Micaela Matteucci tenía 17 años la última vez que vio a sus hijas; hoy, a los 21, reclama que no fue tenida en cuenta durante el proceso, vulnerándose sus derechos y los de las niñas; el caso espera ser revisado por la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires
- 11 minutos de lectura'
Todo empezó el 9 de noviembre de 2017. Hacía poco que Micaela Matteucci había cumplido 17 años y estaba en un supermercado. La acompañaban su pareja e Isabella y Felicitas (sus nombres fueron cambiados en esta nota para preservar su identidad), sus dos hijas mayores, que en ese momento tenían dos y un año. Micaela recuerda que, en un descuido, Felicitas se cayó del cochecito y se dio un golpe fuerte. Fueron a la salita de salud del barrio y de ahí las derivaron al Hospital de Monte Grande. “Le hicieron todos los estudios y determinaron que tenía una doble fractura de cráneo. Nos dejaron a mí y a ella internadas y cuando llegó el momento de darle el alta, me dijeron que ellos no podían dármela, que tenía que ir a buscarla a Desarrollo Social de Ezeiza”, cuenta. Habla fluido, de un tirón, recordando las fechas exactas y otros detalles, sin sacarle los ojos de encima a Ainhoa, su hija más pequeña, de dos años, que juega a su lado.
Del hospital, Micaela y Felicitas fueron hasta Desarrollo Social, donde la madre explicó lo que le habían dicho. “Me respondieron que la nena se tenía que quedar ahí. En ese momento yo no lo podía creer: me dijeron que la semana siguiente tenía que llevar también a Isabella porque si no, no las iba a volver a ver a ninguna de las dos. Fue el viernes 17 de noviembre de 2017, no me olvido más”, explica. Agrega que, como ese año el lunes era feriado, le pidieron volver con Isabella el martes siguiente, 21 de noviembre: “Desde ese día, nunca más las volvimos a ver, ni yo, ni nadie de la familia”.
Micaela inició entonces su derrotero por la Justicia, que continúa hasta hoy, para recuperar a sus hijas. En ese proceso, un día le llegó por Facebook una solicitud de amistad de una desconocida: Sonia Almada, psicoanalista y fundadora de Aralma, una asociación civil dedicada a la erradicación de las violencias contra las chicas y los chicos. Durante un año, Almada y su familia habían cuidado a las hijas de Micaela como referentes afectivos, ya que estaban en un hogar del Conurbano. Cuando la psicoanalista se enteró de que habían sido dadas adopción “de un día para el otro”, empezó a “sospechar de algo raro” y, según cuenta, se encontró con una serie de hechos que llamaron mucho su atención. Buscando respuestas, dio con Micaela: “Me encontré con una madre que buscaba desesperadamente a sus hijas y que me dijo: me las robaron”.
La joven no sabía aún que las niñas habían sido dadas en adopción en un proceso que, según denunciaría después junto a su abogada y con el acompañamiento de Almada, “tuvo graves irregularidades”. “Cuando la conocí supe que su historia no era un hecho aislado. La apropiación es una de las formas de maltrato infantil más invisibilizadas. Muchas veces se disfraza de restitución de derechos de los niños, pero Micaela también era una niña, como tantas otras, y nadie, absolutamente nadie, la escuchó −denuncia Almada− Aquí estamos ante un doble crimen hacia la mujer, en situación de vulnerabilidad, y hacia los niños utilizados para cumplir el rol de hijos en familias a quienes se considera ‘más aptas’ para la crianza. Hay muchas Micaelas”. A partir de la historia de esa madre adolescente, explica que desde Aralma empezaron a investigar la problemática y están trabajando en un documental para darle visibilidad.
Hoy el caso espera ser revisado por la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires. La defensa de Micaela reclama la nulidad de la adopción, denunciando que se violó “el debido proceso legal y estándares internacionales”. Si la Justicia llegase a resolver que eso no es posible, ella pide tener un régimen de comunicación con las niñas, recuperando así el vínculo y que se respete su derecho a la identidad.
“¿Dónde están mis hijas?”
