andá a tal juzgado y pedí hablar con tal, que te mando yo’”.
Pasó un tiempo hasta que la adolescente pudo finalmente entrar a un hogar. “No podía seguir siendo la mamá de mi mamá. Estaba embarazada: ya era mucho”, sostiene. “El hogar era un horror, pero al principio estaba bueno. Pasar de estar en la calle a estar ahí era genial: saber que vas a poder comer, bañarte, tener agua, dormir en una cama, no pasar frío. Después, el sistema tiene otras cuestiones y también ejerce violencia. Te hacían creer que si estabas ahí o si no te adoptaban, era por tu culpa”.
Los referentes consultados por LA NACION coinciden en que los espacios preparados para trabajar con las infancias y adolescencias cruzadas por estas realidades, son pocos. Gabriela Torres, a cargo de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar), admite que la respuesta del Estado en relación a los niños recién “se está construyendo, porque empieza a ser un problema que te excede”. Y agrega: “Hay que capacitar a los servicios locales y zonales. Estamos viendo cómo involucrar a las provincias para empezar a construir una especificidad en relación a profesionales que atiendan a chicos menores de 15 años”.
“Nunca se había preocupado por mí”
Nayla y Lucas no se conocen. Sus historias, sin embargo, tienen similitudes. Él tenía ocho cuando se fue de su casa en Wilde, en Avellaneda. Pasó algunos días en la calle y después “de familia en familia”: en lo del padre de un compañerito de escuela, en lo del hermano mayor de otro. “Todas eran malas: había un allanamiento en una casa o problemas con la policía y me tenía que ir”, cuenta. “Con la última persona que estuve fue con mi padre biológico, recién lo había conocido, pero se pinchó”.
A los 11, en una de esas casas, entre varios adultos, vio un plato de cocaína sobre la mesa. Le dio curiosidad, probó y se volvió un hábito. “El otro día fui a una villa y vi a un nene de 11 años que entró a comprar como si nada. Me quedé shockeado”, dice el jóven, que hoy tiene 21. Ese niño podría haber sido él, pero asegura que “antes había otros códigos: yo no consumía delante de nadie, ahora los pibitos van por la calle como si nada”.
Durante su adolescencia, más de una vez le ofrecieron vender droga. “Fue como: ‘Eh, vos que se te nota en la cara que sos chorro, ¿no te animás a quedarte acá, fijarte si viene la gorra, te damos plata, droga, el arma para que defiendas?’. Me re enoje: ‘Yo soy consumidor final, mirá si voy a trabajar para vos, arruina guachos’, les dije”, cuenta.
Mientras vivía en situación de calle, seguía yendo a la escuela. A los 15 conoció a Gabriela Salisio, directora de No seas pavote, una asociación civil que forma parte de la Federación de Hogares de Cristo. Le dio hambre y se acordó que en la barrera del tren, a la vuelta de su escuela, daban comida. Ahí estaba ella. “Cuando conocí a Gabi no entendía lo que era el mambo de la ayuda. Ella se enteró que yo consumía y se puso mal: antes no me había pasado que alguien se ponga mal por algo así. Y fui bajando, bajando y bajando. Porque yo venía de mucho. Me hizo ver cómo ayudaban a otros chicos y me conecté con ellos porque no me gustaría que pasen por lo que yo pasé”, asegura el adolescente.
Hoy vive en el hogar Nuestra Señora de Luján, de la asociación civil No seas pavote, que es para adolescentes y está en Lomas de Zamora. En ese marco, Lucas sintió, por primera vez, que formaba parte de una familia. La casa abrió sus puertas hace siete meses: algunos chicos, como él, pasaron por problemáticas de consumo. El resto, viene de familias cruzadas por las adicciones.
Lucas tiene el plan de terminar el secundario y está trabajando como acompañante en otro hogar, Guadalupe, que es para niños pequeños: “A veces, cuando llevo a uno de los chicos a la escuela pasa alguien fumando un porro. La gente lo ve como algo normal y yo me enojo. Ahí es cuando digo: ‘esto no es para nadie’”. ¿Qué imagina para su futuro? “Me veo pagando un alquiler, con un trabajo y una vida normal. Tranquilo”, responde.
