Ramona Medina, una muerte por coronavirus que expone el drama de los barrios populares
Hace cuatro días, a Ramona Medina, vecina de la villa 31, le diagnosticaron coronavirus. El resto de la familia con la que convivía en su pequeña casa –su pareja, sus hijas Guadalupe y Maia, y dos sobrinos- también resultó contagiada. Hoy Ramona dejó de integrar la lista de infectados y pasó a engrosar la de fallecidos.
Hace apenas veinte días, durante una recorrida de LA NACION en la zona, Ramona le puso rostro a un drama que venía padeciendo el barrio desde hacía más de una semana: la falta de agua, un bien considerado indispensable no solo para la vida sino, concretamente, para prevenir la proliferación del virus. Era una mujer corpulenta, que tenía una activa participación en organizaciones barriales. Durante la recorrida, contó entonces que su casa quedaba a poquísimos metros del lugar en el que se habían infectado once personas y que, esa mañana, había quedado internada una familia que vivía enfrente. "Nadie vino a ofrecernos ayuda. Y eso que yo soy diabética", se quejaba.
La casa de Ramona está ubicada debajo de la autopista, donde limitan la villa 31 con la 31 Bis, y en donde el aire y la luz natural son bienes escasos. Durante nuestra visita, y mientras nos mostraba que del caño que conectaba la red de agua con su tanque sólo salía aire, Ramona contó que hacía un año y medio que esperaba ser reubicada junto a su familia en las nuevas viviendas. "Me ofrecieron dos veces. La primera vez era un departamento muy chico para nosotros, que somos seis. La segunda era algo más amplio, pero por escalera y mi hija se desplaza en silla de ruedas", explicó.
Como integraba un grupo de riesgo y además las necesidades de su hija le impedían trasladarse mucho, unos días antes de nuestra charla, una moto del Gobierno de la Ciudad se había acercado hasta su casa para llenarle el tanque. "Cuando abrí la canilla, salía agua marrón. Entonces me enteré de que estaban entregando dos tipos de agua: una para el baño y otra para tomar. Me habían puesto el agua equivocada", relató ante LA NACION.
El miedo porque el virus le estaba pisando los talones se le notaba en la mirada. "Estoy muy preocupada por mi familia. Mi hija de doce es discapacitada y no puede hacer sus terapias. El encierro la hace convulsionar el doble. Y además nos falta el agua. ¿Cómo puedo mantener la higiene?", decía indignada.
Hoy su muerte muestra las nefastas consecuencias que puede acarrear vivir sin agua en medio de una pandemia. También evidencia los estragos que hace el virus en un contexto de pobreza y hacinamiento: Ramona tenía 43 años. Hace veinte días, durante la recorrida de LA NACION, las cifras oficiales hablaban de 13 infectados en la villa. Ayer, solo allí, superaban los 850. Los problemas con el suministro de agua en algunos barrios vulnerables todavía persisten.