Se trata de conductas de riesgo, que requieren la inmediata intervención de profesionales; la imposibilidad de soportar el dolor emocional y la cultura de la inmediatez, entre los factores que favorecen este hábito compulsivo; las señales de alerta para las familias
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El año pasado, Constanza recibió un llamado de la escuela a la que va su hijo Martín, que en ese momento tenía 14 años. Desde hacía meses que los padres del adolescente estaban muy preocupados porque lo veían cada vez más aislado y obsesionado con el celular, prácticamente sin establecer vínculos con sus pares. Pero aquel llamado descolocó a Constanza. “Tuvimos que curarle el brazo. ¿Vos sabés que está lastimado?”, le preguntó la voz que llegaba desde el colegio. Dudó. Recordó que, días atrás, Martín le había dicho que se había caído jugando al fútbol. Sin embargo, cuando vio los cortes en el antebrazo de su hijo, supo que le había mentido.
“Le pregunté concretamente: ‘¿Esto te lo hiciste vos?’ Me dijo que sí, que se lastimaba con una tijera y que sentía que eso lo tranquilizaba, porque tenía crisis de ansiedad, se sentía muy deprimido y cuando lo invadía una sensación de pensar ‘que se termine, que se termine’, los cortes le daban cierto alivio”, reconstruye Constanza, de La Plata. Ella y su marido sintieron que una granada se detonaba frente a sus narices: “Para el afuera, somos una familia normal y feliz. Nunca te imaginás que tu hijo puede caer en una oscuridad tan densa”.
“Para el afuera, somos una familia normal y feliz. Nunca te imaginás que tu hijo puede caer en una oscuridad tan densa”.
Constanza es parte de un grupo de lectores de LA NACION −sus nombres fueron cambiados para preservar su identidad− que decidieron compartir sus experiencias como padres para visibilizar un fenómeno que creció de forma alarmante en los últimos tres años: niñas, niños y adolescentes que se autolesionan como una forma de “descargar” un dolor psíquico que les resulta intolerable. Si bien en la Argentina no hay datos oficiales que den cuenta de la magnitud de esta problemática, los especialistas coinciden en que las consultas en varias instituciones no solo llegaron a duplicarse, sino que también hay una baja notoria en la edad de los pacientes.
“Antes recibíamos a chicos sobre todo de 15, 16 o 17 años; hoy, en cambio, la mayoría tiene 12, 13 o 14, pero también hay casos de 11, 10 o incluso 9. Por otro lado, vemos una mayor cantidad e intensidad en las lesiones; niños que tienen, por ejemplo, cortes en los antebrazos no solo recientes, sino también cicatrices de tiempo atrás”, explica Gustavo Molina, psiquiatra infantojuvenil del Hospital Pediátrico Dr. Humberto Notti de Mendoza, un centro de alta complejidad y referencia que recibe a chicos de toda la región de Cuyo.
En el servicio de salud mental del Notti, las consultas espontáneas por autolesiones son sumamente frecuentes. “Por día, nos pueden llegar entre tres o cuatro, a veces más, a veces menos. A esos pacientes hay que sumarles los que fueron internados por otras vías en el hospital, y que suelen ser otros tres o cuatro a diario. No recuerdo un día con cero casos, que era algo que sí podía ocurrir hace algunos años”, agrega Molina. La mayoría de esas chicas y chicos llegan derivados por las escuelas: “Antes de la pandemia, teníamos una derivación al día”, compara el médico.
En los hospitales de CABA y otras jurisdicciones del país, el panorama es similar: “En todas las guardias algún paciente con esta problemática hay, ya sea por lesiones actuales o porque en las entrevistas aparecen antecedentes”, afirma Pilar Fernández, psiquiatra de guardia del Hospital de Niños Pedro de Elizalde.
El Hospital de Clínicas José de San Martín recibe entre cuatro y cinco casos por semana de chicos que consultan por depresión y otras problemáticas y, durante las entrevistas, las autolesiones salen a la luz. “Si le sumo los pacientes que atiendo en el consultorio privado, te diría que son el doble”, advierte Silvia Ongini, psiquiatra infantojuvenil del Departamento de Pediatría de esa institución. Renzo Olmedo, que tiene la misma especialidad pero trabaja en el Hospital Policlínico de San Luis −donde ve un promedio de entre cuatro y cinco casos de este tipo por mes−, suma: “Hay algunos chicos que no se autolesionan pero sí tienen el pensamiento rumiante de en cualquier momento hacerlo”.
