“Si no medican a su hijo, los denuncio”: tiene autismo y lo “echaron” de varios colegios bonaerenses hasta que en una escuela encontró el valor de la inclusión
Donato tiene 11 años y sufrió discriminación y rechazo en varias instituciones; como ocurre con el 48% de los chicos y chicas con discapacidad de la provincia de Buenos Aires, querían que fuera a una escuela especial; pero una primaria común de Avellaneda demostró que incluirlo era lo mejor para todo el curso
- 8 minutos de lectura'
Martín Vera y Gabriela Aragón llevaban dos años, y demasiadas reuniones, tragándose la bronca, la tristeza y esa sensación de desamparo que se siente cuando una escuela hace saber de maneras más o menos sutiles que el hijo de uno no es bienvenido en ese colegio.
En uno de esos encuentros se fueron convencidos de que iba a ser el último. Que después de haber cursado primero y segundo grado en esa escuela estatal de modalidad común de Avellaneda, Donato arrancaría tercer grado en otra escuela. Recuerdan que la violencia con la que fueron tratados aquella tarde no dejó lugar para las dudas.
En esa reunión les habían dicho, entre otras cosas, que su hijo, en aquel momento de 7 años y diagnosticado con trastornos generalizados del desarrollo (TGD), tenía que ser derivado no a una escuela especial sino a un centro educativo terapéutico (CET), lo que implicaba dejarlo fuera del sistema educativo formal. Lo peor vendría después: la maestra integradora los amenazó con que, si no medicaban a su hijo, los iba a denunciar.
Ahora Donato tiene 11 años. Está sentado junto a sus padres durante la entrevista con LA NACION. Tiene una mirada y una sonrisa hermosas y es de pocas palabras, aunque de a poco se irá soltando. Se divierte con un juego de encastre mientras su mamá repasa cómo fue recibir el diagnóstico de su segundo hijo. El primero fue Valentino, hoy de 15.
“A los 6 meses, comenzamos a ver que había cosas que no tenían nada que ver con la experiencia que habíamos tenido con Valentino. Podía llorar mucho tiempo y después quedarse mirando el techo. No se entretenía con nada. No respondía a estímulos visuales. Lo llamábamos y nada. No balbuceaba”, recuerda Gabriela, su mamá. A su lado asiente Martín Vera, su marido. Casi al unísono, cuentan que fueron épocas de dormir poco.
El diagnóstico llegaría un año más tarde. Y, con él, la necesidad de reorganizar prioridades. Mientras asimilaban la novedad y tramitaban el Certificado Único de Discapacidad, lo llevaban a todas las terapias posibles que encontraban en dispositivos públicos. En aquel entonces, Martín ya se dedicaba a la docencia (es maestro de grado) y Gabriela, docente también, estaba por terminar la licenciatura en Ciencias de la Educación. Pero abandonó todo para sacar adelante a su hijo.
“Donato no hacía contacto visual de chiquito. Una terapeuta nos explicó que era crucial lograr ese avance para que él pudiera incorporar todo lo demás. Se trabajó mucho en eso hasta que lo logró después de los 3 años”, señala Gabriela.
Martín, comenzó a hablar con sus alumnos sobre el autismo y sobre Donato. “Un día, uno de mis alumnos, Federico, se acerca y me dice: “Mi hermano también tiene autismo”. Y me entrega unas láminas que me mandaba su familia. Ahí me entero de que existía una agrupación federal con nodos en diferentes ciudades. La agrupación se llama “TGD Padres TEA Red Federal”. A los pocos días, a la salida, se me acerca la mamá de Federico y me dice: ‘Profe, quiero crear un nodo en Avellaneda. ¿Les gustaría sumarse?’”, cuenta. Aceptaron y el nodo Avellaneda se hizo realidad. Al involucrarse en la organización, con grupos en diferentes provincias y 33 en ciudades bonaerenses, fueron comprendiendo que el camino que les esperaba no iba a ser fácil.
Hace ocho años, Argentina ratificó la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, un tratado internacional aprobado por las Naciones Unidas que reconoce el derecho de las personas con discapacidad a aprender en un entorno inclusivo. Esto quiere decir que los estudiantes con discapacidad tienen derecho a estudiar en las escuelas de modalidad común.
Sin embargo, el cumplimiento de esta disposición en nuestro país es muy variable según la jurisdicción, salvo La Pampa, donde la inclusión es casi plena. Según datos del Ministerio de Educación de la Nación del 2021, el 49,5% de los chicos del país que tienen algún tipo de discapacidad, estudian en espacios segregados, principalmente en escuelas especiales.
