Tuvo anorexia y llegó a estar cuatro días en coma: “Era confuso que el médico me dijera que tenía un peso peligroso mientras otros admiraban mi cuerpo”
Martina Wullich tiene 20 años y en 2017 la internaron durante más de un mes por un trastorno de la alimentación que puso en riesgo su vida; contaba las calorías, hacía ejercicio a escondidas y caminaba mientras estudiaba para “perder peso”; el apoyo de su familia y del equipo médico fue clave para su recuperación
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“Nunca me olvido de lo confuso que era que el médico me dijera que tenía un peso peligroso, mientras que personas conocidas me decían que envidiaban mi cuerpo”, cuenta Martina “Martu” Wullich, de 20 años. La joven argentina habla con LA NACION desde una ciudad universitaria al sur de Alemania, el país al que se mudó en agosto de 2021 para estudiar Ciencias de la Comunicación.
En Europa son las 21 y acaba de volver de dar un examen. No está muy segura de cómo le fue, pero igual está de buen humor, ese que la caracteriza siempre. Martu tiene un presente que no podría haber imaginado cinco años atrás, cuando a los 15 años desarrolló una anorexia que puso en jaque su vida.
El momento más agudo de la enfermedad coincidió con el diagnóstico de cáncer de mama de Noel, su madre. “Ahí exploté”, grafica la joven. Su trastorno de la alimentación se agravó a pasos agigantados y le produjo una descompensación que hizo que llegara a estar cuatro días en un coma inducido del cual su familia no sabía en qué condiciones despertaría. Semanas después, atravesó otra internación: esa vez duró más de un mes y fue para tratar específicamente su anorexia.
“Unos días antes de que me internaran, una chica me preguntó si era modelo y yo me sentí halagada. Eso me autoconvencía de que no estaba tan mal, pero la realidad es que no tenía fuerzas ni para subir la escalera”, detalla la joven, que es de San Isidro, el barrio de la zona norte del conurbano en el que se crió y donde su familia sigue viviendo.
Los trastornos de la alimentación son una problemática de salud mental que creció de forma exponencial en los últimos tres años. Según un informe de LA NACION, en ese tiempo no solo se registró una baja en la edad de consulta, sino una mayor gravedad de los casos.
La anorexia nerviosa, como la que tuvo Martu, es uno de los trastornos de la alimentación más frecuentes: en mujeres jóvenes y adolescentes: su prevalencia va del 0,5% al 1% de la población; mientras que en el caso de la bulimia nerviosa es del 3% y en el trastorno por atracón, del 3,54%. Sin embargo, se habla poco del impacto que estas enfermedades producen en las familias: desde el desafío de leer las primeras señales de alerta hasta lo que implica que sus hijas acepten ayuda profesional o la odisea de encontrar un equipo profesional que las trate.
“Fue un proceso duro para todos, porque al principio no entendíamos qué le pasaba a Martu. Teníamos bastante desconocimiento de la enfermedad. Me acuerdo que lo que me llamaba la atención era que cuando le poníamos el plato de comida enfrente, le cambiaba la cara: era de pánico”, asegura Sergio Wullich, el papá de la joven, que es diseñador industrial.
La familia de Martu se completa con Noel Devoto, su mamá, que es escribana; una hermana, Vicky, de 16 años, y abuelos muy presentes. “Entendimos la gravedad cuando Martu empezó a estar extremadamente flaca. Al comienzo, lo asociamos más a la adolescencia. Con el tratamiento fuimos dimensionado lo que pasaba por su cabeza. Me acuerdo que una médica me dijo: ‘En este momento, tu hija no es tu hija: está tomada por la enfermedad’”, describe Sergio.
“Mi primera obsesión fue contar las calorías”
Martu no cree que los trastornos de la alimentación tengan un principio delimitado en el tiempo y el espacio, sino que los comienzos se asocian más bien con un conjunto de conductas que van apareciendo de a poco, casi inadvertidas.
“De chica tuve una contextura normal, aunque desde la mirada de los estándares de la sociedad tenía unos kilitos de más. Me acuerdo que me quería comprar el top de la marca de moda para adolescentes y el talle más grande no me iba. Tenía 12 años y eso me marcó mucho. Pensaba: ‘¿dónde entro yo?, ¿qué ropa me compro?’”, cuenta Martu.
A los 14, decidió empezar “a cuidarse”. “La cosa se puso heavy cuando pensé: ‘Es momento de arrancar la misión bikini’”, dice. Se descargó una aplicación con rutinas de entrenamiento y empezó a ver en Internet páginas de nutrición. “Lo primero que saltaba eran las calorías de las comidas y me obsesioné con eso. Decía, por ejemplo: ‘¿por qué voy a comer una chocotorta normal si la puedo hacer con dulce de leche light y me ahorro calorías?’”.
Leer en detalle las etiquetas con información nutricional de los alimentos; hacer ejercicio de forma compulsiva y a escondidas; pensar todo el día en qué iba a comer en la cena, cuando no le quedaba otra que compartir la mesa familiar; y “mentir, llorar y sentirse vacía” se convirtieron en parte de su rutina.