Familias desesperadas
El aumento de las autolesiones se enmarca dentro de la crisis de salud mental adolescente que explotó en la pospandemia no solo en la Argentina sino en todo el mundo. Hace unas semanas, LA NACION publicó una investigación sobre las dificultades que atraviesan miles de familias para acceder a un psiquiatra infantojuvenil en nuestro país, donde hay apenas 464 profesionales con esa especialidad.
En ese contexto, se convocó a la audiencia a que compartiera sus experiencias mediante una encuesta, y entre los más de 150 testimonios que llegaron, la mayoría contaba que sus hijos e hijas atraviesan cuadros como depresión y ansiedad, autolesiones, ideas de muerte e intentos de suicidio, y trastornos de la alimentación.
Dentro de los mensajes, estaban los de las madres que fueron entrevistadas para esta nota. Una de ellas es Leticia, mamá de Estefi, de 18 años, que vive con su familia en zona norte. Cuando la adolescente tenía 15, había empezado a desarrollar una anorexia y una depresión profunda. Buceando en su sufrimiento, Leticia supo que había comenzado a autolesionarse a los 14: “Me contó que tenía una amiga que se lastimaba y que ella también había empezado a tener esas conductas: se hacía cortes en el brazo con la gillette. Con la terapia sentíamos que lo íbamos controlando, hasta que el año pasado las autolesiones fueron más fuertes y aparecieron también las ideas de muerte”.
Llamamos a la ambulancia y los médicos nos dijeron que la teníamos que internar. Ella no paraba de llorar y sentía mucha culpa”.
Una tarde de agosto, la madre salió de bañarse y la encontró en su cuarto con los brazos lastimados: “Llamamos a la ambulancia y los médicos nos dijeron que la teníamos que internar. Ella no paraba de llorar y sentía mucha culpa. Manifestó que estaba muy triste y que le daba miedo hacerse más daño si se quedaba en casa. Para nosotros fue un shock, pero fue la mejor decisión”, admite Leticia.
Actualmente, Estefi sigue yendo a un centro de día de lunes a viernes por la tarde. “Está mejor de las autolesiones. A veces mira las cicatrices que le quedaron y me dice que no se le van a ir nunca. Yo le respondo: ‘Es parte de tu pasado, de tu vida’. Trato de transmitirle que la vida tiene esto, que por momentos uno puede estar mal. Hace poquito me dijo que está contenta de vivir y está empezando a salir a cumpleaños. Antes se aislaba muchísimo y estaba pendiente de las pantallas”, señala su mamá.
Anestesiar el vacío
Las autolesiones son conductas deliberadas para provocarse heridas, generalmente cortes en los tejidos superficiales de las muñecas, brazos, piernas, abdomen y muslos, pero también pueden ser quemaduras. Además, incluyen otras acciones, como golpearse la cabeza contra la pared o distintas partes del cuerpo con objetos, arrancarse el cabello, pellizcarse o morderse. Suelen estar vinculadas con padecimientos como la depresión, la ansiedad, los trastornos de la alimentación o límite de la personalidad, entre otros.
Cuando la angustia y el sufrimiento psíquico son muy intensos, el dolor físico, más concreto e intencionalmente provocado, es usado por las chicas y los chicos como una forma de “descarga”, que va generando un hábito compulsivo y riesgoso. Molina detalla que se produce un aumento de la dopamina y la noradrenalina, dando una ligera sensación de euforia que disminuye la angustia que los atraviesa: “Por más que suene ilógico, funciona así. Cuando les preguntás por qué lo hacen, te dicen que sienten un vacío en el pecho o muchas ganas de llorar: ´Me voy a volver loco y esto me calma’. En realidad, la lesión produce una descarga de neurotransmisores que anestesia la sensación de vacío y la angustia ominosa que los invade“.
Antonella cuenta que eso era exactamente lo que sentía su hijo mayor, Lautaro, de 14 años. Viven en Viedma, Río Negro, y a fines del año pasado el adolescente empezó con ataques de pánico en la escuela. Durante sus crisis de angustia, se pellizcaba con fuerza distintas partes del cuerpo, se rasguñaba, se clavaba las uñas o incluso lápices en los brazos.
