Transformó un búnker de droga en un espacio que alimenta a 700 personas: “Viene gente que nunca antes había ido a un comedor”
Mirta Ortega consiguió que le cedieran un espacio que era usado para el microtráfico; queda en Barracas y todos los días recibe gente nueva de barrios como Pompeya o Parque Patricios; muchos son jubilados, trabajadores informales y personas con discapacidad que aseguran que ahora no les alcanza la plata
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“Para entrar en un comedor por primera vez y pedir un plato de comida, tenés que tener coraje. No es nada fácil”, dice Mirta Ortega con las pupilas clavadas en la fila que poco a poco se va formando sobre la vereda. Mirta tiene 50 años y está frente a la puerta de la casa 505 bis del pasaje 70 del barrio de Zavaleta, a metros de la villa 21-24 y de la Avenida Iriarte, en Barracas.
En ese espacio de seis metros de frente y dos de profundidad en el que hay que turnarse para poder pasar y en el que ahora hierven dos ollas de 150 litros con polenta y salsa de tomate, hasta hace algo más de un año funcionaba un búnker de venta de droga. Hoy, Mirta tiene allí su comedor, La Gargantita, del que dependen por lo menos 700 personas todos los días.
En la fila hay caras nuevas, algo que ella y sus compañeros notan con frecuencia en los últimos meses. Casi todos los días, llega al menos una persona que nunca antes en su vida había pisado un comedor: desde jubilados hasta trabajadores formales que no llegan a fin de mes.
Como adentro no cabe un alfiler, la comida se sirve y retira en recipientes plásticos, sobre la vereda, donde hay dos mesas. El que no tiene dónde llevarse a su casa el almuerzo, puede comer ahí mismo. “¿Para cuántas personas?”. “Para ocho”. “Somos seis”. “Cuatro, por favor”. Ese es el intercambio repetido cuando a alguien le llega el turno. Además de llenar los recipientes, se entregan bandejas de cartón con el postre, que ese jueves es pionono con dulce de leche.
“Vemos que viene más gente que no es del barrio, de Parque Patricios o de Pompeya, por ejemplo. Vos te das cuenta cuando la gente no es de acá… Vienen unas señoras rubias, arregladas. Antes no pasaba que llegaran personas de afuera”, sostiene Ester González, una de las colaboradoras más antiguas del comedor. “Mirá las señoras que vienen allá”, agrega de pronto en voz baja, mientras señala con un gesto de la cabeza a dos mujeres que se acercan.
Liliana (71) y Miriam (65) caminan unas 20 cuadras desde Pompeya, donde viven, hasta La Gargantita. Son amigas y vecinas. ¿Cómo se enteraron de ese espacio? “Porque se corre la bolilla, mami. Hace un mes empezamos a venir todos los días. Yo soy jubilada, trabajé siempre como asistente en geriátricos y cobro la mínima, 90 mil pesos que no alcanzan para nada”, cuenta Liliana. En el caso de Miriam, en los últimos 20 años trabajó en administración de propiedades, pero la pandemia fue un cimbronazo sin retorno: “Me cambió la vida por completo. Dejamos de ir de forma presencial, una cosa llevó a la otra e imaginate que con esta edad no es fácil conseguir otro trabajo”.
Mientras hablan, la fila se vuelve más tupida. Hay mujeres con niños pequeños, adultos mayores, personas con discapacidad y otras que llegan descalzas, en situación de calle o arrasadas por las adicciones. Podría ser la escena de una película que nadie quiere protagonizar. Sin embargo, lejos de la ficción, es una realidad que toca a 18,5 millones de personas en todo el país. Según los últimos datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Indec, en el primer semestre del año la pobreza alcanzó al 40,1% de la población, lo que implica un salto de casi un punto en comparación con fines de 2022 (39,2%) y de 3,6 puntos en relación con el mismo período del año pasado. La indigencia (los más pobres entre los pobres) fue del 9,3%, contra el 8,1% de diciembre de 2022.
