Tiene autismo y en CABA lo querían mandar a una escuela especial: hoy siente “orgullo” por sus logros en un secundario común
Ezequiel tiene 14 años y va al Normal N°6 de Palermo; cuando tenía 4, le recomendaron ir a un colegio “con cuadros parecidos al suyo”; su mamá se negó y luchó para conseguir un maestro integrador; hoy cursa el secundario común; en la Ciudad, el 38% de los chicos con discapacidad todavía va a escuelas especiales
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Ezequiel López Bazzi es un adolescente de 14 años que cursa segundo año en una escuela secundaria pública de Palermo. Es fanático de Ariana Grande, Selena Gómez y Avril Lavigne. Se viste con ropa de colores oscuros y tiene un corte de pelo propio de los chicos de su edad. Cuando se pone reflexivo, cuenta que el autismo es parte de su identidad pero no es lo único que lo define. Dice, además, que está “orgulloso de sus logros”.
Con esa palabra se refiere, por ejemplo, a que desde mediados del año pasado cursa sin el apoyo de una maestra integradora, algo que necesitó desde sala de cuatro. Analía Bazzi, su mamá, lo escucha y ni se le ocurre interrumpirlo. Ese logro la pone doblemente orgullosa. Solo ella sabe lo que tuvo que luchar para evitar que su hijo fuera derivado a la escuela especial cuando tenía cuatro años.
Ezequiel lleva 12 años dentro del sistema escolar. Empezó el nivel inicial en sala de 2 porque su mamá estaba convencida de que eso era lo mejor para que un chico socializara y adquiriera hábitos. Así lo había vivido con Sebastián y Ludmila, sus hijos mayores.
“En los primeros años, no hubo señales muy concluyentes que uno pudiera adjudicar a un problema de salud. Hablaba poco, pero se lo atribuíamos a que era el menor de tres hermanos, muy mimado, y bastaba que señalara algo para que se lo diéramos”, recuerda Bazzi, una emprendedora que se dedica a la venta de ropa y zapatos en diferentes ferias porteñas.
Ezequiel era alumno de un jardín en Colegiales, perteneciente a la misma escuela pública a la que iban sus hermanos. Durante el primer año de jardín, ni la mujer ni las docentes a cargo del grupo del niño notaron algo que les llamara la atención. Pero, en sala de 3, la situación cambió. Comenzaron a ser cada vez más frecuentes los relatos de las maestras acerca de que el chico se tiraba al piso, se descalzaba en cualquier momento y podía permanecer acostado en el suelo mirando la nada sin que algo de lo que ocurría a su alrededor lo atrajera.
“Empecé a tener reuniones en el jardín. Cada vez más frecuentes. Me contaban esta clase de situaciones y además me decían que lo sacaban del aula, que lo llevaban a la dirección”, describe la mujer y sigue: “Pero yo no trabajaba, lo llevaba para que socializara. Y eso no estaba ocurriendo. Entonces pedí que me guardaran la vacante hasta el año siguiente mientras le hacíamos estudios que explicaran ese comportamiento”.
Como la familia no tenía obra social, Bazzi lo llevó al hospital Garrahan. Allí los médicos lo diagnosticaron con TGD (Trastornos generalizados del desarrollo) y le recomendaron a la mujer que gestionara el Certificado Único de Discapacidad. “Los médicos también me informaron que, al tener el CUD, Ezu iba a poder acceder a una obra social para gestionar sus terapias. Pero también me dijeron que la obra social que daban no funcionaba muy bien, así que me recomendaron inscribirme en el monotributo, para poder acceder a algo mejor”, agrega.
Enseguida se afilió a una obra social como monotributista y gestionó todo lo necesario para que su hijo comenzara cuanto antes con sus terapias. Pocos meses después, Ezequiel ya se encontraba en tratamiento y ella volvió al jardín a contar las novedades. Allí le dijeron que, para poder reintegrarse, Ezequiel tendría que ser evaluado por el Equipo de Orientación Escolar (EOE) del distrito, un área integrada por profesionales de la Psicología, la Psicopedagogía, las Ciencias de la Educación y dedicados al trabajo social que supervisan psicólogas, asistentes sociales y psicopedagogas.
