Sufrió violencia de género y perdió todo, pero recuperó sus sueños gracias a un cachorro y una mano extendida
Cecilia Verón tiene 30 años y hace 10 que está en situación de calle; duerme en Recoleta y hace unos meses conoció a un grupo de personas que le están dando un giro a su vida
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“Estudio porque quiero ser colega de quienes me ayudan a salir del consumo y la tristeza”, dice la mujer que no se despega de su perro, la que camina con su mochila y bolsas de la avenida a la plaza, la que duerme en el cajero de un banco en el barrio porteño de Recoleta, la que en pocas horas enfrentará el frío de una noche de invierno con unos cartones y una frazada.
Esa mujer tiene 30 años y hace 10 que vive en la calle. Se llama Cecilia Verón y pide encontrarse con LA NACION en la puerta de la iglesia Esclavas del Sagrado Corazón. Elige ese punto de la ciudad porque es donde encontró la manera de empezar a reparar lo que en un momento consideró roto para siempre, su vida.
Además de cartones, frazadas, una mochila y un perro que hoy “es el motor de su vida”, Cecilia tiene una historia para contar y afirma que representa a los que como ella viven en situación de calle y que, según nota, cada día son más. Y tiene razón.
En la ciudad de Buenos Aires, unas 3.560 personas viven en situación de calle, según el censo realizado en abril último por el gobierno porteño, un 8% más que en abril de 2023. Esa cifra es la más alta desde que se iniciaron los relevamientos censales en 2017.
“Todos en algún momento nos rompemos con lo que nos pasa en la vida. Nosotros no elegimos estar en la calle porque tenemos ganas. Los que nos ayudan lo saben”, explica y sosteniendo de la correa a su perro, Alexis Emanuel, apura el paso al ver que son más de las siete de la noche. Camina hacia la plaza que queda frente a la iglesia, para sentarse a conversar. Alexis Emanuel es blanco, tiene manchas marroncitas. Es un perro callejero y está abrigado con un chaleco azul.
“Hola Chechu ¿paseando a Emanuel?”, le dice una vecina de unos 80 años que la ve mientras espera a cruzar la calle. Ambas se saludan con un beso. La señora le comenta que tiene algo para ella y Cecilia agradece. “Cocina unos alfajores muy ricos y me los regala”, comenta. Luego, se ríe: “Muchas personas del barrio saben que vivo en la calle, otras no porque yo me arreglo, me aseo y ahora estoy bien”.
Hace poco Cecilia logró publicar una carta de lectores en LA NACION para contestarle a un par de vecinos que se habían quejado por la cantidad de personas en situación de calle que se paran en la puerta de la iglesia Esclavas del Sagrado Corazón para pedir comida. Cecilia les respondió con respeto que si bien no vive en una casa, es una vecina más y que en ese espacio de la parroquia se brinda ayuda a gente como ella. Tienen una primaria y secundaria para adultos, contención psicológica y asesoramiento para conseguir trabajo.
Después de publicar esa carta, llamó a su papá. Hacía meses que no hablaba con él y hace años que no lo ve. Sentía que había dado una mano y se lo quiso contar. “Hijita, no importa lo que hiciste en el pasado. Yo a vos siempre te amo”, le contestó él, en referencia a lo que los alejó hace 13 años.
“Me golpeó tres días seguidos”
Cae la noche y las luminarias tenues de la calle se encienden. Cecilia elige un banco de la coqueta plaza Vicente López para sentarse. Pone sus pertenecías a un costado, le da el perro a una amiga, una voluntaria amiga de la iglesia, para que lo pasee un ratito y comenta que la noche está fría. Tiene la nariz roja, mide un metro sesenta, está abrigada con un sweater, una campera y una bufanda rosa tejida a mano. Minutos antes de la entrevista, en la iglesia se maquilló un poco y se recogió el pelo negro en un peinado con trencitas. A veces parece una adolescente de ojos brillantes y otras, una mujer que necesita de la esperanza. Depende de lo que cuente.
“A los 18 años estaba locamente enamorada de un chico del pueblo y me vine a Buenos Aires siguiéndolo a él. Me fui a vivir con una tía. Yo creía que la vida era color de rosa, que todo el mundo era bueno”, sonríe Cecilia, que nació en Apóstoles, Misiones, la capital de la yerba mate.
“Imagínate venir a una ciudad tan grande, yo que venía de un pueblito. Mi familia siempre me cuidó mucho. Mi mamá me educó para que yo estudiara. En mi casa ni me lavaba las medias”, dice y se ríe con una risa cristalina que no se parece a su voz, un poco cascada. Cuenta que hizo la secundaria en un colegio comercial y que soñaba con estudiar ciencias económicas. Su plan era dar las cuatro materias que le habían quedado pendientes del secundario y entrar a la facultad.