Mirta cuenta que hay personas que llegan al comedor por primera vez con vergüenza: dejan el táper y preguntan si lo pueden pasar a buscar más tarde, cuando haya menos gente. Otras, en cambio, se muestran resignadas. Entre ellas está Vanesa (34), que se acerca con sus dos hijitos de la mano y la impotencia de no llegar a fin de mes sobre los hombros. “Nunca había ido a un comedor. Trabajo de noche como niñera, cuidando el hijo de una doctora, y me llevo a los chicos conmigo o cuando salen de la escuela. Antes no arreglábamos, pero ahora no alcanza. Gano 200 mil pesos y pago 20 mil de alquiler por una pieza”, detalla.
“Sé lo que es pasar hambre”
En La Gargantita, cocinar para otros se paga con comida para uno: trabajan 15 personas, que reciben mercadería a cambio de su labor. El Gobierno porteño les entrega comida como para 500 raciones de comida por día (una vez por mes llegan los alimentos secos y todos los días los frescos) y para convertirlas en las aproximadamente 700 que sirven (hay días que llegan a entregar 1000), la magia queda en manos de José Luis Medina, el cocinero. Las milanesas, por ejemplo, se transforman en un guiso al que hacen crecer con arvejas, arroz y tomate. Todo se multiplica.
Como adentro el espacio es minúsculo y solo entra José con las ollas, el resto del equipo pica y prepara las verduras en las mesas que están sobre la vereda. A las 7 de la mañana se arranca con los preparativos y hasta las 18, el comedor está abierto. El almuerzo se sirve a las 13.30, aunque todo el tiempo circula gente. Antes funcionaban de lunes a lunes, pero como la comida no alcanza para tantas personas, no les quedó otra que cerrar los fines de semana.
“Algunos llegan cuando ya se terminó la comida y te dicen: ‘Doñita, ¿no me prepara un mate cocido o una leche con galletitas?’. Hay un señor grande que está en situación de calle, viene siempre y nos pide: ‘Sino hay nada, yo me conformo con un pan con aceite y sal’. A los que pueden prepararse algo en las casas, les damos un paquete de fideos o de arroz. Pasé tanta necesidad, que acá no se le niega nada a nadie”, asegura Mirta.
La historia de La Gargantita es también la suya. Llegó a Zavaleta con 17 años y una hija pequeña. Al poco tiempo, se juntó con quien luego sería su marido y el padre de sus otros siete hijos. Él trabajaba como plomero y gasista y ella estaba a cargo de las tareas de cuidado y de la casa. Cuando se acuerda de la primera vez que fue a un comedor, los ojos le explotan.
“Nos estábamos muriendo de hambre. Fui a pedir un plato de comida para mis hijos y me lo negaron, porque me dijeron que no había cupo. Eso me dolió mucho. Entonces, me metí bien adentro de la villa 21-24 y me traje un táper con polenta con carne picada. Esa fue la primera vez. En un comedor me cerraron las puertas y en otro, que era muy humilde, me las abrieron”, reconstruye Mirta. Mientras caminaba de regreso a su casa, se dijo: “Algún día voy a tener un comedor y va a ser sin cupo”. Y lo cumplió.
Mientras que la inmensa mayoría de los que hay en el barrio tienen listas de espera y hay que estar registrado para retirar la comida, todas las personas que esa mañana hacen fila frente a La Gargantita rescatan que en ese espacio no les pidieron nada. “¿Acá es lo de la señora Mirta? Me mandó una amiga. ¿Hay para llevar? Tengo un hijo con discapacidad y vengo desde el puente de La Noria”, dice una mujer que se acerca con una bolsa en las manos. Enseguida, Ester la hace tomar asiento.
También está Marisel (43), quien llegó al comedor por primera vez hace dos semanas. Nunca antes había tenido que pedir comida. “Me enteré por el Facebook, me dijeron con quién hablar, vine. Ese mismo día ya me dieron para llevar”, cuenta. Y sigue: “Empecé a venir por la situación, que es bastante crítica. Vengo de Barracas, son 15 minutos en colectivo desde mi casa. Por mi zona hay otros comedores, pero no había cupo”. Vive con su esposo, un hijo adolescente y una nieta de 6 años. Su marido hace changas y ella, que tiene discapacidad motriz y usa muletas para caminar, dice que conseguir trabajo le resulta muy difícil. El último que tuvo fue hace cuatro años en un negocio de venta de bijouterie al por mayor en Once. “Antes alcanzaba. Hoy es otro el cantar”, resume.