Además, se fue aislando. “Te aislás porque es mejor quedarte en tu casa comiendo zanahorias crudas que ir a lo de tu amiga, que te ofrezcan una cookie y subir un gramo. Tus amigas te van a remarcar que estás mal, y vos no te querés exponer porque te critican”, señala Martu.
También recuerda cómo llegó a tener los codos lastimados por la cantidad de “planchas” que hacía en su habitación, aún cuando le habían prohibido el ejercicio. “Me acuerdo que hacía cosas como medirme los huesos”, dice la chica.
Y, con respecto a las comidas, agrega: “No es que dejé de comer, pero comía apenas. Mi miedo número 1 era el aceite de oliva, estaba obsesionada con el atún y todo lo que venía en latas o empaquetado porque sabía exactamente cuántas calorías tenía. La gaseosa light fue otro de mis grandes enemigos: llegué a tomar tres litros por día porque me llenaba y me sacaba el hambre”.
“Desde afuera era visto como algo maravilloso”
En enero de 2017, a Noel le diagnosticaron cáncer de mama. Fue ahí cuando el trastorno de la alimentación de Martu se aceleró. “Las dos estuvimos enfermas de forma simultánea, con lo cual creo que nuestros radares no estaban bien y quizás eso nos hizo estar menos aleras como padres. Cuando ella empezó a bajar más de peso, esos tres o cuatro meses coincidieron con mi diagnóstico, mis dos intervenciones quirúrgicas y la quimioterapia”, cuenta Noel.
Por su parte, Martu detalla: “El estrés de ver a mi mamá en ese momento tan terrible hizo que me concentrara en la comida, que era algo que podía controlar. Fue una forma de bloquear mi realidad”.
Ese año, cuando empezaron las clases, la joven se sentía débil. “El estudio se convirtió en otro escape. Encima, eran escapes por los que recibía aplausos. La gente, puertas afuera de mi casa, me aplaudía por cómo me veía”, reflexiona. Se acuerda una vez fue a la casa de una amiga y la mamá le dijo: “¿Qué hiciste? Estás más flaca, más bronceada, más linda. ¡Quiero todo lo que te pasó a vos!”. Ella, por dentro, pensaba: “La estoy pasando re mal, me estoy muriendo, pero gracias”.
Noel también recibía comentarios por el aspecto de su hija. “El espejo de la sociedad es terrible. En nuestro caso, vivimos en un entorno donde hay mucha exigencia con el aspecto físico, y el eco que Martu tenía era: ‘estás divina’. A mí me preguntaban: ‘¿qué hiciste con Martu?’, como si la hubiese llevado a una nutricionista para que bajara de peso. El trastorno de ella empezaba a ser algo muy serio pero desde afuera era visto como algo maravilloso”.
Cuando Noel empezó con su quimio, tanto ella como Sergio eran conscientes de lo que estaba atravesando su hija mayor. Aunque visitaron diferentes profesionales, la adolescente se negaba a recibir ayuda y la casa familiar “era un caos”.
“La vi desvanecerse a tres metros míos”
El punto de inflexión en esta historia ocurrió en septiembre de 2017, pocos días después de que Martu cumpliera 15 años. Desde chica, tomaba una medicación por otra problemática de salud y, a causa de la anorexia y de la gran cantidad de kilos que perdió, esa dosis “le quedó enorme”. Su sodio y potasio se descompensaron y un domingo, mientras estaba estudiando, su cuerpo colapsó.
“Estaba practicando para rendir un examen internacional de alemán. Caminaba por el living mientras recitaba las cosas porque no quería perder tiempo sin perder calorías. Empecé a sentirme mal de la nada, peor que nunca en mi vida, y le dije a mi papá: ‘No sé qué me pasa, pero tengo que ir al hospital’. Me desmayé y empecé a convulsionar”, reconstruye Martu.
“Yo estaba a tres metros: la vi caerse”, explica Sergio. Su hija se puso “dura como una tabla” y estaba inconsciente. Con Noel recuerdan la pesadilla de los minutos que siguieron: el salir corriendo a pedirle ayuda a los vecinos, subirla al auto y manejar a contramano hacia el hospital, seguros de que no había tiempo para esperar la ambulancia.
Cuando llegaron, como los médicos no lograron estabilizar a Martu, decidieron inducirle un coma para evitar que la joven sufriera daños en su cerebro por las convulsiones. Los padres tenían la incertidumbre de no saber cómo iba a despertar: si volvería a hablar o a caminar, por ejemplo.
Una vez que la despertaron, la adolescente pasó varios días en cuidados intensivos. “El susto me abrió los ojos, pero no me abrió el estómago ni la cabeza. Cuando salí del hospital comencé a ver médicos de todo tipo y viví miles de experiencias con terapeutas, nutricionistas, clínicos, etcétera. Pero me negaba a recibir ayuda y tuvieron que internarme, esa vez para tratar específicamente mi trastorno de la alimentación”, cuenta Martu.