“Tuve todas las oportunidades de hacerlo, pero no hice nada”, se lamenta. Eligió irse a vivir con su novio, que había conseguido un alquiler barato en la Villa 31. De apoco, en la convivencia, se dio cuenta de que las cosas no eran como ella pensaba.
“Él no hacía nada. Yo bancaba todos los gastos. Primero trabajé como mesera en un pool de mala muerte, lleno de borrachos. Después trabajé 12 horas en un puesto de panchos y sándwiches, en Retiro. Él resulto ser mala persona, me golpeaba mucho y yo no sabía nada, era muy chica. Para peor, por seguirlo, me metí en las drogas. Cuando quise salir de eso, estaba embarazada”, resume rápido, como escapándose de esos recuerdos.
“Las cosas después no mejoraron, yo vendía sándwiches en el tren con la beba en brazos. Cuando mi hija tenía 18 días, él había estado golpeándome tres días seguidos y decidí irme. Pensé que me iba a matar. Me quise llevar a mi bebé, pero no pude porque físicamente no me dejó. No voy a contar detalles, porque fue muy feo. Ese día empecé a estar en la calle”, dice y aprieta los labios.
“Soy como un angelito que los mira”
Las primeras cuatro noches no las recuerda. “Me drogaba para anestesiar todo el dolor que sentía. Cuando tuve noción, sentí mucho frío. Se venía una tormenta y había mucho viento. Estaba en la terminal de ómnibus de Retiro y tenía hambre”, explica bajando la voz.
Dice que los chicos que iban a pedirle los restos de comida cuando ella trabajaba en el puesto de panchos fueron los que se acercaron al verla perdida en la estación. Uno le enseñó a pararse a un costado de las ventanillas de venta de pasajes para pedir monedas. Otro le dio una sábana para abrigarse en medio de la noche.
“Con ellos aprendí a sobrevivir en la calle, algunos sabían que mi pareja me golpeaba. Incluso cuando yo iba al departamento a ver a mi nena, me alertaban acerca de cómo estaba él y le decían que no me pegara”, cuenta.
Ante la pregunta de si temía que su niña estuviera en peligro, Cecilia dice que no, que a la pequeña nunca le faltó su leche, su comida. “No podría decir que es un mal padre. A los meses volvimos por un tiempo, no sé por qué una comete errores, y me embaracé de mi nene. Al bebé lo tuve solo tres días en el hospital, mi papá decidió llevárselo a Misiones porque yo aún consumía mucho y según los psicólogos ´tenía sentimientos encontrados con la maternidad´. Y volví a la calle”, cuenta con la voz quebrada. Mira hacia arriba, para que las lágrimas no caigan.
Al poco tiempo, la madre de su expareja se llevó a la bebé a Misiones, a vivir con ella. “Sé que mis hijos están bien porque, aunque no lo saben, estoy pendiente de ellos. Soy como un angelito que los mira. No los reclamo porque no tengo nada para darles, decido dar un paso al costado. Me gustaría que alguna vez lo sepan, que nunca quise abandonarlos”.
“Tengo que estar bien porque lo tengo que cuidar”
Un grupo de cinco adolescentes llega a la plaza haciendo bullicio, se sientan en una de las mesas de material, se ríen y charlan. Una joven, rubia, de abrigo oscuro, se sienta en un banco a pocos metros de Cecilia y la mira hablar mientras la filma un periodista de LA NACION. Luego se distrae con su celular. Espera a alguien.
“En la pandemia, cuando todos estábamos aislados y la calle estaba vacía porque no se podía salir, bajé mi consumo de drogas. Después conseguí trabajo y alquilé. Además, me había encontrado una cachorrita hermosa que como la tenía que cuidar, sí o sí tenía que estar bien. Ella era mi motor, mi bebé”, se lleva las manos al pecho, como si la abrazara y sonríe largo. Habla de Shakira Loló. Así la llamó.
El destino rosa le siguió siendo esquivo y ella se responsabiliza de eso, por sus malas juntas, porque “es difícil dejar de consumir, es un día a día”. Y cuenta sobre cuando todo su mundo volvió a ser una tormenta en el cielo. Se había encontrado con un amigo, que en realidad no lo era, se fueron “de gira”, se drogaron y alcoholizaron. Cuando pasaban por la puerta de la iglesia Las esclavas, el hombre le dijo que se llevaba a la perrita a pasear, que la esperara allí.
