Yamila hace tareas de limpieza y Cristian trabaja en la construcción, ambos en la economía informal. Lo que ganan les alcanza solo para que coman ellos y sus cuatro hijos. Mantienen su casa limpia y ordenada, pero no pueden hacer ninguna mejora. En la Argentina, hay 3,5 millones de historias similares.
- 9 minutos de lectura'
Todas las noches, Yamila Barreto sueña con una casa digna. Una casa con techo y paredes de material, que tenga una cocina calentita en la que haya espacio para una mesa donde la familia pueda sentarse a comer. Que tenga también un baño interno con ducha y varios cuartos: uno para ella y su marido, otro para sus dos hijos varones, y otro para sus dos hijas.
A veces, ese sueño se interrumpe porque alguno de los chicos necesita ir al baño y hay que abrigarse –y abrigarlo– para salir y acompañarlo. El contraste entre su realidad y ese sueño es enorme. Tanto, que a menudo se deprime.
Su vivienda, una casilla prefabricada de 18 metros cuadrados, no cuenta con las comodidades mínimas para que ir al baño de noche sea una acción normal que sus hijos puedan hacer solos. Tampoco es posible ducharse. Ni sentarse a una mesa a comer en invierno. O dormir sin sentir frío.
Desde hace dos años, la familia está instalada en un terreno ubicado en la periferia del Barrio Agustoni, en Pilar, un municipio con muchos countries exclusivos y en el que tienen sede varios hoteles cinco estrellas.
La familia de Yamila –integrada por Cristian, su marido y sus cuatro hijos– tampoco tiene agua potable: la misma tierra que les da el agua que consumen (agua de pozo) es la que recibe los desechos de su baño. El gas (envasado) y la electricidad (prepaga) que usan los pagan más caro que quienes tienes esos servicios de red.
Cristian es empleado de la construcción. Vive de construir casas para otros. “Te mata pasarte el día trabajando, levantando casas, y llegar a la tuya para ver que no podés progresar porque toda la plata se va en comer”, dice. Lo que más le duele de su trabajo es tirar paredes: “Cada vez que hay que reformar un lugar y tenemos que romper una pared, yo sufro. Con lo caro que están los ladrillos”.
Yamila también trabaja: es empleada de limpieza. Pero con ambos sueldos apenas pueden cubrir lo más prioritario de la lista de necesidades que tiene cualquier familia: comer.
“Da mucha impotencia querer estar mejor y no poder. Me gustaría darles otras cosas a mis hijos. Nos gustaría comprar otra cama para que los chicos dejen de compartir una cucheta, pero solo alcanza para comer. Estoy tan cansada de que no se pueda. A veces me deprimo tanto”, se angustia.
A Cristian también se lo escucha desesperanzado. “Las lágrimas te salen solas cuando ves que, por más que te esfuerces, los chicos pasan frío. Uno ya es grande y se aguanta lo que venga. Pero los chicos… Es muy duro”, confiesa con la voz quebrada.
Cuando no se tiene una vivienda que cuente con las comodidades básicas, los objetos y los espacios se resignifican: una cama se convierte en mesa. Un pozo, en un baño. Una cortina, en una pared o una puerta. Un fuentón, en una bañera. Una olla, en un tanque de agua caliente. Su caso es un claro ejemplo de lo que viven millones de familias en el país.
Según cifras oficiales, en la Argentina se necesitarían tres millones y medio de viviendas para que no hubiera déficit habitacional. El 60% de ellas ya existe, pero tiene serios problemas de infraestructura. Por otra parte, el Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP) identificó que, en el caso particular de dichos barrios, el acceso formal a los servicios de agua y cloaca alcanza sólo al 11,6% y el 2,5% de su población, respectivamente.
En el dormitorio, campera, gorro y guantes para dormir
Actualmente, la familia cuenta con una casa prefabricada con piso de madera a la que se accede subiendo dos escalones. En el espacio, de 6 metros por 3 metros, sobran el orden y la limpieza pero falta la privacidad. Son dos dormitorios divididos por un placard y una cortina.
En una de esas habitaciones, en una cama cucheta, duermen los chicos: Bautista (5) y Máximo (8). Al lado, Malena (12) y Olivia (3) comparten una cama de una plaza. El espacio se completa con una mesita con un televisor de tubo de 20 pulgadas.
Del otro lado del mueble y las cortinas, se ubica la cama matrimonial y, a sus pies, un mueble bajo con ropa perfectamente doblada.
“Las ventanas no son herméticas. El frío se siente y mucho. Pero, por suerte, no se llueve”, acota Yamila, durante la visita de LA NACION. Las habitaciones son comedor, cuando hace frío y llueve, y el lugar en el que la familia se baña en un fuentón.
Cuando hace frío y no pueden salir a jugar, los chicos pasan el día allí dentro: pintando, mirando televisión, o disputándose, para jugar, el único celular que tiene la familia. No hay espacio para tener ni para guardar juguetes: los espacios de guardado se destinan a la ropa y las cosas de la escuela.