Un lunes de abril, el chico le dijo a su mamá que necesitaba ver a su psicóloga urgente: “No puedo más, no quiero seguir”, expresó. La profesional le indicó a Antonella que debían consultar a un psiquiatra infantojuvenil. Lautaro empezó a tomar medicación y hasta la actualidad continúa con sus terapias. “Hoy está mejor, ya no tiene esas crisis. Está súper predispuesto, me dice: ‘Yo quiero estar bien’. Pero pasamos meses terrible”, resume Antonella. “Acá se habla muy poco de salud mental y hay muchos prejuicios. Me pasó en la escuela que cuando dije: ‘Mi nene toma antidepresivos’, me respondieron: ‘No digas así’. ¿Cómo quieren que le diga? Es como que se incomodan”, remata.
“Al principio, no lo vimos”
En general, las chicas y los chicos llegan al consultorio de los especialistas en salud mental por otras manifestaciones de su sufrimiento y, es en ese contexto, que las autolesiones salen a la luz. Las consultas pueden ser por una baja en el rendimiento escolar, porque los hijos no quieren ir a la escuela y se la pasan aislados en el cuarto con las pantallas, duermen mal, suben o descienden mucho de peso.
Constanza, la mamá de La Plata, dice que en el caso Martín, que hoy tiene 15 años y fue diagnosticado con depresión, crisis de ansiedad, autolesiones e ideación suicida, las primeras señales que notaron con su marido fueron que tenía muchas dificultades para relacionarse con chicos de su edad.
“Durante las últimas vacaciones, lo notamos más aislado que nunca. Veraneamos con muchas familias y se armaron varios grupos de adolescentes, pero él no se acopló a ninguno: siempre estaba solo escuchando música, mirando tele o hablando con su novia por celular”, cuenta. “A la vuelta cortó con esa chica y eso detonó un montón de cosas que venían de largo arrastre. Empezó a estar muy caído, sin ganas de comer, muy callado, siempre en su pieza. Lo veíamos cada vez peor”, agrega.
Fue ahí cuando recibieron aquel llamado de la escuela explicándoles que habían tenido que curarlo. “Él estaba yendo a la psicóloga, pero no le había contado nada de eso”, dice Constanza. En mayo, la profesional indicó la consulta con un psiquiatra infantojuvenil, que les dio turno para 15 días después. Como Constanza consideraba que la situación era urgente, le propuso a su hijo ir a la guardia del hospital de niños, y él respondió que sí: “La atención fue excelente. Nos entrevistaron y nos dijeron que se tenía que quedar internado. Para nosotros como papás fue durísimo”.
Nos dijeron que se tenía que quedar internado. Para nosotros como papás fue durísimo”.
Hoy Martín continúa viendo a su psiquiatra, a su psicóloga y tomando medicación. “Lo positivo es que ahora les comunica todas las sensaciones que va teniendo. No bien volvió de la internación tuvo bajones fuertes y tuvimos que restringir el uso del teléfono porque estaba muy obsesivo. Pero hoy lo veo cada vez mejor”, afirma su mamá. ¿Qué le diría a otros padres? “Que se acerquen a sus hijos e intenten comunicarse como sea, que no los dejen solos cuando se aíslen, porque en general necesitan eso: que los vean. Estos son pedidos de ayuda. Y nosotros, al principio, no lo vimos”, responde.
“Nos contó que se golpeaba con un cinturón”
Esteban tiene 17 años y vive en Mendoza, con sus tres hermanos y sus padres. Carmen, su mamá, cuenta que siempre estuvo muy atenta a él porque “toda la vida fue muy introvertido y de estar solo en el colegio”. El año pasado, el adolescente le pidió ir a la psicóloga y, tras algunas sesiones, Carmen supo que se estaba autolesionando.
“La psicóloga le pidió que se lo contara al papá o a mí, y Esteban le dijo a mi marido que se estaba golpeando con un cinturón la espalda. Había empezado a los 16. Yo no lo podía creer: nunca me imaginé que podría llegar a algo tan grave. Después vimos que tenía una tremenda ampolla de quemadura en la muñeca y le empezamos a ver cortes en los brazos”, relata la madre.
