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“Es un negro villero”; “es una negrada”; “son negros cabeza”; “son unos negros de mierda”. Cada tanto, las reacciones que generan algunas noticias vinculadas a la pobreza o a la realidad de los barrios populares y asentamientos se encargan de recordarnos que el racismo en la Argentina no siempre está ligado a un color de piel.
Hoy en día, cada vez hay mayor acuerdo en considerar a la discriminación por razones socioeconómicas como otra forma de racismo, no solo porque, de manera tácita o explícita, establece categorías de individuos sino porque, además, avala y promueve prácticas que vulneran derechos y fomentan la exclusión.
El Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi) viene hablando desde hace años de este tipo específico de discriminación racial. Lo llama racismo socioeconómico. Es, según el organismo, un tipo de racismo que, a nivel social, se expresa mediante diferentes mitos y prejuicios instalados en el imaginario popular con una fuerza que no siempre somos capaces de reconocer. Pero su impacto no es meramente discursivo. Quienes lo padecen, suelen hablar de "discriminación por portación de cara", de "exclusión" como sujetos de derecho y de "ser víctimas" de un estado de sospecha casi permanente.
En el informe "Entender la discriminación", difundido por el organismo, se sostiene que "la relación entre racismo y pobreza se hace evidente cuando se oyen expresiones asociadas al racismo biologicista clásico ('son unos negros') o al racismo cultural al, por ejemplo, desvalorizar los hábitos y gustos de las clases populares". De esta forma, los prejuicios que recaen sobre la población en situación de pobreza se hacen evidentes en afirmaciones del tipo: "son todos vagos, no quieren trabajar", "les gusta vivir hacinados", "lo que ganan lo gastan en alcohol", etc. Además, se explica que "el proceso ideológico de criminalización de la pobreza, estigma de gran presencia y vigencia en el mundo de hoy, tiene una matriz fuertemente racista y discriminatoria".
Con sus 27 años, Brian Landriel, conoce bien esta variante del racismo. Oriundo de un barrio humilde de Bernal Oeste, la ha padecido en más de una oportunidad, ya sea al intentar conseguir un trabajo, al querer ingresar a un boliche, o al toparse con la Policía. "Sé que si voy caminando por una calle y pasa un patrullero, lo más seguro es que pare a pedirme documentos aunque yo no esté haciendo nada malo", sostiene. Y afirma que esta situación le pasa regularmente en la estación de trenes de Lanús. "Los mismos policías me paran todas las veces. Y cuando te paran, te tratan mal, suponen que sos drogadicto y tal vez estás volviendo de un comedor en el que ayudás o de jugar al fútbol con tus amigos. Es re feo, te da una re bronca porque es injusto", reconoce.
En los últimos días, Amnistía Internacional publicó un informe que releva más de treinta casos de violencia institucional y uso excesivo de la fuerza desde el inicio de la cuarentena. Enumera, entre otros, el asesinato de Luis Espinoza en Tucumán, la violencia desatada contra la comunidad qom en Chaco y la desaparación de Facundo Astudillo Castro en Buenos Aires. Pero también recoge casos ocurridos en Chubut, La Pampa, Mendoza, Santiago del Estero, Santa Cruz y la Ciudad de Buenos Aires.
"Preocupa especialmente a la organización que la mayoría de los casos se produjeron en contextos de vulnerabilidad y/o pobreza. El ejercicio de las facultades de control de las fuerzas de seguridad no debe traducirse en ensañamiento o disciplinamiento de personas o grupos que se encuentran en una situación de vulnerabilidad social", puntualiza el comunicado de Amnistía Internacional.
Mitos y prejuicios
Una encuesta nacional realizada el año pasado por la consultora Voices! para LA NACION, reveló que el 77% de los argentinos cree que las personas pobres sufren discriminación. La idea de que los jóvenes pobres son violentos y consumen drogas y alcohol en exceso es uno de los prejuicios más arraigados en nuestra sociedad en torno de la pobreza: lo comparte más de la mitad de la población (58%). Le sigue el supuesto de que las personas pobres no trabajan lo suficiente para salir de la pobreza (54%). Pero hay más: que las personas que viven en las villas lo hacen mejor que uno porque no pagan los servicios, que tienen más hijos para recibir más asistencia del Estado, entre otros.
"Por vivir en un asentamiento se da por hecho que vivís de arriba o mejor que otros. Eso es un error. A nosotros nos pusieron medidores prepagos,o sea que nos cobran por adelantado por el servicio" explica Araceli Ledesma, principal referente de la Mesa de Trabajo del Barrio Luis Lagomarsino, un núcleo de casas humildes con muchas calles de tierra, asentado desde hace décadas en el límite entre Pilar y Escobar. "Por otra parte, las personas que no tienen regularizados los servicios, tienen muchos más gastos económicos –agrega–. Por un lado, por la pérdida de electrodomésticos debido a los bajones y subidas de tensión eléctrica. También perdemos nuestras casas porque se nos incendian al usar velas para iluminarnos, mayormente en invierno".
