Sami, de seis años, falleció ocho meses después de recibir el diagnóstico de un tumor en el tronco encefálico; su mamá, Belén Probst, comparte en su Instagram la experiencia de acompañarla en el final de su vida, buceando en los tabúes y las frases hechas que muchas veces lastiman sin buscarlo
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La noticia se la dieron en uno de esos pasillos largos, blancos, impersonales y con eco, que podría haber sido el de cualquier hospital de cualquier ciudad. Belén Probst y Rodrigo, su marido, estaban parados frente a los médicos, entre puertas que llevaban a otras habitaciones, a otras familias, a otras historias. En algunos de esos cuartos dormían chicos y chicas como Sami, la hijita de cinco años del matrimonio. “La resonancia mostró una masa ocupante en el tronco encefálico”, dijo en voz baja uno de los hombres de guardapolvo blanco. ¿Masa ocupante? Sí, masa ocupante. Igual a tumor. Igual a cáncer.
Después vino el silencio y la sensación de Belén de haber quedado atrapada en una pesadilla ajena. Estaban hablando de su hija menor, la niña que siempre había sido sana, que había estado el fin de semana en el club corriendo con sus primos, que hacía apenas unas horas había ido a su salita de cinco y a quien había llevado a la guardia en colectivo, con síntomas que se parecían a los de todas esas cosas que se pescan los chicos en el jardín.
En esa irrealidad, Belén se escuchó diciéndole a Rodrigo que volviese al cuarto con Sami, que ella necesitaba un momento. No quería entrar llorando y había que avisar al resto de la familia. Sentada en la escalera de emergencias, hizo un par de llamadas. “Es mejor que le pase a esta edad, porque si fuese adolescente sería más traumático”, dijo alguien del otro lado del teléfono. “Lejos de darme ánimo, me pregunté qué necesidad había de decir semejante barbaridad. Me lo callé, porque no podía dejar de llorar. Aún no tomaba dimensión de lo que significaba transitar y acompañar a mi hija en su enfermedad. Ignoraba todo lo que venía. Dos años después, recuerdo esas palabras exactas y todavía me duelen”, dice Belén.
Aquello fue un lunes de agosto de 2019. En los días posteriores sabrían que el cáncer de Sami estaba en fase cuatro y que, según las estadísticas, las probabilidades de cura eran nulas. Ocho meses después, a sus seis años, falleció, y Belén (41) creó “El proceso de amar”, un perfil de Instagram donde comparte cómo fue la experiencia de acompañar a su hijita en el final de su vida. Pero, además, le pone palabras a todo eso que tantas veces se silencia porque duele o incomoda demasiado: desde cómo es la reconstrucción de una familia tras la pérdida más grande, hasta el bucear en los tabúes en torno a la enfermedad y la muerte (sobre todo de niñas y niños) y en las muchas frases hechas, en los lugares comunes en los que todas y todos caemos alguna vez cuando nos encontramos frente a una persona en duelo y con las que, sin darnos cuenta, fogoneamos su angustia en lugar de contenerla.
Esos comentarios que en su momento la golpearon (como aquel de la conversación en la escalera) es lo que Belén llama “el dolor en palabras”. Con ese nombre armó un subespacio dentro de sus Instagram, donde agrupa las frases que recomienda no decir, junto a reflexiones que tocan de cerca. “¿Qué nos pasa que ante lo incómodo, lo difícil, no podemos dejarnos sentir? Creo que si pudiéramos conectar con el sentir más primario, más esencial, callaríamos más y diríamos menos cosas hirientes. Pero en esta cosa verborrágica de llenar silencios, en este incomodarnos con el dolor, muchas veces decimos cosas sin sentido. Nos pasa a todos. Yo también me vi en ese espejo”, asegura Belén. No se trata de tener siempre la palabra justa: para ella, la cosa pasa por otro lado. “Creo que el desafío que tenemos todos es intentar ser más empáticos y llamarnos a silencio cuando no sabemos qué decir. A veces, con un abrazo alcanza”, sostiene.
Empezar el camino
¿Cómo eran como familia antes de recibir el diagnóstico de Sami? Felices, responde Belén. Y conscientes de que lo eran. Con Rodrigo (46), su compañero desde hace 22 años (él trabaja en el rubro de seguros, Belén hace reiki y coordina actividades como círculos de mujeres), y sus hijas Helena y Sami, vivían en Caballito. Belén dice que siempre fueron “chicas simples, tranquilas, súper amorosas”, que se peleaban, claro, como cualquier par de hermanas, pero que también eran “medias naranjas” complementarias: Sami más extrovertida, Helena más tranquila. “Eran sanas, nunca habían tenido nada grave”, recuerda su mamá.