Vimos que tenía una tremenda ampolla de quemadura en la muñeca y le empezamos a ver cortes en los brazos”.
Les indicaron una consulta con una psiquiatra y les transmitieron que, ante una crisis, recurrieran al Centro Integral de Atención a Adolescentes (Cipau) que funciona en Mendoza. En marzo de este año, en esa institución le comunicaron a la familia que era necesario internar a Esteban. “Estuvo 10 días internado, le cambiaron la medicación y de a poco está mejorando”, cuenta Carmen.
En el Cipau le dieron herramientas que, como mamá, considera muy valiosas: “Me explicaron cómo se sentía él y lo pude comprender más, ser más paciente. Y creamos un código. Cuando tiene una crisis o siente ganas de lastimarse, solo me tiene que decir una frase: ‘Vamos a dar una vuelta en auto’”.
Belén tiene 30 años, es artista y vive en Palermo. Tenía entre 13 y 14 cuando comenzó a autolesionarse. “Necesitaba lastimarme para sentir un dolor mayor a la depresión que atravesaba. La primera vez fui al baño, tomé un bisturí que mi mamá tenía para arreglarse los pies, y me hice unas marcas. Más adelante me di cuenta de que yo quería que ella viera lo que estaba sufriendo”, recuerda.
Cuando su mamá advirtió lo que sucedía, Belén empezó a ir al psicólogo y a la psiquiatra. “Tuve recaídas y la última fue después de la pandemia, pero las autolesiones eran diferentes: golpearme la cabeza contra la pared, rasguñarme la cara y los brazos”, detalla. Actualmente continúa con terapia y está muy contenta con las técnicas que aprendió para regular sus emociones: “Aprendí a expresarme. Antes, en cambio, no hablaba y me lastimaba”.
Necesitaba lastimarme para sentir un dolor mayor a la depresión que atravesaba".
¿Por qué suben los casos?
Para explicar el aumento de casos de autolesiones que hubo en el último tiempo, psiquiatras y psicólogos ponen el foco en una multiplicidad de factores: desde el peso de la cultura de la “inmediatez”, donde se buscan “escapes” rápidos al dolor emocional; la baja tolerancia a la frustración y la dificultad para manejar emociones intensas; la sensación creciente de “vacío” y de pérdida de sentido que atraviesan muchos chicos; la influencia de las redes sociales, en las que muchas veces se comparten estas prácticas, hasta la dificultad de encontrar adultos disponibles. A esto se sumó el condimento de la pandemia.
Si bien la mayoría de las autolesiones en niñas, niños y adolescentes no se producen con la intención de terminar con la vida, son manifestaciones de un sufrimiento profundo que se encuadran dentro de las llamadas “conductas parasuicidas”, que jamás deben ser minimizadas. “La posibilidad de empeoramiento siempre está. Si entrevistás a un chico que te dice ‘me autolesioné, pero no me quiero morir’, no es un certificado de que después eso no vaya a pasar. Si no es atendido, existe la probabilidad de que desemboque en conductas cada vez más dañinas”, resume Molina.
Desde su experiencia en la guardia del Hospital Elizalde, Fernández suma: “A veces hay chicos que vienen con intentos de suicidio graves y que tienen antecedentes de que se venían cortando hacía bastante tiempo. Cuando las autolesiones aparecen sin que haya un plan de muerte, siempre hacemos una entrevista, porque entendemos que algo les está ocurriendo, que no pueden tramitar por la palabra y pasan directamente al cuerpo: eso es una señal de alarma clara”.
El factor redes sociales
La influencia de las redes sociales es observada de cerca por los expertos. “Muchas veces, vemos un efecto de réplica: se enteran que una amiga del cole se corta y empiezan a hacerlo, o porque lo escucharon o lo vieron en las redes”, advierte Fernández. En esa línea, Ongini aporta: “Estamos en una época donde los rituales de inclusión o pertenencia, vinculados con el proceso de identificación propio de los adolescentes, son tramitados tanto por los grupos de pares como por las redes sociales”. Las personalidades con una vulnerabilidad de base son las que pueden quedar atrapadas en este efecto.
