Analía Duo visita a quienes transitan una enfermedad sin cura; recorre hospitales y muchas veces los ve en sus propias casas; enfoca su trabajo a personas que están en situación de alta vulnerabilidad social
- 13 minutos de lectura'
Lo que Analía Duo sintió poco antes de cumplir 40 años no fue algo pasajero ni un impulso, sino una necesidad profunda que sigue hasta hoy y le cuesta poner en palabras: la de acompañar a personas con enfermedades avanzadas y sin tratamiento curativo posible para que vivan sus últimos días con plenitud. Todo ese amor, además, lo orienta a quienes se encuentran en situación de alta vulnerabilidad socioeconómica.
“Con ese sueño, comencé a estudiar enfermería, ya que toda la vida me había dedicado a la pintura. Así empezó a gestarse la semilla de lo que sería el Hospice AMAH”, cuenta Analía, que tiene 47 años y vive con su familia en Villa Tesei, Hurlingham. Y explica: “Cuando se da acompañamiento y cuidados competentes y compasivos en el final de la vida, se está realizando un ‘cuidado hospice’”. Entre el año pasado y este, contuvieron a 100 personas y sus familias en ese trayecto fundamental: un momento de reencuentros, reflexiones y cierre de círculos.
El modelo o filosofía de cuidado hospice (una palabra inglesa que evoca hospitalidad y hogar) ofrece un freno frente al exceso terapéutico y se caracteriza por estar impulsado por un equipo multidisciplinario de profesionales (como médicos, enfermeros o asistentes sociales) y voluntarios especialmente capacitados, que crean una combinación única. Cuando desde los tratamientos curativos “ya no hay nada más por hacer”, empieza su tarea.
Analía siente que fueron muchos los pasos que la fueron llevando a poder acompañar con el compromiso y la entrega que siente hacia esta tarea. Tenía 34 años cuando su hermana mayor, madre de cuatro hijos, falleció de cáncer a los 40.
El punto de inflexión en su historia fue el 21 de marzo de 2021, cuando su hijo mayor, Alan, que en ese momento tenía 22 años, falleció de muerte súbita. “Fue un golpe absolutamente inesperado. Estuvimos un año sin movernos, paralizados. Me la pasaba sentada mirando el cielo e intentando contener a mis otros hijos. Lo único que me quedó como motor fue el hospice. Siempre habíamos acompañado a otras personas en el duelo y nunca pensé que iba a estar del otro lado”, reconstruye Analía.
Y sigue: “Ojalá que lo que me pasó a mí nunca le suceda a nadie y no tengo respuestas para todo ni mucho menos, pero sí te diría que me llevó a una profundidad más grande, a una amplitud tremenda en cuanto a mi visión de dolor, del sufrimiento y de la muerte, que son temas que no se hablan y que tenemos que hacerlo, porque hablar de muerte es hablar de la vida: es parte de la misma”.
“Tenía que mirar más allá de mi realidad”
Para explicar el trabajo que hacen en el hospice, Analía considera fundamental ver la foto completa: en la Argentina, sólo el 10% de la población accede a cuidados paliativos, según datos del Atlas de Cuidados Paliativos en Latinoamérica. En otras palabras, el 90% de quienes atraviesan el final de su vida sufren: tienen dolor, carecen de quien los cuide o están inmersos en la incertidumbre.
En ese contexto, desde AMAH se propusieron destinar sus esfuerzo a las personas que más lo necesitan: “Nuestro servicio es gratuito y apunta no sólo a quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad socioeconómica, sino también a quienes muchas veces no tienen redes de apoyo o contención”, explica Analía. “En Merlo y Moreno, que es la zona donde trabajamos, hay una necesidad gigante, porque hay mucha pobreza y eso hace que las personas retrasen las consultas médicas y en general lleguen a los servicios de salud con enfermedades oncológicas muy avanzadas”.