“Una vez que lo evalúan, me dicen que Ezequiel tenía que continuar su escolaridad en una escuela especial, pensada para chicos con cuadros parecidos al suyo. Y me hacen firmar el pase”, dice Analía y explica que cuando le cuenta eso a los médicos y terapeutas que trabajaban con él, todos insistieron en que no aceptara el cambio, que la escuela especial lo iba a estancar, que no le iba a proporcionar los estímulos que él necesitaba. “Los profesionales me explicaron que lo mejor para mi hijo era continuar en una escuela común con un docente integrador”, recuerda.
Desesperada, Analía volvió ante el equipo de orientación a plantear que quería que su hijo continuara en una escuela de modalidad común con un maestro de apoyo. “Hace 10 años era mucho más complejo y burocrático que las escuelas lo permitieran. Así que las profesionales no se mostraron muy de acuerdo. Pero hubo una nueva evaluación que concluyó que Ezu estaba para seguir en común. El tema se resolvió en el área de Legales de la Dirección de Educación Inicial”, cuenta la mujer.
Finalmente le permitieron comenzar sala de 4 con una maestra integradora. Los dos años que siguieron en inicial –sala de 4 y preescolar-, Analía los recuerda con el sabor amargo de las reuniones frecuentes con el equipo de orientación escolar, que seguía insistiendo en que a Ezequiel le iría mejor en una escuela especial.
“Al terminar sala de 5, recuerdo que me dijeron, ‘acá te soltamos la mano’, como dando a entender que la primaria, sin el acompañamiento de ese equipo del EOE iba a ser muy complejo. Pero yo agradecí que me soltaran la mano, porque hasta ese momento, lo único que habían hecho era ponernos trabas”, reconoce Bazzi.
Los profesionales que acompañan a los chicos en su recorrido escolar son denominados por el Ministerio de Educación porteño como Acompañantes Personales No Docentes (APND), ya que no dependen del organismo sino que son provistos por las obras sociales o prepagas de los alumnos que lo requieren. Hoy, en el nivel Inicial hay 411 chicos que tienen acompañantes. Con respecto al nivel primario, explicaron que no era posible consignar una cifra de acompañantes porque el dato es muy cambiante. “Sí podemos decir que mínimamente hay un acompañante por escuela. Es decir, en todas las escuelas primarias hay presencia”, dijeron fuentes del organismo, quienes no aportaron cifras acerca de lo que ocurre en el nivel secundario.
Tampoco pudieron informar cuántos de los 588.555 alumnos de esa jurisdicción tienen discapacidad o asisten a clases con algún tipo de apoyo. “En los últimos años el Ministerio de Educación porteño viene trabajando en diferentes acciones vinculadas a la educación inclusiva”, expresaron desde ese organismo. Sin embargo, detallaron que la matrícula actual en escuelas especiales alcanza a 5771 alumnos, un 10% más que la matrícula de 2021, que era de 5208. Es decir que, a contramano de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que protege el derecho de los alumnos a estudiar en escuelas comunes, ahora hay más chicas y chicos estudiando en escuelas especiales que el año pasado.
Mientras que de acuerdo con los anuarios estadísticos del Ministerio de Educación de la Nación de 2021, del total del alumnado con discapacidad que había en la Ciudad en 2021, el 38% todavía asiste a escuelas especiales.
La derivación a escuelas especiales es apenas una de las caras que muestra la falta de inclusión en el terreno educativo. También se manifiesta con la falta de apoyos suficientes y en la negativa a matricular a chicos y chicas con discapacidad, algo que, en la Ciudad de Buenos Aires curre, especialmente, en las instituciones de gestión privada.
En 2019, la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia demandó al Ministerio de Educación porteño por no garantizar educación inclusiva y por permitir que las escuelas comunes de gestión privada rechacen la inscripción o matriculación de alumnos con discapacidades. En junio de este año, esa acción judicial tuvo un primer fallo clave: la Justicia de la Ciudad le ordenó al Gobierno porteño que elaborara una política pública que garantizara el acceso de niños con discapacidades a los establecimientos educativos privados.