“La internación me salvó la vida”
Al mes de aquel episodio por el que terminó en coma y después de una búsqueda exhaustiva, a Sergio y Noel les surgieron recurrir al Hospital Italiano, que cuenta con un equipo especializado en la atención de los trastornos de la alimentación. Era octubre y ni bien la vieron, los profesionales dijeron: “Se tiene que internar cuando antes”.
Para Martu fue un shock, pero sus papás lo vivieron con cierto alivio. “Nos dimos cuenta de que el equipo sabía de qué se trataba. Lo primero que nos dijeron fue: ‘mínimo, la internación va a durar 40 días’. La contención que recibimos a nivel humano y profesional fue enorme y nos dio paz”, dice Sergio. La joven, en cambio, recuerda que sentía que estaba en guerra con el mundo, y que cuando le dijeron que tenía que quedarse en el hospital, pensó: “Perdí, me ganó el trastorno”.
Los primeros días, intentó hacer una huelga de hambre, discutió, lloró y le rogó a los médicos que no le pusieran la sonda nasogástrica para alimentarla que, por supuesto, tuvieron que colocarle de todos modos. “Hasta que finalmente me abrí a intentar estar mejor. No puedo estar más agradecida porque ese tratamiento me salvó la vida”, asegura hoy Martu. El equipo estaba conformado por nutricionistas, médica general, psiquiatra y psicóloga. Además, contaban con una terapista familiar, que para los padres de la adolescente fue clave.
La familia tuvo que organizar la rutina para acompañarla las 24 horas: como su ritmo cardíaco era muy débil y necesitaba ganar peso cuanto antes, la paciente tenía prohibido incluso caminar, y debía moverse en silla de ruedas. Fue un desafío al que se sumaron sus abuelos, porque Sergio trabajaba, Vicky iba a la escuela y Noel no podía pasar mucho tiempo en el hospital porque estaba inmunodeprimida a causa de la quimio. Toda la familia coincide en que, en ese proceso, los vínculos se afianzaron como nunca antes.
“Sin la internación, ella no hubiese salido adelante”, aseguran Noel y Sergio. También admiten que, como papás y por el estigma social que sigue existiendo en torno a la salud mental, aceptar que su hija necesitaba una internación y tomar medicación psiquiátrica, al principio no fue fácil. Pero rápidamente comprendieron que era indispensable para su recuperación.
En total, estuvo 41 días internada y la vuelta a casa también implicó un desafío. “Nos explicaron que la enfermedad es así: avanzás dos casilleros y de pronto retrocedés uno. Cuando dejamos el hospital, Martu no podía comer sola, y dos o tres veces por semana, mientras estábamos trabajando, venían las acompañantes terapéuticas para estar presentes en el almuerzo”, cuenta Noel.
En 2018 Martu volvió a la escuela y retomó sus rutinas. En julio de ese año, con su mamá hicieron un viaje soñado juntas: el que había quedado pendiente como regalo de 15 de la adolescente. “Me acuerdo que en un momento le dije: ‘Yo me tomaría un helado’. Y ella me respondió: ‘Yo también’. Cuando salimos las dos caminando con unos helados gigantes me moría de felicidad al pensar que hacía un año estábamos en un hospital, yo más cerca del arpa que del bandoneón y ella comiendo solo manzanas. Y ahora estábamos las dos ahí, disfrutando de un helado”, reconstruye Noel.
“Ese mambo te puede matar”
Como muchas jóvenes en recuperación por un trastorno de la alimentación, Martu tuvo sus recaídas, incluyendo una grande en 2019. Pasó por atracones y volvió a bajar mucho de peso. “Recién en 2020 dije: ‘Estoy bien’. Me empecé a dar cuenta de que tenía mejor humor, más color, más ganas de hacer cosas. No es un click, fueron millones de clicks los que me llevaron a cambiar y a entender que era más feliz saliendo a merendar con mis amigas que quedándome en casa y que me quedara bien la bikini. Al final del día eso no te hace feliz”.
Hoy, desde Europa, reflexiona sobre el peso que tienen los estándares de belleza. “Cuando comparo en redes sociales las fotos de las chicas de allá y de acá digo: ‘Hay algo que no cuadra, no me vengan con la genética’. Cuando me mandan ropa de Argentina soy XL y acá soy un M. En nuestro país el mensaje es: ‘queremos que sea flaquísima’, un ideal irreal. Ese mambo te puede matar”.
Dice que “sentirse y verse bien”, ahora pasa para ella por otro lado: “Hubo un momento en que creí que eso nunca sería posible y si bien cuando me internaron pensé que había perdido, al final del día gané yo. Esto va a sonar re cursi, pero hoy aprecio lo que se ve radiante, lo que está vivo. Hoy me siento llena y uso mucho esa palabra porque durante mucho tiempo me sentí vacía”.
Más información
Haciendo click aquí podés acceder a la guía sobre trastornos de la alimentación de Fundación La Nación, donde encontrarás información sobre lugares a los cuales recurrir, señales de alerta y mucho más.
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