“Me fui como el Chavo del 8″
La Gargantita nació a mediados de 2016. Mirta estaba enferma y deprimida cuando conoció a la organización La Poderosa y le propusieron hacer un comedor. Era su sueño. “No teníamos nada ni sabíamos por dónde empezar. Les dije que iba a hacer una locreada, porque eso siempre es económico: podés pedir maíz, porotos, huesos en la carnicería y te regalan. Les pregunté a los chicos de La Poderosa si Javier Mascherano podía ser nuestro padrino. No sé por qué se me ocurrió él: era el único jugador de fútbol que me gustaba. Y lo consiguieron”, dice Mirta. Inauguraron el comedor en su propia casa y, con la ayuda de Mascherano y la gente de La Poderosa, lo difundieron en redes sociales. “Al toque me llamaron del Gobierno de la Ciudad y me empezaron a dar 300 raciones de comida, que hoy son 500″, recuerda.
Hace unos cuatro años y tras sufrir violencia de género, Mirta se separó de su marido y se fue de su casa: “Dejé todo: hasta las ollas. Me fui como el Chavo del 8, con una bolsita en la espalda. Empecé a alquilar y pasé con el comedor por distintos lugares”. Finalmente, gracias al apoyo de varios actores (La Poderosa, personal de los centros de salud y de la escuela del barrio, entre otros), desde el Gobierno porteño le cedieron el espacio que ocupa actualmente, y que había sido allanado e incautado por la policía tras una denuncia por venta de droga.
Cuando a Mirta le entregaron el búnker, se encontró con 12 metros cuadrados atestados de basura, las ventanas y la puerta tapiada. “Era una mugre”, resume. Convertirlo en comedor no fue fácil, como tampoco ganarse un espacio en esa manzana de un barrio atravesado por el narcotráfico, donde hasta hace no mucho tiempo no entraban ni las ambulancias ni los patrulleros.
La droga toca de cerca a muchas de las familias y para Mirta no es una realidad ajena: además de los hijos que parió, crio cinco chicos más, cuyos padres están atravesados por las adicciones y la situación de calle. Ella no sólo transformó el búnker en comedor, sino que hoy en La Gargantita hacen tareas comunitarias personas que tuvieron condenas por causas vinculadas al narcomenudeo, como una chica de 25 años que es mamá de un pequeño.
“Desde el juzgado me dicen que somos el único comedor que acepta estos casos. Es gente comprometida que quiere cambiar”, dice Mirta. Además de las raciones del Gobierno porteño, reciben donaciones de particulares y de La Poderosa, pero siempre se necesita de más ayuda.
Mientras el sol alcanza su punto más alto, la fila continúa su curso. Michel (19) y Jazmín (11) son hermanas y van a buscar la comida para seis personas. Llegaron al comedor por primera vez hace una semana. Su papá es pintor y su mamá ama de casa. “Porque las cosas están recaras”, responden las chicas cuando se les pregunta por qué se acercaron al lugar.
Juana (37) es mamá de Francisco (3) y hace cuatro meses que va al comedor. Es de Santiago del Estero y 16 años atrás llegó a Zavaleta. “Soy madre soltera y como él todavía no va al jardín se me complica para poder tomar más trabajos de limpieza. El año que viene empieza la escuela y ahí va a ser otra cosa”, se ilusiona. Hasta que quedó embarazada, trabajó informalmente cuidando a una mujer que había sufrido un ACV. “Esta ayuda es muy importante para mí. Hoy fui al súper y gasté 6 mil pesos en cosas para mi nene: yogur, banana, manzanas. Acá en el comedor te ayudan mucho con la fruta y esas cosas que son importantes para su crecimiento. No sé qué haríamos sino fuera por este lugar”, concluye sin sacarle los ojos de encima a Francisco, que no se queda quieto ni un instante.
Cómo colaborar
- Para ayudar a La Gargantita se pueden realizar donaciones mediante transferencias bancarias a su cuenta del Banco Ciudad, al CBU: 0290052010000050821225. Alias: CAMARA.MANI.RUEDA. Está a nombre de Johanna Mabel Gómez, que es la hija de Mirta y tesorera del comedor. Para más información, contactarse con Mirta al: +54 9 11 5029-6469.