“La inclusión es mucho más que obtener una vacante. Es también todo lo que ocurre después, una vez que el alumno o alumna ingresa al sistema educativo. Si bien en las instituciones de gestión pública porteñas no se registran tantos obstáculos para el ingreso, se observa que no existen dispositivos de apoyo adecuados. Así, es frecuente que se recomiende la derivación de los estudiantes con discapacidad a escuelas especiales, que se los obligue a repetir o que se les impongan jornadas reducidas”, analiza Celeste Fernández, directora adjunta programática de ACIJ..
“Este es mi primer año completo sin apoyo”
Contra el pronóstico del Equipo de Orientación Escolar de Nivel Inicial, la primaria de Ezequiel transcurrió sin sobresaltos. “Cursó todos los años con un docente acompañante. Hubo años mejores que otros pero, más que nada por la dificultad para entender de algunos docentes que el chico que está con proyecto de inclusión es su alumno también. A veces los tratan como si fueran alumnos del maestro integrador en forma exclusiva”, se lamenta Bazzi, mientras Ezequiel escucha con atención.
La charla tiene lugar en el Centro Terapéutico “Yo quiero”, ubicado en Colegiales, en donde el adolescente trabaja sus habilidades sociales. Hasta allí llegaron Analía y su hijo desde Abasto para dialogar con LA NACION. Cuando se quita el barbijo negro, Ezequiel saluda con una sonrisa tímida. Tiene ganas de contar su experiencia.
“Recuerdo que, a veces, las tareas me costaban mucho y que, además, cuando no me salía alguna cosa, me frustraba. Por eso, cuando recibía ayuda de mi integrador me sentía seguro, me daba esa satisfacción que se siente cuando alguien te ayuda y podés realizar lo que querés. Además, su compañía me hacía bien porque les podía contar cosas sobre mi día a día”, explica Ezequiel, quien agrega que, con las maestras de grado, no siempre lograba esa confianza.
A medida que fueron pasando los años, Ezequiel fue necesitando cada vez menos apoyo en lo escolar. “En sexto grado, acordamos con el equipo terapéutico que el integrador fuera tres veces por semana y anduvo muy bien”, explica su mamá.
Después de hacer séptimo grado en forma virtual por el confinamiento, se decidió repetir el esquema de sexto grado durante el primer año. Pero a mediados de ese año, junto al gabinete psicopedagógico de la escuela (el Normal N° 6, de Palermo), se definió quitarle los apoyos. “Este es mi primer año completo sin apoyo. Y me siento muy orgulloso de mis logros”, expresa Ezu.
Lo social, en cambio, era más desafiante. “Actualmente soy muy selectivo con los amigos. Esto es porque, en la primaria, a veces me trataban medio raro, en el sentido de que hacían algunas bromas que tal vez no entendía mucho, y me sentía medio inseguro”, reconoce Ezu, quien se imagina, en el futuro, ligado a alguna actividad relacionada con la comunicación social.
Cuando contrasta aquella recomendación de pasarlo a escuela especial con el presente de su hijo, Analía considera que los equipos de Orientación Escolar no siempre cuentan con la dotación de personal suficiente como para familiarizarse con la historia de cada chico y poder entender qué es lo que realmente necesita.
“El sistema educativo requiere más profesionales en estos temas. Y los docentes, más capacitación. Más allá de que los chicos con discapacidad tengan maestro integrador, no tienen que olvidar que son sus alumnos también. Todo no puede recaer en el integrador. Si ellos no le dan ese lugar en el aula, es difícil que el resto de los alumnos los reconozcan como pares”, considera.
Hoy en día, Ezequiel es un adolescente que maneja el tema de su diagnóstico como algo privado, que elige con quien compartir. “Cuando era chiquito, no sabía que tenía autismo. Lo supe a los 9 o 10, porque empecé a sentirme diferente en algunas cosas y pregunté. Ahí me empecé a familiarizar un poco. Ahora lo tomo como parte de mi identidad, como parte de mí. No lo considero algo negativo, algo malo, sino como una característica que me identifica”, concluye.