Luis Mourulio estuvo 12 años preso y otros tantos en consumo; cuando salió de la cárcel, su vida dio un vuelco inesperado y hoy busca acompañar a los jóvenes golpeados por las adicciones; cómo es la cotidianidad en un barrio donde la droga se consigue “a la vuelta de la esquina”
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A principios de esta semana, eran pocos los argentinos que habían escuchado hablar del barrio Puerta 8, en Churruca, partido de Tres de Febrero. Era un asentamiento más o menos ignoto, como tantos otros, donde se agrupan unas 200 familias a pocos metros del Ceamse y el Camino del Buen Ayre, entre la Ruta 8 y el arroyo Morón. La tragedia que siguió a la venta de la droga adulterada arrancó al lugar del anonimato y lo puso en el ojo de la tormenta.
“La mayoría somos gente trabajadora, pero ahora nos conocen por toda esta porquería de la droga”, se lamenta una vecina. Lleva una bolsa de compras en la mano y habla apurando el paso, antes de desaparecer detrás de la puerta de su casa. Son muy pocos los que están dispuestos a conversar con los medios, mucho menos a dar sus nombres o que les tomen fotos.
Es sábado por la mañana y mientras LA NACION recorre el lugar, en los pasillos hay un silencio distinto a ese que, entrecortado por el ladrido de los perros, adormece los barrios los fines de semana. El de Puerta 8 es un silencio de casa velatoria. Algunos de los vecinos están duelando a sus muertos. Muchos otros tienen miedo. De los narcos. De los “polinarcos”. De todos. Afirman que si bien ahora “limpiaron el lugar”, cuando la vorágine pase, todo va a volver a ser como antes. Más que bronca, lo que sienten es impotencia.
El asentamiento se parece a mucho a otros del conurbano bonaerense, pero a pequeña escala. En total, son unas 20 manzanas, con algunas calles de asfalto en la periferia y varios pasillos que serpentean hacia sus entrañas. Estuvo lloviendo y esa mañana hay que ir esquivando de a saltitos el agua servida que se acumula por todos lados: es oscura y espesa como el petróleo. Hay poco movimiento en comparación con los días anteriores. Sobre Catamarca, frente a una plaza con muchos juegos pero sin chicos, está estacionada una camioneta de la Policía Federal, la única a la vista. Un poco más allá, un movilero y un camarógrafo esperan captar algo de acción, pero los vecinos los esquivan y cierran las cortinas de sus casas.
Además de la droga, el barrio está cruzado por problemáticas estructurales de largo aliento: la precariedad en el acceso a servicios tan básicos como el agua o el poder contar con una ambulancia en una emergencia, porque la estrechez de los pasillos que dibujan su geografía obliga a cruzarlo a pie. Quienes viven allí aseguran que el negocio de la droga corrió siempre ante la vista de todos, con el aval de la policía y ante la impotencia de los vecinos. El miedo hace que nadie vea, escuche o sepa nada. El “mejor no me meto” es el mantra obligado.
La casa de Luis Mourulio está muy cerca del búnker donde se vendió la sustancia adulterada que mató, al menos, a 23 personas. Nació, se crió y todavía vive en Puerta 8. Hace unos años, él podría haber sido una víctima más, porque como tantos chicos y jóvenes del barrio, estuvo perdido en la cocaína. Consumió y llegó a vender a pequeña escala durante un tiempo corto. “Hay muchos que se criaron conmigo y están metidos en las adicciones. Yo sé lo que se sufre, es horrible. Los veo flacos, sin dormir, sucios, y la verdad me dan mucha pena. Porque sé que no hay nada bueno, no hay futuro, y no sólo arruinan su vida, sino también la de sus familias. Es muy triste”, se lamenta Luis.
Sabe de lo que habla porque lo vivió en carne propia. Subraya que el mundo de los transas se sirve siempre de los más vulnerados, los pibes que venden o consumen en las esquinas. Sus historias parecen calcadas: infancias y adolescencias cruzadas por la pobreza, las violencias y la marginalidad extrema. Pero el narcotráfico, cuentan los vecinos, también busca captar a jefas de hogar, madres con varios hijos a cargo, ofreciéndoles guardar o vender su mercancía. Muchas terminan presas, con las familias disgregadas, sin nada. La droga, dice Luis, destruye todo lo que toca.
Pero la violencia, en el barrio, no es nueva. Luis tiene once impactos de bala en su cuerpo.
