“Tuve que reaprender todo”. Es arquitecta y se quedó ciega, pero sigue diseñando edificios en Belgrano
Sandra Dajnowski tiene 60 años y perdió la vista a los 45; aunque tuvo que cambiar la forma de trabajar, sigue al frente de proyectos inmobiliarios en CABA y Zona Norte
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Dos veces por semana, Sandra Dajnowski se calza el casco reglamentario, agarra su bastón blanco y va a inspeccionar la obra que dirige. Palpa los revestimientos, revisa cómo quedó la carpintería, chequea si las puertas están en escuadra y pasa el bastón por los cerámicos para asegurarse de que estén bien pegados. Haberse quedado ciega hace 13 años no le impide ejercer su profesión: Sandra tiene 60 años y es arquitecta.
“Voy a la obra a palpar cómo se concreta lo que dibujé en mi cabeza. Y a disfrutarla. Es algo que me hace feliz”, cuenta Sandra, una de las socias de Blend Arq, una desarrolladora inmobiliaria ubicada en Belgrano que construye edificios en CABA y Zona Norte. Sandra ya no puede mirar un diagrama para ver el avance del proyecto, tal como lo hacía antes. Por eso, estar en la obra le sirve para seguir los tiempos y saber cuándo avanzar con la gestión de los próximos pasos: encargar materiales, empezar con la electricidad, llamar al techista o lo que fuera.
“Cuando una persona tiene una discapacidad, muchas personas piensan que está inhabilitada para todo, no solo para el déficit que tiene, en mi caso, por la ceguera”, explica Sandra. De hecho, cuando se quedó ciega, ella misma tuvo miedo de plantearle a su socio de toda la vida que quería volver a la obra. “Como él minimizó tanto la discapacidad, me terminó de dar la confianza que necesitaba para volver”, cuenta la arquitecta, como una forma de reconocer que ella también tenía prejuicios sobre cuán discapacitante era una ceguera.
“Tuve que reaprender todo”
Sandra decidió a qué iba a dedicarse cuando tenía apenas 10 años. Su casa estaba en obra y quedó fascinada con el trabajo que hacían los arquitectos. De hecho, se quedó con los planos de esa obra y los copiaba a mano una y otra vez.
A los 22 años, mientras estudiaba arquitectura, perdió la visión de un ojo por un desprendimiento de retina. Pero se quedó ciega recién a los 46, cuando una decena de operaciones no pudieron salvarle la vista del otro ojo, que también tuvo un desprendimiento.
“Se me apagó la tele y lo sentí como que se me terminó el mundo. Pero no fue así. Tuve que buscar la manera de recomponerme”, dice Sandra. Cuando se quedó ciega, lo que más le preocupaba era su hijo, Nicolás. Tenía 11 años y lo había adoptado hacía apenas uno y medio. “El papeleo no había terminado y tenía miedo de que me lo sacaran porque estaba ciega y sola”, confiesa Sandra, que decidió ser madre sin estar en pareja.
Si bien ahora siente la vida de otra manera, al principio le fue difícil readaptarse a su nueva vida. “Hay un montón de cosas en la vida que hacés por primera vez y después repetís automáticamente, no las revisás más. Yo tuve que revisar todo los movimientos y las acciones de mi vida. Ya no era lo mismo subir la escalera, escribir un mail o hacerme un mate cocido”, explica. Algo que le costó un poco más fue aprender a usar el bastón: “Creo que fue porque en realidad uno tiene mucho prejuicio. Yo fui la primera persona ciega que conocí en mi vida”.
Los sábados por la mañana pasaba horas leyendo el diario en el balcón. Era un “ritual”. Cuando se quedó ciega, pensó que jamás podría volver a hacerlo. Pero con la ayuda de un lector de pantalla, que usa en su celular, logró sostener esa rutina. Entre lágrimas, le compartió aquella pequeña gran hazaña a su psicóloga.
Durante su rehabilitación, a Sandra la acompañó un “equipazo” de profesionales. Tuvo una profesora de orientación y movilidad, una de tecnología y una de actividades de la vida cotidiana. También tuvo una perra guía, Samba, que ahora “está jubilada”, y a Angie, su asistente, que la acompaña algunas veces por semana. Además, su socio tuvo que adaptarse y aprender a “audiodescribirle” todo. “Soy una afortunada de poder seguir ejerciendo mi profesión. Gracias a todos esos apoyos yo pude y puedo hacer todo lo que hago”, dice.
“Tengo una vida como cualquiera”
Sandra, además de arquitecta, tiene una faceta “speaker”. Da charlas en empresas y además comparte videos sobre su día a día en sus redes sociales: “Siempre fui militante de la vida. Me gustan el teatro y el cine, y los cuento con pasión. Y así empecé a contar las cosas que advertía o me pasaban en la vida por ser una persona ciega”.
Sandra tiene más de 27 mil seguidores en Instagram y la semana pasada recibió un reconocimiento en los Premios Obrar, que entrega el Consejo Publicitario Argentino, por su comunicación en favor de la diversidad y la inclusión.
“Uno puede tener una discapacidad, pero la ignorancia y la falta de información en un entorno puede ser más discapacitante que la propia discapacidad”, afirma Sandra, que lo padeció en carne propia. “Una vez fui al shopping por un buzo y la empleada le hablaba a Angie, mi asistente, aunque era yo la que había ido a comprar”, cuenta Sandra. En otra oportunidad, tuvo que llamar a la policía porque el chofer de un colectivo quería bajarla de la unidad porque estaba con su perra Samba. Sin embargo, por ley tenía pleno derecho de estar con su perro guía.
“Mis videos a veces se ven como algo más de motivación que como algo que tiene que ver propiamente con la discapacidad. Lo que quiero mostrar es que una persona con discapacidad puede tener una vida como la de cualquiera. A mí me gusta ir al cine, al teatro, comer con amigos, viajar y trabajar. Pero también es verdad que todo esto uno lo puede hacer solo si tiene un entorno que te incluye”, advierte Sandra.
Por eso, a Sandra le parece que la ayuda es algo fundamental: “Lo interesante es que te den una mano no desde un lugar de piedad, sino porque es algo que te hace falta. Porque cualquier persona para hacer cualquier cosa necesita una mano. Y cuando uno recibe ayuda, empieza a ganar confianza, que en definitiva le sirve para la vida”.
“La discapacidad también incomoda. Por el prejuicio, el desconocimiento y el miedo. Por eso, la primera ayuda es no mirar al costado, no creer que por ser diferente, una persona es inútil. Si no, la sociedad se vuelve más discapacitante que la misma discapacidad”, señala. Para ella, la inclusión es clave para construir una sociedad más justa: “Es lo que ayuda a las personas con y sin discapacidad a convivir. Y nada mejor que la convivencia para hablar de equidad en una sociedad. Si yo me siento incluida en un entorno que no me resulta hostil porque no me hace notar el déficit, ganamos todos”.
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