En mayo de 2019 habían tenido su última revisión pediátrica. En agosto, algún que otro día, Sami había dicho “me duele un poco la cabeza”. “Era algo muy esporádico. Un día, le veo que el ojito le lloraba. La llevé a la guardia oftalmológica y me dijeron que era una conjuntivitis alérgica”, cuenta Belén. El lunes siguiente, recibió una llamada de la maestra de Sami contándole que había vomitado en el jardín. La fue a buscar, la llevó a la guardia y, con las revisaciones de rutina, se prendieron las alarmas. “Le hicieron unas pruebas de reflejos y había un brazo que no lo levantaba. Ahí me dijeron que le iban a hacer más estudios y que necesitaban que se quedara internada”, detalla Belén.
Después vino todo el resto: más médicos que entraban y salían, más confusión, la llegada de Rodrigo al hospital, la tomografía, la resonancia y, sobre el final del día, la conversación con los médicos que les hablaron de la “masa ocupante”. “Hay cosas que todavía se dicen en los pasillos y no sentados en un sillón. El que sea así, de paso, hace que a uno le cueste aún más asimilar la información. Creo que el sistema de salud todavía no está preparado para eso”, reflexiona Belén.
Esa noche dejaron de dormir. “Ahí comenzamos este camino, el más difícil. Empezás a estar fuera del mundo, porque la vida sigue para los demás y está bien. Pero uno entra en un espacio de ‘no tiempo’: ya no sabés si vas a pagar la luz o si... Ya no te importa”, describe Belén. A Sami le dieron el alta una semana después y todo era raro: llegar a la casa silenciosa, no saber qué hacer. En el grupo de WhatsApp de las mamis y papis del jardín, alguien escribió este mensaje: “Lo que tiene la nena es grave. No es contagioso. Los padres tenemos derecho a saber”. Otra vez, el dolor en palabras. Belén considera que “el respeto siempre debería ser la premisa para enviar un mensaje, y preguntarnos qué nos mueve a escribirlo: si un abrazo de aliento, un hombro para acompañar o la simple curiosidad morbosa”.
Los meses posteriores al diagnóstico de Sami incluyeron una larguísima internación, de 25 días, luego de que se quedara sin defensa tras las quimio. Ahí entró a jugar “la red invisible” para amortiguar el dolor: los amigos que se turnaban para limpiar cada rincón de la casa (Sami no podía estar en contacto ni con un peluche), para buscar a Helena (que entonces tenía 9 años) al colegio, que se ocupaban de que hiciera la tarea, de llevarla a sus actividades o de dejarles la comida lista para que no tuviesen que cocinar. Todo eso, dice Belén, es lo que marca la diferencia. Cuando alguien le pregunta en su Instagram cómo acompañar a alguien en duelo, responde que la mejor manera es, simplemente, estando: “El amor es acción. Yo te puedo decir que te quiero pero, cuando las papas queman, hay que estar”, resume.
Ser humanitarios
Hablar de la enfermedad con Sami y Helena, no fue fácil. Por su experiencia, Belén asegura que no hay recetas. A veces uno planifica la forma de iniciar una conversación con frases solemnes como: “Sentémonos a hablar”. “Pero los chicos te llevan a otro espacio”, dice. Cuenta que la muerte de Sonrisa, la perra de toda la vida de la familia, habilitó espontáneamente esos diálogos: “Les mostramos la cajita con las cenizas y empezamos a hacer rituales. En las últimas vacaciones que pasamos los cuatro juntos, tiramos la cenizas de Sonrisa al río. Eso nos ayudó un montón”.
Más allá de su recorrido como familia, cuando habla del sistema de salud, Belén señala una diferencia que considera fundamental: “entre ser humanos y ser humanitarios”. Ser humanitarios, dice, es algo “mucho más profundo”: es poder conectar con el dolor de las familias, comunicar una noticia con humanidad, entender que más allá de los manuales, de los protocolos, de las estadísticas, están las personas. “Hubo momentos de mucha, mucha, crueldad, que no fueron necesarios”, reflexiona. Como ese médico que dijo: “A una madre que se le murió un hijo, se le perdona todo”. Pero también rescata a muchas y muchos otros que supieron contener, acompañar, sostener: “Que un médico te escriba sólo para saber cómo estás, por ejemplo, es un montón. Ya sé, no es su obligación. Pero cuando esos profesionales en alguna oportunidad podían conectar con nuestra emocionalidad, fluía todo y ahí decíamos: ‘Esto es lo que necesitamos’”.