Vicky siente que las redes tuvieron un impacto fuerte en ella. Tiene 19 años y estudia Psicología: “A los 13 empecé a sentir mucho malestar con mi cuerpo, sufría bullying y descubrí esto de lastimarse. Se divulgaba bastante en las redes sociales en ese momento: al principio no entendía bien qué eran las autolesiones, pero sí que las chicas las usaban para calmarse y quise probar”.
En pandemia, esas conductas se profundizaron y recién en 2021 pudo poner en palabras lo que le sucedía. “Lo hablé con mi psicóloga y con mis papás, pero durante varios años nadie sospechó. Como me las hacía en los brazos, los muslos y la panza, usaba camperas o pantalones más largos para cubrirlas”, recuerda. Hoy se siente mucho mejor, aunque admite que “esos pensamientos siguen estando” y continúa con terapia. “Hace un año que no me corto y eso es un re avance. A las chicas que estén pasando por eso les diría que pidan ayuda. A los papás, que no sean tan duros cuando se enteran o que no se pongan mal enfrente de la persona porque la hacen sentir más culpable”, expresa.
Charo, de 22 años, también está parada en un lugar muy distinto al que se encontraba años atrás. A los 15 comenzó con un trastorno de la alimentación y a los 17, a autolesionarse. Considera que la influencia de una amiga jugó un rol clave. “Me decía: ‘Para descargarme y sentirme mejor, vomito o me corto’. Yo lo empecé a hacer también, sin tomar dimensión de la gravedad. Me cortaba, sentía placer dos minutos y después el mismo vacío de siempre”, describe.
Dice que la recuperación es un camino difícil y largo: “A veces querés largar todo a la mierda, pero siempre hay alguien del otro lado dispuesto a ayudarte y escuchar. Hoy estoy muy bien, me está yendo mejor en la facultad, en el deporte y en el trabajo. Antes no me podía ni levantar para ir a cursar”.
Romper tabúes
Además de una forma de “descargar” un dolor psíquico intenso, hay chicos que recurren a las autolesiones como un modo de “castigarse” a ellos mismos. En personalidades muy autoexigentes, por ejemplo, puede vincularse con sentir que no están rindiendo académicamente a la altura de sus expectativas o las de sus padres. En otros jóvenes, se relaciona con la culpa que les provoca estar deprimidos, al considerar que “no tienen motivos” para estarlo.
Ese era el caso de Julieta González. “Yo tenía las mejores notas en el colegio, tenía amigos y todo parecía perfecto”, reflexiona hoy. Tiene 28 años, se dedica a la comunicación y vive en Lanús. Desde sus cuentas de Instagram y TikTok (entre ambas suma más de 27 mil seguidores) habla de salud mental en primera persona. Ella sabe lo que es sufrir depresión, tener ideas de muerte y autolesionarse. Tenía 17 años cuando pasó por su primera internación psiquiátrica y hoy se propone compartir su experiencia para romper tabúes.
Para la comunicadora es fundamental subrayar que salir adelante es un trayecto largo en el que “no hay atajos” y donde las recaídas son una posibilidad: “Mostrar el proceso es muy importante, porque no es lineal. Somos humanos, no superhéroes”, explica Julieta.
Mostrar el proceso es muy importante, porque no es lineal. Somos humanos, no superhéroes”.
Para las chicas y los chicos que se autolesionan, dejar esas conductas implica hacer, junto a sus terapeutas, un trabajo arduo. “Son pacientes con una hipersensibilidad enorme, que viven las emociones más intensamente: muchas veces decimos que es como si estuvieran en carne viva y que hasta un soplo de viento puede dolerles. Por eso, la base del tratamiento es el entrenamiento de las habilidades de regulación emocional y el aprendizaje de cómo tolerar el malestar sin dañarse”, explica la psiquiatra Juana Poulisis.
¿Qué le sugieren los especialistas a los padres que sospechan o tienen la certeza de que sus hijos se autolesionan? Adriana Ingratta, presidenta de la Asociación Argentina de Psiquiatría Infantojuvenil (AAPI), destaca que es importante “no enojarse sino atender la problemática”, acercándose a través del diálogo, no en forma punitiva.
Por otro lado, plantea la importancia de consultar con un centro de salud para que los profesionales evalúen la situación. “Hay que atender el problema que está debajo de este síntoma. Para esto es clave reducir el estigma que está asociado a la búsqueda de ayuda en salud mental”, concluye Ingratta.