Ledesma cuenta en la mayoría de los barrios populares los problemas estomacales son más que frecuentes debido a que no cuentan con agua potable. Los pozos de los que sacan el agua para beber y cocinar suelen estar a pocos metros de los pozos ciegos, ya que tampoco cuentan con cloacas. En el caso del barrio Lagomarsino, la ubicación genera problemas adicionales. "Todos los desechos del municipio vienen a parar a nuestro barrio porque, desde hace 15 años, funciona muy cerca nuestro una planta de tratamientos cloacales", explica la mujer, quien denuncia que, desde entonces, no solo abundan los malos olores sino también problemas de salud como furunculosis o dermatitis. "No vivimos de arriba. Para nada. Vivimos de abajo para más abajo. Yo invitaría a quienes prejuzgan a ponerse en nuestros zapatos. ¿De verdad alguien puede pensar que vivimos mejor por no pagar servicios?", se pregunta.
Los prejuicios hacia las personas que viven en la pobreza no son recientes. Según el historiador Ezequiel Adamovsky, la división de clases siempre estuvo apoyada sobre nociones de jerarquía racial en nuestro país. Por ende, todos los juicios de valor sobre la pobreza son racializados, aunque la persona en cuestión no tenga la tez morena. "Hacia fines del siglo 19 los prejuicios que hasta entonces recaían sobre la comunidad afro se hicieron extensivos a las personas pobres. Ahí surge el uso de ‘negro’ como insulto. También son de larga data el prejuicio antiindígena y la costumbre de desacreditar al pobre por supuestos vicios morales: ‘es vago’, ‘bebe mucho’, ‘no tiene previsión’, etc.", puntualiza Adamovsky.
Según el especialista, también docente de la Unsam e investigador del Conicet, a lo largo del siglo 20 y en lo que va del actual, el racismo por motivos socioeconómicos ha tenido picos de recrudecimiento, que siempre coincidieron con un mayor protagonismo político de ese colectivo. Uno de los picos más recientes se registró tras la crisis de 2001, con el surgimiento del movimiento piquetero. Aunque ahí, Adamovsky detecta también otro fenómeno: "Hasta ese momento persistía, sobre todo en la clase media, la idea de que, si uno trabajaba y no tenía vicios, no iba a ser pobre. Pero la crisis de 2001 puso en jaque ese discurso, erosionando todas las certidumbres. No es casual que, en ese contexto, el racismo recrudeciera", sostiene.
"Accidente de nacimiento"
En su artículo "Mitos sobre la pobreza", el sociólogo y economista Bernardo Kliksberg desarma el supuesto que sostiene que la responsabilidad de vivir en la pobreza es de los pobres porque no trabajan lo suficiente para salir de ella. Según es especialista:"tras el mito subyace un implícito: la pobreza sería un problema de conductas individuales. Si se superaran esos rasgos, desaparecería". Sin embargo, a su entender "muchos de los pobres están viviendo en ‘trampas de pobreza’. En sociedades tan desiguales como las latinoamericanas, tiende a conformarse el ‘accidente de nacimiento’", puntualiza.
En el citado documento, Kliksberg también explica que un niño que nace en un hogar pobre estará expuesto a riesgos de salud más severos y que, en muchos casos, trabajará desde pequeño. "De no mediar políticas publicas activas que rompan las "trampas de pobreza", probablemente, los grupos familiares que conforme van a reproducir destinos similares", sostiene el especialista.
Los datos de la realidad también socavan ese mito. Según el informe "Radiografía de las juventudes en la Argentina", elaborado por el Observatorio de la Deuda Social Argentina, los jóvenes del estrato trabajador marginal tienen 10 veces más chances de no tener obra social, mutual o prepaga que los más ricos; siete veces más posibilidades de no estudiar ni trabajar; seis veces menos oportunidades de tener proyectos personales, y tres veces más probabilidades de experimentar un déficit de apoyo social estructural.
"Los pobres son algo así como el material descartable de la sociedad capitalista", reflexiona Emilio Seveso, doctor en Estudios Sociales de América latina y docente de la Universidad Nacional de San Luis, para quien "a las personas que los discriminan se les juegan razones inconscientes, que hacen que el acto discriminatorio esté por demás naturalizado, pero a su vez racionalizan ese acto, justificándolo con determinados supuestos en torno de la pobreza".
Seveso, también investigador asistente del Conicet, no descarta que uno de los factores que entran en juego en el acto de discriminar tenga que ver con los miedos que genera la pobreza. "La pobreza conjura todos los miedos sociales, que se van actualizando. Así como en 2001 el miedo era a caer en la pobreza, hoy tiene más que ver con la inseguridad", agrega.
Más allá de los motivos que la provoquen, todos los especialistas coinciden en que la acción de discriminar por razones socioeconómicas no es inocua. Sobre todo, cuando se vuelve sistemática y compartida. “Entre los pobres hay como una suerte de acostumbramiento –reconoce Seveso–. Te dicen: ‘no me importa’, pero ese ‘no me importa’ habla de que están acostumbrados, no implica que las acciones no tengan efecto. La agresión sistemática se vuelve parte de lo que soy. El pibe que usa gorra te dice: ‘no consigo laburo’. El malestar persiste, pero está coagulado porque si no sería insoportable.”
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