Blas era un bebé cuando entró a una institución para chicos sin cuidados parentales; pasó su infancia y adolescencia esperando ser adoptado, pero el Estado no le garantizó ese derecho; hoy estudia medicina y trabaja en un hogar de niños que atravesaron violencias y abandono
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En uno de los primeros recuerdos que Blas conserva de su infancia, se ve a sí mismo con tres o cuatro años, rodeado de otros chicos y de muchas personas adultas: eran rostros que cambiaban con tanta frecuencia que no llegaban a volverse reconocibles. “De lo que me acuerdo es de esa sensación de no saber quién era mi mamá. Recién con el tiempo, entendí que estaba en un hogar de niños. Había llegado a ese lugar apenas nací”, reconstruye.
Blas tiene 20 años y pasó toda su vida en hogares. En el primero, estuvo desde que era un recién nacido hasta los 12; en otro, hasta los 18; y, finalmente, llegó a donde vive hoy: el hogar para adolescentes Nuestra Señora de Luján, de la asociación civil No Seas Pavote, que queda en Villa Centenario, Lomas de Zamora.
¿Cómo fue pasar su infancia en instituciones? “Para mí era una tortura ver a todos los niños que se iban en adopción y que a mí nunca me adoptaran. Eso me redolía, porque sentía que nadie me quería. Todavía hoy me duele en el alma”, cuenta Blas con la voz quebrada por la angustia. Y agrega: “Cuando era chico quería tener una mamá como el personaje de Florencia Bertotti en Floricienta: que siempre me cuide y me defienda. Pero nunca llegó”.
Cuando le preguntan por qué cree que desde el Estado no le garantizaron el derecho fundamental a vivir en familia, hace un silencio. No tiene respuesta y tampoco tiene por qué tenerla. La desidia es difícil de racionalizar, de poner en palabras. Simplemente, es. “Desde antes de nacer, ya sabían que yo iba a ir a un hogar, pero nunca me encontraron una familia. El Estado no hizo el trabajo que tenía que hacer y se olvidó de mí: me dejó en el hogar y ya está”, asegura el joven.
Su historia pone sobre la mesa, de la forma más cruda, una problemática que pocas veces se aborda en los medios: la cantidad de años que muchas niñas, niños y adolescentes pasan en hogares una vez que los organismos de protección toman una medida excepcional; es decir, cuando son separados de sus familias tras sufrir abandono y distintas violencias.
Si bien cada caso es particular, los especialistas estiman que en promedio la institucionalización puede durar entre tres y cuatro años mientras se define su situación: si se logra revertir la causa que originó la vulneración de sus derechos, los chicos vuelven con su familia de origen o ampliada −lo que ocurre en el 90% de los casos− y, si eso no es posible, se les busca una nueva familia por medio de la adopción. Pero en ocasiones, como las de Blas, esos años pueden ser incluso muchos más. Los motivos van desde la falta de articulación entre los actores que intervienen en el proceso (juzgados, servicios locales, etcétera) hasta la dificultad de encontrar una nueva familia por medio de la adopción cuando los niños tienen más de 8 años.
“Nunca nadie me visitó”
Blas está en la cocina del hogar Nuestra Señora de Luján. Acaba de llegar de la facultad, donde cursa el CBC de Medicina en Avellaneda, y en un rato se tiene que ir a trabajar. Esa tarde preparó un budín de pan en honor a Ismael, uno de los cuidadores, que cumplió años.
Cuando Blas, que es un chico trans, llegó a esa casa de No Seas Pavote dos años atrás, sintió por primera que vez podía ser él mismo. Le cuesta poner en palabras esa sensación, la de sentirse acompañado y querido: “Me acuerdo que el día en que me quise cortar el pelo, le hice una pregunté a Gabi Salisio (directora de No Seas Pavote): ‘¿No te molesta que me lo corte muy cortito? ¿No te vas a enojar?’. Ella me respondió: ‘¿Cómo me voy a enojar, si es tu pelo? ‘. Le dije que en el otro hogar, que era de monjas, se hubiesen enojado. Ahí descubrí que estando a cargo de Gabi podía ser quien realmente era. Tenía 19 años”.
Antes de llegar a esa tarde de budín de pan y mates compartidos con LA NACION, Blas pasó de todo. Lo poco que pudo reconstruir de su historia de origen es que cuando nació, su mamá y sus dos hermanas mayores, que le llevaban 6 y 8 años, vivían en Tigre, “cerca de la estación de tren”. La primera institución a la cual lo llevaron fue un hogar en San Isidro. Cuando fue creciendo, las personas responsables del lugar esquivaban sus preguntas sobre su pasado y su futuro inmediato. Nadie le informó sus derechos, ni le buscaron una nueva familia por medio de la adopción. Nada de nada.