En la provincia de Buenos Aires, y según el mismo informe, 86.870 chicos y chicas con discapacidad recibían algún tipo de educación formal. De ese total, un 52% lo hacía en escuelas comunes y un 48% iba a escuelas especiales. Y si se hace foco en el Conurbano, la proporción cambia ligeramente: el porcentaje en escuelas comunes baja al 48,55%. El mismo relevamiento expone que en el Conurbano la escuela estatal es más permeable a la inclusión que la de gestión privada, ya que el 75% del total de chicos que se encuentran en proyectos de inclusión va a escuelas estatales, lo que deja apenas un 25% en colegios privados. En cambio, cuando se trata de chicos sin discapacidad, la relación entre escuelas públicas y privadas es de 66% vs. 34%.
Los datos van en sintonía con las historias que frecuentemente se conocen sobre el rechazo de vacantes a estudiantes con discapacidad, principalmente por parte de colegios privados. Sin ir más lejos, la semana pasada el Magno, un colegio de Pilar, les informó a ocho familias de alumnos con discapacidad que sus hijos no podrían seguir en la institución. Una de las familias contó que el director llegó a decirles que su hijo bajaba la vara del grado.
LA NACION se comunicó en reiteradas ocasiones con el área de Educación, pero no logró que proporcionaran información detallada sobre cuántos de los chicos y chicos con discapacidad que están escolarizados en la actualidad van a escuelas comunes.
“O lo medicábamos, o nos denunciaban”
En el caso concreto de Donato, el tránsito por el jardín no tuvo grandes sobresaltos hasta que llegó a preescolar. “Nuestro hijo hizo todo el nivel inicial en una institución privada. Iba con acompañante y nosotros como papás estuvimos muy presentes. Pero en sala de 5, toda la flexibilidad y contención que habíamos recibido antes, se cortó. Creemos que influyó el cambio en la dirección. La nueva directora estaba obsesionada con que Donato pudiera escribir su nombre”, recuerda Martín.
“Donato logra escribir su nombre –apunta Gabriela, también docente–. Pero en el informe consignaron que ‘sabe escribir su nombre, pero en espejo’, cuando ya sabemos que muchos chicos, aún sin discapacidad, comienzan a escribir en espejo”. Al final de ese año, la directora los citó y les dijo que Donato no estaba en condiciones de permanecer en esa escuela y pasar a primer grado. Le dio dos opciones: buscar una escuela especial o cambiarlo de colegio.
Donato pasó a una escuela de Villa Domínico en la que pudo cursar primer grado sin inconvenientes. Los problemas comenzaron en segundo grado. “Nos decían que la escuela era un padecimiento para Donato porque se quedaba llorando”, recuerda Martín y agrega que había sido un año atípico para su hijo: había tenido tres acompañantes diferentes y hasta un cambio de maestra.
“Cada vez que nos citaban, salíamos desalentados. Recuerdo que les acercábamos sugerencias de los terapeutas, como trabajar con pictogramas, o que tuviera momentos de descarga para que pudiera estar bien en el aula, pero nunca logramos que nos las tomaran. El argumento era que así se lo estigmatizaba más”, se lamenta Gabriela.
La situación escaló hasta que llegó aquella reunión, que fue la última. “Todos te dicen: ‘Nosotros queremos lo mejor para Donato’. Escuché millones de veces esa frase. Pero quienes lo dicen, en realidad no lo conocen”, afirma Martín y recrea una situación: “Esa vez les dije: ‘Si alguien quiere lo mejor para Donato, somos nosotros, su familia. Los que sabemos qué es lo mejor para Donato somos nosotros y sus terapeutas. Sin embargo, ustedes no aceptan nuestras propuestas. Así que no me vuelvan a decir que quieren lo mejor para Donato, porque no es verdad’”.
La pareja se fue de aquella reunión con la certeza de que había que buscar una nueva escuela para su hijo. Así llegaron a la escuela 64 de Villa Domínico, en la que Martín trabaja como docente, cuando el niño comenzaba tercer grado. Ahora está en quinto.
“La 64 es una escuela abierta a nuestras sugerencias. La actitud de los diferentes docentes con los que viene interactuando Donato es la de querer aprender de él y con él. A veces paso por su aula a buscar algún tipo de material y lo veo trabajando con actividades preparadas por la maestra, que lo toma como un alumno más. Es el mismo chico que supuestamente padecía la escuela”, agrega Martín, quien también integra la organización Educadores por la Inclusión, una agrupación de docentes que busca transmitir el valor de la inclusión en la enseñanza.
Después de haber transitado todo este camino junto a su hijo, Martín no tiene dudas acerca de que, en una escuela para todos, nadie pierde.
“Lo mejor para Donato aquí es que tiene compañeros. Yo me he largado a llorar al ver el cariño con que lo reciben, de ver cómo lo tratan los otros chicos. Toda la escuela lo conoce. Sus compañeros juegan con él. Además, con él, ellos aprenden sobre autismo, sobre que todos somos diferentes y, sin embargo, podemos jugar y compartir”, agrega el docente mientras su hijo sigue jugando, muy cerca suyo, mientras tararea una canción de Coti. Esa que dice: “Nada de esto fue un error”.