¿Cómo llega una niña, niño o adolescente a ser declarado en situación de adoptabilidad en la Argentina? El proceso podría resumirse así: cuando el Estado detecta que un chico está sufriendo algún tipo de violencia en su familia de origen, puede tomar una “medida excepcional” para ponerlos a resguardo (generalmente, en hogares), hasta que se resuelva la situación. Si se logra revertir la causa que originó la vulneración de sus derechos, vuelven con su familia de origen o ampliada −lo que ocurre en el 90% de los casos− y, si eso no es posible, se les busca una nueva por medio de la adopción. Según la ley, el plazo de las medidas excepcionales no debería superar los 180 días; pero, en la práctica, esos seis meses suelen prorrogarse mucho más.
Antes de que una chica o un chico entre en el sistema de adopción, tienen que agotarse previamente todas las posibilidades de que vuelvan con su familia de origen o extensa (como tíos o abuelos, por ejemplo), o con otras personas con las que hayan tenido un vínculo afectivo previo. Si eso no es posible y la Justicia considera necesario declarar la situación de adoptabilidad, la familia de origen tiene el derecho de apelar la decisión, lo que muchas veces suele prolongar los procesos. En el caso de Micaela, según la denuncia presentada, esos pasos no fueron respetados.
Micaela perdió la cuenta de las veces que fue al Juzgado de Familia Nº 12 de Lomas de Zamora. Dice que fueron “incontables”. Iba aunque no la llamaran. Viajaba dos horas y media en tren y colectivo para llegar. A veces, como no le alcanzaba para el boleto de colectivo, hacía parte del trayecto caminando. Era una adolescente y no tenía la menor idea de cómo funcionaba el aparato judicial, pero se presentaba en la mesa de entradas pidiendo saber algo de sus hijas. “Yo les decía: ‘No quiero el expediente, aunque sea díganme cómo va el caso o cuál fue el último escrito que se emitió. Me respondían: ‘No te podemos decir a vos’. Después supe que sí me podían dar esa información y a partir de ahí les decía: ‘Es mi derecho’. Aprendí un montón de cosas legales”, detalla Micaela, que hoy sueña con convertirse en abogada.
Recuerda que la recibían psicólogas y la secretaria del juzgado, pero no la jueza a cargo. “La Dra. Alicia Taliercio jamás me dio una audiencia. Nunca. No le conozco la cara. Me hicieron ir un montón de veces diciéndome que si hacía un curso laboral o un tratamiento psicológico me iban a dejar verlas. Me recibí de peluquera, hice el psicotécnico, todo lo que me pidieron, pero nunca me dieron una audiencia con la jueza para que pudiese explicarle lo que pasó. Aunque no sirviera de nada, quería que me escuchara”, señala Micaela. LA NACION consultó para esta nota a Taliercio, que ya está jubilada, pero prefirió no ser entrevistada sobre el caso y sostuvo que “debe expedirse la Suprema Corte”.
Los meses fueron pasando. “La abuela de Isabella y dos de mis hermanas se presentaron en el juzgado para reclamar que, si yo no podía tenerlas, les den a ellas a las chicas, pero no les prestaron atención. A los padres de las chicas tampoco”, cuenta Micaela. Cuando Almada se puso en contacto con ella, era mediados de 2019: las niñas habían sido dadas en adopción en diciembre del año anterior, un año después de la última vez que Micaela las vio. Ella se enteró de eso por Sonia. “Sé de muchas adopciones que tardan años en salir y en el caso de mis hijas, que haya salido en un año, que sea plena y que yo no me hubiese enterado de nada, fue como un baño de agua fría: sentí que me las habían robado”, subraya.
En busca de respuestas
Almada conoció a Isabella y Felicitas en un hogar donde era voluntaria. Con su familia se convirtieron en sus referentes afectivos y las niñas pasaban mucho tiempo en su casa. “La directora de la institución me contó que eran de familia paraguaya y que su mamá tenía graves problemas de adicciones, lo que después supe que no era cierto”, cuenta la fundadora de Aralma. Agrega que, cuando se enteró de que las niñas habían sido dadas en adopción, le pareció rarísimo: “Fue todo muy rápido. La entrega de las niñas se dio entre Navidad y Año Nuevo, exactamente el 28 de diciembre. Logramos despedirnos y tuve un intercambio con los pretensos adoptantes, pero después nos bloquearon. Empecé a hablar con jueces y todos me decían que era muy raro”.