Hasta sus 38 años, Analía se dedicó a la pintura, una de sus grandes pasiones, y a dar clases. Fue en ese momento que Pablo Snyder, su marido −con quienes además de Alan son papás de Sol (22), Katia (19), Derek (16) y Gracia (14)− atravesó una depresión que llevó a que ambos tuvieran “un cambio de mentalidad muy grande”, sintiendo que debían ponerse al servicio de quienes atravesaban distintas vulneraciones de derechos. “Teníamos que mirar por fuera de nuestra realidad tan cómoda”, resume Analía.
En su caso, se sumó como voluntaria a un centro de día para adultos con discapacidad intelectual, dando clases de pintura. Estuvo allí dos años, hasta que el espacio cerró y fue entonces cuando buscando en Internet opciones para colaborar conoció el Hospice Madre Teresa en Luján, que cuenta con una casa donde se hospeda a personas en el final de su vida. Se sumó como voluntaria y, durante un año, viajaba 50 kilómetros para hacer ese acompañamiento.
“Lo que viví ahí fue tremendo. Mucha gente asociaba al lugar a una casa de muerte, cuando en realidad era un lugar 100% de vida, donde la gente transitaba sus últimos días con un amor tan genuino que no solo los huéspedes eran transformados, sino también nosotros, los voluntarios. Ahí dije: ‘Esto es lo que quiero. ¿Por qué no hacer algo así, pero más cerca de mi lugar, que es la zona oeste del conurbano?’”, detalla.
A los 40 años, decidió empezar la carrera de enfermería, porque sentía que para poder seguir esa vocación “con el arte no alcanzaba” y quería prepararse. Durante tres años, hizo malabares para estudiar por la mañana, cuando dejaba a los chicos en la escuela. En el segundo año, comenzó a hacer unas prácticas en el hospital público de Moreno, donde un día vio un cartel que decía “cuidados paliativos” y no dudó en golpear la puerta.
“Me ofrecí para ayudar y aprender. Empecé a hacer arte con los pacientes, a visitarlos, hablar con ellos, escuchar sus historias e intercambiar datos con los médicos. Fue un aprendizaje muy lindo. Colaboraba sobre todo con pacientes que no tenían mucha contención familiar y con escasos o nulos recursos económicos y sociales”, reconstruye. Además, se sumó como voluntaria al Hospice El Buen Samaritano, en Pilar, donde se formó haciendo más cursos y capacitaciones.
“Pudo morir rodeado de sus seres queridos”
Con la pandemia, los hospitales cerraron sus puertas a los voluntarios y Analía sintió que no podía quedarse de brazos cruzados. Fue en ese momento que una médica conocida la llamó y le propuso organizar un grupo que acompañara de forma telefónica a pacientes internados con Covid. Empezaron siendo cinco personas.
“Cuando arrancamos con esta tarea, alguien me preguntó: ‘¿Te parece que un llamado va a alcanzar cuando es tanta la necesidad?’ No sé si alcanza, pero sirve. Son momentos en que las personas quedan muy solas, porque el sufrimiento no atrae, y muchos, por no saber qué hacer, no aparecen o se apartan. Esa ausencia de algunos hace que la presencia de otros sea importante: más que cualquier palabra, la sola presencia es un montón”, asegura Analía.
Ese 2020, conoció a un joven que marcaría un hito en todo lo que vendría después: se llamaba Víctor, era oriundo de Bolivia y tenía 28 años. Estaba en la Argentina con su mamá, Isabel, y transitaba un cáncer muy avanzado sin tratamiento posible. Los voluntarios lo visitaron en una casilla muy humilde que les habían prestado transitoriamente en Merlo. “Pudimos ayudarlos con algo de ropa y comida y en especial interesarnos por su persona toda. Lo escuchamos con atención y él mismo nos contó que quería volver a su país a ver a su hijo y poder morir allí entre sus seres queridos. Nuestro rol fue simplemente acompañar su proceso”, sostiene Analía.