−¿A qué edad fue el primero?
−A los siete años− cuenta mientras se señala la parte baja de la mandíbula, cerca del mentón.
En ese momento vivía en la calle Miramar cuando un grupo intentó robar un camión de Coca Cola que estaba haciendo un reparto. Luis jugaba a las bolitas en la esquina y empezó a escuchar los disparos. Se asomó para ver y despertó horas después, en el hospital.
Empezó a consumir a los 15. Primero, marihuana, después, cocaína. Algo que arrancó con un fin recreativo, se convirtió en una rutina de todos los días. “Una vez estuve diez días sin dormir, no solo consumiendo, sino comprando y vendiendo. Eso duró poco: andaba con dos armas en la cintura y chaleco antibalas. Consumía mucho. Me iba de mi casa y no aparecía. En los barrios de la zona la droga se consigue como un par de zapatillas, después se prepara y distribuye acá”, detalla. La modalidad era la misma entonces que hoy: la cocaína llega “de afuera”, de la periferia. Los transas la fraccionan y reparten a los “esquineros” que la comercializan en los pasillos, y que también son consumidores: la venta de droga se paga con más droga.
Luis era un adolescente cuando se empezó a juntar con personas más grandes y comenzó a robar en estaciones de servicio, supermercados, casas particulares. Y la lista sigue. Tenía que tener droga siempre al alcance de la mano “para estar tranquilo”. Para eso, necesitaba efectivo. Pasaba días encerrado en una casilla escondida, consumiendo, lejos de su familia. Con el delito vino la cárcel. Estuvo 12 años preso por robos y enfrentamientos con la autoridad. “Salir con el arma en la cintura era como tener la billetera en el bolsillo e ir trabajar: era normal”, señala.
Cambio de vida
Pero todo eso, para Luis quedó atrás. Hace cinco años que está “limpio” y que integra la iglesia evangélica Ministerios Jesucristo es Amor (MJA), a la que llegó una vez que cumplió su condena, de la mano de su esposa, Romina. Tienen siete hijos (el mayor, de 15) y un octavo en camino. Ser parte de esa congregación, asegura, le cambió la vida, y se propone que su historia sirva como ejemplo para otros. Los pibes lo escuchan porque conocen su historia: saben que lo de Luis no es de la boca para afuera.
MJA, cuyos pastores generales son el matrimonio de Adrian y Ariana Juniors, está hace 30 años en San Martín y desde hace 27 tiene una presencia sostenida en Puerta 8. Allí son miembros activos de la congregación unas 30 familias, más otras que participan de las actividades de forma más o menos esporádica. Entre quienes concurren al merendero y comedor, talleres, espacios recreativos, entre otros, hay muchas niñas y niños.
Josefina y Diego Romano, los pastores abocados al trabajo en Puerta 8, explican que en lo que respecta a las adicciones, están centrados en la prevención y en el acompañamiento de las familias. Señalan que en los últimos dos años la problemática se recrudeció. Durante la cuarentena, tuvieron que pedirles a un grupo de jóvenes que estaban vendiendo droga en el pasillo del templo que se fueran. Cada vez que llegaban, había cola para comprar. La mayoría eran jóvenes.
Mientras camina por el barrio, Luis se cruza con Daniela, una vecina cuyo marido, Walter, estuvo dos veces a punto de morir por consumir la droga adulterada. Su historia salió en los medios. “Es muy difícil para las personas que lograron salir de las adicciones y vuelven al barrio, porque se encuentran nuevamente con todo eso: la droga está a la vuelta de la esquina”, señala Ariana, que además de pastora es abogada.
Durante la pandemia, Luis perdió su trabajo en una empresa de transporte, pero hace una semana trabaja en una metalúrgica. Está contento: el viernes le dijeron que estaban muy conformes con su trabajo, que aprende rápido. A los estragos de la droga se los cruza todos los días, como cuando sale con sus hijos a hacer un mandado, pero está seguro de que hay otro camino posible y la prevención es la clave.
Los vecinos dicen que son muchas las historias silenciosas como la de Luis: hombres y mujeres que todos los días ponen el cuerpo buscando mejorar la vida en el barrio y acompañando al último eslabón del narcotráfico: los consumidores y sus familias devastadas. Pero de eso, en general, no se habla en los medios. Como tampoco se hablaba de Puerta 8 hasta hace apenas unos días. Su gran temor es que, cuando las luces de las cámaras se apagan, vuelvan a quedar en el olvido.
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