“Yo siempre decía que no quería estar en el hogar, que quería una familia, pero no me respondían. Les pregunté a mis hermanas, que estaban en el hogar conmigo, pero tampoco sabían. Con el tiempo, a mi hermana mayor se la llevaron a un hospital y nunca más la volví a ver: sé que tenía epilepsia y ataques de ira”, cuenta el joven. Y agrega: “Mi hermana del medio pasó luego por un hogar donde la maltrataban, se escapó, tuvo un hijo y ahora está en pareja. Pero no tengo vínculo. En el hogar, que yo sepa, nunca me visitó nadie. Al menos no tengo recuerdo. Mi mamá creo que tampoco. Después me dijeron que mis padres fallecieron, pero no sé si es así”.
A pesar de todas esas vulneraciones, conserva algunos momentos felices de aquellos años: “Un recuerdo que tengo muy lindo del amor es de una señora que se llamaba Nelly, que trabajaba ahí y que fue la primera que me cuidó. Me enseñó a caminar, valores, a ser buena persona. Los domingos tomábamos mate con leche. Ahí me sentía re en familia porque estábamos todos los niños y ella sola. Y era super rico el mate”.
También hay momentos que prefiere olvidar: “En la primaria, me sentía raro porque mis compañeritos iban a las fiestas de la escuela con sus padres y yo solito. O me molestaban: ‘Ahí va el huérfano, no tiene familia’. Yo siempre tuve el deseo de saber lo que se siente tener una mamá y un papá, o mamá-mamá o papá-papá. Una familia, me da lo mismo cómo esté formada. Siempre lo dije, pero no me prestaron atención”.
“No sabía qué iba a pasar cuando cumpliera los 18″
A los 12 años, a Blas lo trasladaron a otro hogar, esta vez a cargo de un grupo de monjas en Boulogne. Su causa, que había estado en un juzgado de Pilar donde nunca se sintió escuchado, pasó a uno en San Isidro: “Ahí la jueza se puso más las pilas en ayudarme. Como ya no podían encontrarme familia porque era grande, a los 16 años recién cumplidos me consiguieron un padrino, Germán, que me sigue acompañando hasta hoy: él siempre está presente”, cuenta. Sobre el juzgado anterior, sin embargo, detalla: “Cada vez que iba a ver a la jueza le decía: ‘Quiero que me adopten’. Me escuchaba y la secretaria tomaba nota, pero después se olvidaban. Me decían: ‘Vamos a ponerte en los primeros lugares de la lista’ y creo que nunca lo hicieron”.
El hogar de monjas era solo para mujeres (Blas todavía no había empezado su transición) y al principio le costó adaptarse: “No sabía cómo sociabilizar porque eran chicas que habían pasado de todo y yo tuve la buena suerte de no pasar por todo eso. No entendía muchas de las cosas que vivían ellas. Lo lindo es que se fue haciendo un grupo en el que sentía que podía confiar”. Pero esa era una cara de la moneda: “También viví violencia entre compañeras y a veces por parte de operadores, cuidadoras o monjas, que me traumaron. A mí me gustan las mujeres y me humillaban, me decían: ‘Sos un pecado, sos una mala persona, no servís para nada, nadie te quiere’”.
Los años iban pasando y la incertidumbre de qué pasaría cuando cumpliera los 18 y llegara el momento de egresar del hogar, le pesaba como una roca en el estómago. “Las monjas tenían una residencia para jóvenes de más de 18, donde el requisito era que trabajaras y estudiaras. Yo tenía la ilusión de ir a ese lugar, pero cuando cumplí la mayoría de edad hablaron con el servicio local y dijeron: ‘Se tiene que ir de acá sí o sí’. No me aceptaban porque yo no era como ellas querían. Gracias a Germán, mi padrino, encontré el hogar de No Seas Pavote”, dice Blas.