Se pudieron conseguir los pasajes, lograron hacer los hisopados y trámites para que Víctor y su mamá viajaran. Los llevaron a Ezeiza, que era un aeropuerto fantasma. Cuando estaba por salir el avión, se enteraron de que el vuelo se había suspendido. Víctor e Isabel ya no podían regresar a la casilla prestada y no tenían a dónde ir.
“En ese momento, lo llamé a mi esposo y le dije: ‘Poli, pasó esto. Voy a llevar a Victor e Isabel a casa. Andá contándoles a los chicos así no se sorprenden cuando llegamos’. No sabíamos ni por cuánto tiempo iba a ser, pero nuestra familia se movilizó y les preparamos una pieza. Esa noche cenamos todos juntos. Ese es justamente el espíritu del hospice: ser familia para quien no la tiene y mirar a la persona y no la enfermedad”, asegura Analía.
Mientras comían, les avisaron que finalmente el avión saldría al otro día, y Víctor pudo volver a Bolivia: “Fue muy importante para él terminar sus días como quería, que es lo que siempre intentamos lograr. Eso simbólicamente para nosotros fue el comienzo del hospice, hospedando a nuestro primer huésped, acompañando la atención de síntomas y el dolor junto al equipo médico de paliativos del hospital de Moreno y la parte emocional y espiritual a través de nosotros, los voluntarios”.
“Que alguien te mire de verdad es muy fuerte”
A partir de ese momento, el hospice AMAH tomó forma con el compromiso de amigos y conocidos, entre ellos el matrimonio formado por Esteban Marcellino y Virginia Aguirre. Con la ayuda de la fundación Potenciar Solidario, a fines de 2021 obtuvieron la personería jurídica como asociación civil. Hasta ahí, todo marchaba sobre ruedas. Pero ese año la vida de Analía daría un vuelco inesperado con el fallecimiento de Alan.
Durante un tiempo, ella sintió que su mundo se paralizaba. Pero este año, en cambio, tanto AMAH como Analía tomaron un nuevo impulso: ella empezó a estudiar dos carreras nuevas (counseling y el postgrado en Dirección y Gestión de Organizaciones Sociales de la Universidad de San Andrés). “La fuerza que sentí desde un comienzo para empezar con esto sigue acá y me excede. Te doy un ejemplo: el viernes, que no tuve un buen día, fui al hospital a ver a los pacientes y salí muy bien. Es donde sé que tengo que estar. Hoy me siento muy al lado del otro, muy unida, siento que los entiendo desde otro lugar”, asegura.
Actualmente, el hospice AMAH cuenta con más de 30 voluntarios (unos 15 se dedican al acompañamiento directo de las personas en el final de su vida) de distintas edades y profesiones: desde enfermeras hasta trabajadoras sociales y una bioquímica, pasando por jóvenes que contribuyen en el manejo de las redes sociales. A la página web, por ejemplo, la hizo Alan.
Cuentan con tres programas de acompañamiento: en el hospital de Moreno, donde todos los viernes visitan a los pacientes internados con cuidados paliativos; de forma telefónica; y en las casas. “Generalmente, son personas que viven en asentamientos y barrios populares de la zona de Merlo y Moreno y este último tipo de acompañamiento, en los hogares, es algo que queremos impulsar con fuerza el año que viene”, detalla Analía.
El objetivo, en todos los casos, es sostener y escuchar el proceso personal de cada uno: “No ir con grandes ideas ni con la sensación de ‘yo te ayudo’, sino ponerte a la par, a su lado, eso es lo que transmitimos y es tremendo lo que produce, porque hay mucha gente que está muy sola y nunca fue mirada. Que alguien te mire de verdad es muy fuerte”.
Se le vienen a la cabeza decenas de historias. Como la de Vilma, una señora a la que acompañaban en el hospital: “Cuando llegamos estaba acostada en la cama, desnuda, muy flaquita, en posición fetal. Siempre llevamos unas banquetas para no estar parados y no mirar desde arriba, sino sentados a la misma altura. Fue un acompañamiento muy hermoso y me acuerdo que al final nos dijo: ‘Gracias por mirarme, ojalá puedan mirar a otros’”.