El apellido de Micaela (la pieza clave para encontrarla por Facebook), Almada lo supo un día que, junto a su marido, se presentaron en el juzgado. Querían saber cómo estaban Isabella y Felicitas. “La secretaria del juzgado nos trató de una manera bestial, nos echó con mucha violencia. Una empleada administrativa me llamó aparte y me dio un papelito con el apellido de las nenas y el número de expediente. En Facebook, me encontré con una familia que las buscaba desesperadamente y ahí corroboré mi inquietud”, recuerda Almada. Para ella, hay otras mujeres como Micaela en toda la Argentina: “Conocí a algunas en situaciones similares, muchas resignadas. Por la pobreza, no pueden afrontar el gasto de enfrentarse a la Justicia. Se las va comiendo un sistema depravado y ellas van perdiendo la ilusión. Micaela no la perdió por el impulso que le pusimos”, asegura.
En ese contexto, Marisa Herrera, doctora en abogacía, especialista en derecho de familia e investigadora del Conicet, considera que es clave que historias como las de Micaela se conozcan: “Uno tiene que empezar a sociabilizar estos casos en términos de prevención, para que no vuelvan a suceder, porque acá intervino una jueza supuestamente de un fuero especializado, con herramientas básicas para saber que a una madre por ser adolescente no hay que anularla, al contrario, tenés que trabajar con ella porque muchas veces hay situaciones de vulnerabilidad atrás. Hay una mirada de estereotipos donde encima acá tenes la conjunción interseccional letal: porque es mujer, adolescente, pobre, ya está, olvidate. El sistema te sanciona, no cree en vos”.
Llegar a la Corte
Micaela es la más chica de ocho hermanos. Se crió entre Ezeiza y Monte Grande. “Fue muy duro para mi familia cuando quedé embarazada tan chica, pero las nenas eran muy especiales, las mimadas de todos”, dice. Habla de las chicas en pasado. Se detiene. Se corrige. “Suponiendo que yo no fuera apta para tenerlas, ¿nadie de la familia tampoco? No somos una familia perfecta pero si hay algo que hicieron fue apoyarme siempre con ellas”, asegura.
Siendo menor de edad, durante un tiempo tuvo una defensora oficial a la que, según cuenta, vio “una vez en la puerta del juzgado”, y luego un par de abogados que no la acompañaron bien. Finalmente, por intermedio de Almada, dio con su abogada actual, Laura Chaves Luna, quien detalla que le llevó meses acceder al expediente, a pesar de haber cumplido con todos los pasos legales. Acerca del caso de Micaela, dice: “Una de las cosas más graves para mí como abogada es que mínimamente le tendrían que haber permitido tener comunicación con sus hijas, porque hay jurisprudencia de que vos podes otorgar una adopción, incluso plena, pero permitir la vinculación, respetando así el derecho a la identidad. Pero se lo negaron, tanto a ella como a su hija más pequeña, que no conoce a sus hermanas”.
Sobre ese punto, Micaela explica: “Pido que si yo no las puedo ver, que al menos las vea Ainhoa. Ella es consciente de que tiene hermanas y siempre pregunta por ellas: le da besos a sus fotos. El hecho de que crezca, lo sepa y no las vea, es un dolor muy grande”. Luego de lo que pasó con sus hijas mayores, Micaela tuvo una depresión. “Fui saliendo gracias a Ainhoa y al apoyo de mi familia”, asegura. Y concluye: “Ahora el caso está en la Suprema Corte hace un año. Quiero que alguien me escuche. No me puedo quedar con ‘listo, las adoptaron’. Si me dicen: ‘La Justicia te las sacó’, yo respondo: no, porque si realmente hubiese existido Justicia, no me las hubiesen sacado nunca”.
Más información
Aralma: El 4 abril está asociación civil cumplió 19 años trabajando contra las violencias hacia las niñas, niños y adolescentes. Están buscando financiación para poder seguir investigando y continuar produciendo su documental. Para más información escribir a aralma@aralma.org o contactarse por Facebook e Instagram: @somosaralma