Los días y noches de frío son todo un desafío, según explica. “Cuando enciendo la única estufa eléctrica que tenemos, se corta la luz”, agrega. Así que, la familia anda abrigada, adentro, como si estuviera afuera. Campera, gorro y guantes para dormir. Además de todas las frazadas posibles. Los chicos duermen juntos, como una manera de darse calor.
Aguantarse hasta que duele para evitar el viaje al baño
Con 31 años, Yamila no recuerda cuándo fue la última vez que se pegó una ducha. Gracias a la casa de su mamá, sus hijos saben lo que es ducharse porque la familia nunca tuvo una ducha. Todos se bañan en un fuentón que se coloca en alguna de las habitaciones.
Mucho de esto cambiará una vez que la familia acceda a un módulo sanitario de emergencia, construido por la organización Módulo Sanitario, que anexaría a la casa un baño completo. Hasta que eso ocurra, la familia seguirá haciendo sus necesidades en un baño improvisado detrás de su casilla, en un espacio que no es hermético y en donde el inodoro descarga en un pozo.
Ir al baño de noche implica salir de la casa y rodearla, caminando por un terreno oscuro. En ese recorrido, bien sería posible cruzarse con ratas o con algún otro tipo de animal. Pero el peor miedo de la familia es cruzarse con un desconocido. Por eso, los hijos de la familia se aguantan las ganas. A los más chicos no siempre les sale y, muchas veces, terminan haciéndose encima. La más grande, de tanto aguantarse, comenzó con dolor en los riñones.
Un comedor improvisado sobre las camas
En la casa de la familia no hay un espacio en donde colocar una mesa con sillas. “En verano, ponemos la mesa en el fondo y comemos ahí. Pero cuando hace frío, no se puede. En la cocina no tengo espacio y aparte hace frío también, casi tanto como afuera”, explica la mujer.
Cuando hace frío o llueve, la familia come en la cama. “Esto es una de las cosas que más bronca me da: no poder sentarnos a una mesa como una familia normal. Además, la cama se ensucia y no me gusta que duerman en una cama sucia”, agrega.
Una cocina en donde “afuera” o “adentro” es casi lo mismo
Hace pocos días, Yamila descubrió justo a tiempo que el enchufe de la heladera comenzaba a prenderse fuego. La lluvia que entra por las chapas agujereadas del techo había mojado el cableado del artefacto. “Por suerte la pude desenchufar y apagar el fuego. La heladera se salvó, gracias a Dios. Solo hubo que cambiar el enchufe. Pero cada vez que llueve es lo mismo”, se lamenta.
“Es lo mismo” significa, en su caso, tener que cubrirse para cocinar cuando llueve, porque son tantos los agujeros en las chapas que casi da lo mismo cocinar afuera o adentro de la cocina. Su cocina es un espacio anexado detrás de su casilla, en el fondo, que ella trata de mantener impecable para que la limpieza desaliente la proliferación de ratas. “El otro día, encontré caca de rata en la sartén. Me puse loca y lavé todo con lavandina”, recuerda.
En el espacio que improvisó en el fondo, están la cocina a garrafa, la heladera cubierta con marcas de óxido en forma de gotas, una mesa pequeña con un táper con agua y lavandina, un mueble en donde guarda la mercadería y la única mesa familiar. Ni las paredes ni la puerta son herméticas. Así que, si tiene que salir, le pide a su hermano, que vive al lado, que vigile para que no le roben lo único que le importa de ese lugar: la garrafa.
Yamila cuenta que, en invierno, cocina temprano para evitar el peor frío. Si hay pronóstico de lluvia, trata de adelantar todo lo que pueda para no mojarse.
El frío de la mañana, agrega, también complica el desayuno. “Parecería que la garrafa se congela, así que no puedo hacerles algo caliente a mi hija, antes de la escuela, o a mi marido, antes del trabajo -explica-. Calentamos agua a la noche y la dejamos en el termo, pero nunca está caliente, siempre toman tibio. Tengo que poner la garrafa un rato al sol para que vuelva a dar una llama normal”.
Si creés que podrías contribuir de alguna manera para mejorar la realidad de la familia de Yamila y Cristian, contactate con Módulo Sanitario: www.modulosanitario.org
Sobre Escenas de desigualdad
Escenas de desigualdad es un proyecto de Fundación LA NACION que busca mostrar las enormes brechas en el acceso a derechos básicos que todos los días enfrentan las personas más pobres de la Argentina. Incluso las acciones más cotidianas como viajar al trabajo, preparar el almuerzo, pedir un turno médico o ir a la escuela –por mencionar sólo algunos ejemplos– se vuelven más difíciles en escenarios marcados por la carencia. La desigualdad se manifiesta con su peor cara: la de la falta de oportunidades. El objetivo de esta serie de notas es contar historias reales y ponerle rostro humano a las barreras que son parte de la vida de millones de argentinos.