En el interín, conoció el Programa Nacional de acompañamiento para el egreso de jóvenes sin cuidados parentales (PAE), una iniciativa del Estado dirigida a adolescentes y jóvenes de entre 13 y 21 años (puede ser hasta los 25 si estudian) que viven en hogares. El PAE prevé un acompañamiento emocional y a una asignación económica mensual (equivalente a un 80% del salario vital y móvil, actualmente son unos 95 mil pesos) a partir del momento en que egresan de los dispositivos de cuidado, que suele ser a los 18 años. Hoy, gracias a ese apoyo, Blas puede solventar sus estudios. “Tener un título y un trabajo siempre fueron metas para mí. Como amo los animales, al principio quería ser biólogo marino, pero le tengo miedo al mar”, admite entre risas. Por eso decidió estudiar medicina: “Me está yendo bien. Me gustaría ser neurocirujano, aunque en otra vida podría ser veterinario”.
“Yo sé por el dolor que están atravesando”
Hace un tiempo, Blas empezó a trabajar en Guadalupe, un hogar para niños pequeños que también forma parte de No Seas Pavote. Una vez por semana, ayuda en el cuidado de los chicos: “Les hago la merienda, miro un rato la tele con ellos, le sirvo la cena y los preparo para ir a dormir. Si tienen miedo, les hago compañía”.
−¿Cómo es trabajar con niños y niñas que pasaron por situaciones similares a las que viviste vos?
−Es como ponerme en sus zapatos porque yo ya lo viví y sé el dolor que están atravesando. Y hay que tener paciencia. Si están en una crisis, sacarlos de ahí y darles amor, porque es lo que necesitan: tratarlos con cariño, porque capaz que no saben cómo expresarlo y lo hacen con el llanto. Lo que quieren es un abrazo.
Sus días arrancan temprano: de lunes a viernes va a la facultad, estudia mucho y cuando puede trata de dormir la siesta. En su tiempo libre, disfruta de pasar tiempo con India, su gatita. Blas se describe como un chico al que le encanta “ayudar a otros”, que se “derrite” con los animales y que, ni bien conoce a alguien nuevo, puede ser bastante tímido. También es muy casero: “No salgo a la noche, no tomo, no fumo: a veces siento que soy un viejo en el cuerpo de un adolescente. Nunca me llamó la atención salir a bailar o tomar”.
Lo que sí le gusta es cocinar: “Aprendí mirando a las monjas: cuando me ponían en penitencia porque querían que me sacara siempre 10, 9 u 8 de nota, me paraban en un rincón de la cocina y como no tenía nada que hacer, las observaba. Viéndole el lado positivo, así aprendí”.
− ¿Seguís soñando con una familia?
− Sí. Siempre. Me lastimaron tanto que me cuesta demostrar cariño. Me cuesta formar amistades porque tengo miedo que me abandonen. Pienso: ‘Si me abandonaron mis padres, me puede abandonar cualquiera’. Pero quizás un día tenga mi familia, ¿quién te dice?
Blas tiene una sonrisa enorme, de dientes blanquísimos y paletas separadas. En el hogar lo adoran: es el pibe que siempre está ahí, para todos. A veces, esa sonrisa se apaga, como cuando piensa en los niños y las niñas que viven en los hogares y que muchas veces pasan años, como él, esperando respuestas.
El joven todavía no conoce la mayor parte de su historia. “Yo siempre quise saberla y la respuesta del juzgado era: ‘Cuando cumplas 18 años te vamos a dar tu informe’. Cuando fui mayor de edad, pedí el expediente pero no me lo dieron. Me dijeron que necesito presentarme con un abogado. Yo tenía a mi abogada del niño, le escribí, pero no me respondió”.
Blas se abriga para salir. Lo esperan los niños del hogar. Antes de abrir la puerta de calle, dice: “A los juzgados y a los organismos del Estado en general les diría que hagan bien su trabajo, que nosotros no somos paquetes que nos meten en un hogar y se olvidan. Somos personas que tenemos un dolor inmenso y no da para que se manejen como se les canta. Tienen que hacer el trabajo que les corresponde”, denuncia Blas. Y concluye: “A los niños les diría que no dejen de pelear por sus derechos, que si necesitan quedarse todo el día en el juzgado hasta que los escuchen, que lo hagan, porque lo que está en juego es su historia, algo que los va a marcar de por vida”.
Más información
- No seas Pavote nació hace 14 años y, entre otros espacios, actualmente cuenta con Tinku, un centro barrial de día y pernocte para gente en situación de calle; Teresita, una casa para mujeres y sus hijos pequeños; Guadalupe, un hogar de niñas y niños; Magdalena, un centro para mujeres trans; y una quinta en Merlo donde hacen tareas deportivas y recreativas de prevención. Para más información de cómo colaborar, se puede visitar su web.