“Nunca volvió. Me puse muy mal. Lo esperé días, meses ahí. Dejé el trabajo, el alquiler, me drogaba todos los días, hice carteles, la busqué por todas partes. En esa pérdida veía y sentía la pérdida de mi hija. Me deprimí, era una cosa tirada en la vereda esperando lo que nunca iba a volver. En la iglesia me escuchaban, pero yo me enojaba con todos, estaba muy deprimida”, cuenta.
Entonces pasó que alguien, muchos, repararon en ella. Las monjas y un grupo de vecinos le regalaron un cachorro.
“Ellos sabían de dónde venía mi locura y me ayudaron. Desde ese día Alexis Ezequiel es mi motor, a pesar de que la mitad de mi corazón se fue con mi perrita. Lo tengo que cuidar, tengo que estar bien. Desde ese día acepté recibir la ayuda que dan en Las Esclavas, que es un montón, así que paro acá cerca, en una esquina sobre la avenida Santa Fe. Me conocen todos”, dice y sigue con la mirada atenta a su perro que pasea de un rincón a otro de la plaza, como buscando algo.
“Hago terapia tres días a la semana”
Las hojas secas de los árboles suenan con el viento frío, ya no hay bullicio en la plaza, los adolescentes abandonaron su mesa y la chica rubia se fue con quien esperaba. Un hombre pasa con un paquete de comida apurado. Es hora de la cena.
“Ser mujer y estar en la calle no es fácil, pero no voy a hablar de eso”, dice en una frase que empieza con ímpetu y termina un susurro. Sí habla de que extraña “la protección de vivir en una casa” y a su papá.
“Extraño mucho a mi viejito. Siempre me acuerdo de su cumpleaños, que es cerca del día de San Cayetano, me hace bien pensar en él”. Cecilia se vuelve a quebrar, vuelve a mirar hacia arriba, por las lágrimas que no quiere que salgan, y lo resuelve con un “de mi cumpleaños ni me acuerdo, no me importa”.
A Cecilia le gusta contar lo que hace hoy. Vende pañuelitos descartables y cosas que los vecinos le regalan para que las venda en una feria. Con ese dinero, lleva a su perro al veterinario y le paga a una chica para que lo cuide en sus días más ocupados. Solo tiene libre los domingos. “¿Te imaginabas a una persona como yo con una agenda tan apretada?”, se ríe.
Tres veces a la semana asiste a terapia con psicólogas y trabajadores sociales que la ayudan a dejar el consumo y la escuchan, trata de terminar el secundario en la escuela de adultos de la parroquia y va a talleres de cerámica y oficios. Dos días son para ella los más especiales.
“El lunes bien temprano me levanto corriendo a la iglesia porque amasamos pan para el desayuno que dan los sábados. Ese día es mi preferido porque algo que hice con amor es para la gente que, como yo, está en la calle. Les pregunto si está rico, cómo están, qué necesitan” dice Cecilia y habla pausado, como disfrutando de cada palabra.
A 13 de años de haber dejado su pueblo, dice que no puede recuperar el tiempo perdido, pero que su perro es el motor de su vida y que hay algo que alimenta sus esperanzas: “Mi sueño es ser trabajadora social, quiero ser voluntaria y ayudar como me ayudan a mí”. La mirada se le ilumina en medio de la noche.
Ya son cerca de las 21 y están por cerrar las rejas de la plaza. Cecilia dice que se hizo tarde, que en otoño e invierno a las 19 se prepara para ir a dormir porque ya está muy oscuro, que mañana se levanta temprano. Divertida, pregunta si queremos dar un paseo por su “penthouse”.
Antes de despedirse, se deja sacar unas fotos. En un momento su perro se zafa y comienza a correr. Ella lo llama, trata de agarrarlo, frunce el ceño, se preocupa. Oscar, el fotógrafo, logra atajar al cachorro. Cecilia suelta una risa y Alexis Emanuel vuelve a ella, moviendo la cola.
Cómo ayudar a Cecilia
- A través del comedor El Peregrino, que funciona en la Iglesia Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, en Montevideo 1372, Recoleta. Se pueden contactar con su referente, la hermana Alejandra al 11-6243-9863.
- Conocé la historia de más personas que viven en situación de calle en la ciudad de Buenos Aires y enterate cómo podés comprometerte.
- Cuál es la mejor forma de ayudar a quienes están en situación de calle. La Nación armó una guía con 50 maneras de solidarizarse con las personas que duermen a la intemperie. Podés entrar haciendo click aquí.