Para Analía, lo que se produce durante esos procesos es difícil de transmitir. Pero resume la tarea del hospice en una palabra: estar. “Cuando hay un encuentro de verdad, genuino, cuando uno va despojado de todo lo que piensa que sabe, cuando con tu propia voluntad decís: ‘Vengo a estar con vos, no estás solo’, inevitablemente salís transformado, tanto el paciente como nosotros. La tristeza está, por supuesto, porque la muerte es una separación y siempre es dolorosa, pero al mismo tiempo hay algo trascendente que nos mantiene en este camino”.
El acompañamiento a las familias de los pacientes es la otra pata fundamental. “Se busca ver cómo están las relaciones y la idea es acompañar sin forzar. A veces, hay hijos o padres que están enojados y no se ven hace rato, y ahí se intenta que puedan hablarse, pedir perdón, irse con sus cuentas al día”, señala Analía.
Este año, desde el hospice abrieron una cuenta bancaria en la que se puede colaborar: cualquier aporte suma para los viáticos de los voluntarios y también para ayudar, de diferentes maneras, a quienes reciben su acompañamiento. “Ahora tenemos una persona que se tiene que cambiar las bolsas de colostomía seguido y son muy caras”, ejemplifica Analía.
“No hay que tener miedo de estar con el que sufre”
Acompañar a quienes sufren suele ser un desafío para muchas personas. Desde su lugar, Analía sugiere: “Por lo experimentado como acompañante y siendo acompañada tras la muerte de mi hijo, lo que más valoré y lo que muchas veces no estuvo de gente que hubiese querido, es la presencia. Uno le escapa, porque es difícil, pero no hay que tener miedo de estar con alguien que sufre”.
—En una época especialmente sensible como es la antesala de las Fiestas, donde la ausencia de los seres queridos es una llaga abierta, ¿qué les recomendarías a quienes quieren acompañar a personas que están atravesando un duelo?
—Estar y aguantarse lo silencios. A veces es difícil permanecer callado y no querer cambiarle ese estado a la persona, porque queremos que salga de ese lugar. Pero por momentos es necesario estar mal, ya que nadie salta de un segundo para el otro a estar bien. Te diría que lo más importante es acompañar la tristeza sin querer cambiarla. A mí me pasó con mis hijos, que después de la muerte de Alan era desesperante verlos tan tristes. Después entendí que había momentos en que simplemente tenía que acostarme en la cama con ellos cuando lloraban y quedarme ahí, acompañando.
—Volvemos a la presencia, eso que subrayas tanto.
—Totalmente. La mejor manera de estar es animarlos a mirar de frente el sufrimiento del otro: hay que ser valientes en ese sentido. Eso puede implicar, a veces, hacer un llamado o mandar un mensaje. ¿Sabés la cantidad de personas que cuando falleció Alan me dijeron: ‘Me daba cosa hincharte’? Es simplemente decir: ‘Si me necesitás, estoy’, nada más. Aunque te parezca una exageración, le podés cambiar la vida a alguien. Por favor, hagámoslo más.
Volviendo al hospice, Analía cuenta que AMAH viene de “amar”, y considera que ese sentimiento es la fuerza vital que los impulsa. “La letra h es de ‘hospice huerta’, que es nuestro sueño a futuro: poder tener una casa con una huerta donde podamos recibir allí a los huéspedes más necesitados”, anhela.
Antes, sin embargo, siente que deben dar otros pasos. “Queremos formar nuestro propio equipo interdisciplinario. Hoy lo que necesitamos urgente es un médico paliativista: eso es lo prioritario. Teníamos toda la gestión hecha para abrir un consultorio en un hospital pero no tenemos el médico. Obviamente, ese cargo sería rentado: nuestra idea es pagarle lo que corresponde y nos abriría una posibilidad enorme de llegar a otras personas. Mi sueño es empezar el año que viene habiendo encontrado a este profesional”.
Más información
- Para colaborar con el Hospice AMAH se puede visitar su web o escribir a info@amah.ar