Los últimos meses
En sus últimos meses, cuenta Belén, Sami “se bebió la vida”. Aprendió a escribir con la mano izquierda, porque ya no podía hacerlo con la derecha; pintó un mural; hizo todas las tareas de primer grado; le dijo a su mamá que armaran una grilla para probar comidas nuevas cada día; pidió que la sentaran en el piso para jugar con Helena, cuando hacía mucho tiempo que no lo hacía; y el último fin de semana quiso terminar de pintar unas macetas de regalo para sus amigos. Murió un domingo, rodeada de su familia y acompañada de su enfermera favorita, que la peinó con un amor que Belén todavía se emociona al recordar.
Lo que vino después es el camino en el que Belén, Rodrigo y Helena siguen hoy. Un camino familiar e individual en el que cada uno va con paso propio, sosteniéndose y, de una forma u otra, sosteniendo a los otros. “Un día, al tiempito que murió Sami, una mamá de un amigo de Hele me preguntó si él la podía llamar para charlar un ratito. Mi pensamiento primero fue: ‘La voy a llamar primero yo a la mamá para decirle que no le pregunte por tal y tal cosa’. Pero después dije: ‘No’. Porque yo no iba a poder estar y controlar siempre todos los espacios que ocupara Helena. Los dejamos hablar y lo primero que el nene le dijo fue: ‘Hele, me enteré lo que pasó. ¿Qué se siente que se te muera tu hermana?’. Y menos mal que no buscamos cambiar de tema porque ella le dijo: ‘Triste, pero feliz porque está con mi abuelito y mi perrita y además nos dio tiempo’”, cuenta Belén. Ahí se dieron cuenta de todo lo que les estaba enseñando Helena, de su enorme sabiduría de niña: “Nos ayudó a ser conscientes de que Sami nos dio tiempo, y a entender que lo que vivimos es parte de la historia de Hele y de la nuestra como familia”.
Más información
En la página de Instagram El proceso de amar se puede leer más sobre el camino de Belén y su familia.
Estas son algunas de las frases de “el dolor en palabras”:
- “Tenés que ser fuerte por Helena y Rodrigo”. Para Belén, “estar en duelo no significa ser débil”. En este sentido, reflexiona: “Estar en duelo nos plantea el desafío de transitar la tristeza el tiempo que nos lleve a cada uno. Uno no deja de ser fuerte por llorar un hijo. Fuertes somos todos desde el instante en que estamos atravesados por el dolor y seguimos respirando y viviendo. Yo soy fuerte por mí. Rodrigo por él. Y Helena por sí misma”.
- “Tenés edad para tener otro hijo”. Este comentario lo escuchó Belén en el ámbito médico. “¿Desde qué lugar podía consolarme la falsa ilusión de la búsqueda de otro hijo en reemplazo de Sami? ¿Cuándo nos deshumanizamos tanto como para creer que un “nuevo” hijo reemplaza a otro? −se pregunta− Como si se me rompe un juguete, voy y compro otro igual o parecido. El silencio está infravalorado y en estos casos habría que honrarlos”.
- “Belén está dura. No se afloja para llorar” / “Te veo bárabra, te reís y todo”. Para ella, muchas veces pareciera que “nada alcanza” para los otros cuando uno atraviesa un duelo: las exigencias son demasiadas. “Si sonrío, trabajo o lo que sea es porque aún tengo razones para seguir intentando vivir lo mejor que pueda; y de esa manera también celebro y honro el paso de Sami en mi vida”, asegura.
- “Con tanta gente mala, les pasa a ustedes”. Belén cuenta: “Me lo dijeron en varias oportunidades. Creer que alguien se merece o no una enfermedad o su ser querido me parece inhumano. No tengo respuesta al porqué nos tocó a nosotros, nunca quise pararme ahí porque era perder la poca energía que tenía. Solo sé que la enfermedad nos transformó a todos quienes la acompañamos. No existe lo justo o lo injusto. Existe la empatía de callar cuando no tenemos algo necesario para decir”.
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