“El sistema también ejerce violencia”
El día en que Nayla fue a una asesoría de menores para pedir ingresar a un hogar, le contó a la mujer que la atendió que un integrante de su familia la abusaba. Ya estaba embarazada. “Me dijo: ‘Yo sé que te duele, pero te tenés que ir a tu casa porque el zonal está de paro’. Me mandó una semana más a vivir con él. Eso me parece atroz. Porque esa gente, los abogados, la policía, siguen ejerciendo violencia”. Cuando a su mamá la notificaron de los abusos, llamó al hombre que había violentado a Nayla para pedirle plata. La jóven piensa que su madre estaba al tanto de todo. “Era capaz de cualquier cosa. Eso no se lo pude perdonar: perdoné de todo menos eso”.
Ya en el hogar y después de que naciera su hija, Nayla volvió a la escuela. La becaron en un colegio privado y le fue muy bien. Además, hizo cursos de barbera, peluquera y manicura. Pero los años pasaban y la angustia crecía, porque se acercaba su cumpleaños número 18 y el momento de egresar del hogar: “No sabía qué hacer. Me decían que mi hija merecía vivir en una familia, que por qué no la daba en adopción. Pero nosotras éramos una familia: solo que no teníamos una casa. Era todo muy triste. Mi vida se caía a pedazos”.
“Pensé en el suicidio”
Para Naila, conocer a la asociación civil Doncel fue un punto de quiebre. “Antes estaba en la nada. Llegué a pensar en el suicidio como una solución. Ya me había ido mal en todos lados y no me quería imaginar cómo iba a ser el afuera del hogar. Tenía una depresión tremenda”, afirma.
Una tarde, un grupo de chicas de la Guía Egreso, una iniciativa de Doncel para acompañar a los y las adolescentes que están por dejar las instituciones, fueron a dar una charla al hogar donde estaba Nayla. “Contaron que habían vivido en hogares, que habían impulsado la ley que crea el Programa Nacional de acompañamiento para el egreso de jóvenes sin cuidados parentales (PAE) y vi que todas estaban bien. Alquilaban, iban a la facu, trabajaban y me acuerdo que una de ellas era mamá. Ahí dije: ‘Mi vida no se va a terminar acá’”, recuerda Nayla.
Se sumó al PAE, tuvo un referente que la acompañó y, gracias al aporte económico de ese programa y a lo que ganaba cortando el pelo en una sociedad de fomento, pudo pagarse un alquiler. Para su hija, consiguió un jardín doble jornada y tiempo después le ofrecieron su trabajo actual en la Municipalidad de Varela. Es el primero que tuvo en blanco y le gusta mucho; sobre todo, cómo la contienen y acompañan.
La joven sigue participando de iniciativas de Doncel. Además de acompañar a otros chicos que están en el proceso de egreso, hace poquito, se sumó a la grabación del podcast “¿Me contás? Historias para ampliar mundos”. Es una iniciativa donde jovenes que vivieron en hogares les leen cuentos a niñas y niños que actualmente están en las instituciones. “La recreación también es un derecho”, dice Nayla. En el futuro, le gustaría dirigir un hogar. “Es mi sueño. Como muchas de las cosas que tengo hoy, que también fueron sueños, creo que lo voy a conseguir”, concluye.
Cómo colaborar
- Doncel: General contención y oportunidades para que los niños, niñas y adolescentes que viven o vivieron en instituciones de cuidado tengan un futuro mejor. El aporte de donantes permite ampliar sus programas. Para más información, hacer click aquí.
- Hogar Virgen de Luján (villa Centenario, Lomas de Zamora): Su principal necesidad son zapatillas nuevas y equipos electrónicos como computadoras y auriculares para los chicos. Además, precisan un lavarropas nuevo. Se reciben donaciones en la cuenta corriente 191-049-007027/5 CBU: 1910049055004900702750. La web es noseaspavote.org.ar y el Instagram es @humanizarlacalle. Facebook: noseaspavote