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El 30 de mayo pasado, personal policial de la Comisaría Tercera de Chaco ingresó en forma violenta, sin orden de allanamiento, en la casa de una familia de la comunidad Qom, ubicada en el barrio Banderas Argentinas, en la localidad de Fontana. Luego golpearon a quienes estaban en el interior de la vivienda, entre los que se encontraban mujeres, jóvenes y menores de edad. Gracias a que varios miembros filmaron lo sucedido, el hecho se viralizó en las redes sociales y apartaron a los policías de su cargo.
"No ha cesado la criminalización hacia los pueblos aborígenes. Que la gente cuente con celulares y te pueda grabar, ha hecho que en algunos lugares se cuiden un poco más. Hay mayor visibilización y denuncias más mediáticas", explica Rosita Sidasmed, coordinadora del NEA del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa).
También se registraron varios casos de discriminación hacia las familias aborígenes que viven en el complejo habitacional denominado Gran Toba, ubicado en la zona nordeste de Resistencia, y uno de los focos de contagio más grandes en la provincia. Los culpan de "haber traído" el coronavirus.
Especialistas e integrantes de estos pueblos, coinciden en que esta es una práctica cotidiana y extendida en todo el territorio argentino. Según un informe de Endepa de 2018, "la violencia institucional gravita sobre las comunidades indígenas y recrudeció en los últimos años. Se observa claramente en los organismos del Estado Nacional y provinciales, pero particularmente en el sistema judicial".
¿Cuál es el sustento de esta vulneración de derechos sistemática dirigida hacia los pueblos originarios?¿Qué prejuicios la sostienen?¿Cómo se hace para achicar esa brecha cultural que sólo profundiza la desigualdad?
En una reciente entrevista en LA NACION, Victoria Donda, la actual interventora del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), señaló que la matriz detrás de ciertas prácticas instaladas no solo en la sociedad sino también en el seno del Estado argentino, es la misma: un racismo estructural, presente desde nuestros inicios como nación.
"Cuesta mucho poder hacerse cargo del racismo criollo y por eso tampoco es tan visible en las políticas públicas. Las políticas públicas no pueden ser elaboradas pensando que somos todos iguales porque no lo somos, porque existen otros", señaló.
Consultada, específicamente, por la agresión sufrida por la familia Qom, en Chaco, Donda aseguró que es una consecuencia del racismo estructural hacia "los pueblos originarios y en aquellos lugares donde los pueblos originarios y los descendientes de esas comunidades originarias son mayoría, mayoría que después no se ve reflejada en los lugares de poder".
Están estigmatizados como brutos, violentos, vagos, salvajes y peligrosos. Todas estas connotaciones negativas hacia los pueblos originarios son parte de la mirada social. “La mayoría dice que somos incapaces. Yo creo que todo ser humano tiene las mismas capacidades, que todo se aprende, que tenemos que ser incluidos, no excluidos”, dice convencido Omar Gutiérrez, un joven de 26 años que nació en Misión Chaqueña, una comunidad Wichí de Salta.
"Nos discriminan por la fisionomía, el color de la piel y la fuerza pública se abusa. Viene un policía, sin orden judicial, nos señala a dedo y nos llevan a la comisaría. Y nosotros vamos. Y estando ahí tampoco tenemos un intérprete judicial para que se respeten nuestros derechos", agrega.
Daniel Martínez, un joven de la comunidad Wichí de Lote 44, a 8 kilómetros de Miraflores, también le tiene miedo a las fuerzas de seguridad. “Si vas a pasear, la policía te detiene, te culpan de muchas cosas y te hacen papeleríos de toque. No nos podemos defender porque ellos tienen el poder”, explica debajo de un árbol, en un claro del monte en el que vive con ocho miembros de su familia.
Está estudiando para maestro bilbingüe en Juan José Castelli y va todos los días en moto, si los caminos destruidos se lo permiten. "Si vas a pedir una ayuda, no te dan bolilla directamente. Después te tratan de vagos y de crotos pero ellos se amontonan en los puestos", reclama.
Los más olvidados
Dominga Palavecino tiene 23 años y una mirada de fuego. Su ceño encierra un dolor que prefiere gritar con sus pupilas. Es Wichí y vive en el Lote 63, en Miraflores, en la puerta del Impenetrable Chaqueño, junto a sus tres hermanos. Ella habla con el cuerpo, con la indiferencia y con esos ojos azabache que transmiten una indignación penetrante contra los representante del “mundo blanco”, porque ellos son los rostros de la opresión, de las masacres y de los atropellos. Porque ellos le robaron a sus antepasados y a sus padres.
"Los dejaron morir", dice Luciano Palavecino en un español casi inaudible, el hermano mayor de 25 años, cuando hace referencia a los últimos días de su madre con tuberculosis y de su padre con Mal de Chagas. Su reclamo es que en el hospital no los atendieron de forma adecuada ni les dieron una explicación de lo que les había pasado.
Los Wichí, así como el resto de los pueblos originarios en la Argentina, son una de las poblaciones más olvidadas y sufren diferentes formas de violencias por parte de del Estado y de la sociedad en general. Un destrato sistemático, padecido de generación en generación, es el que fue cimentando una desconfianza primitiva que crece cada día.
La brecha es económica, social, educativa y sanitaria, pero es esencialmente cultural. Son dos cosmovisiones que entran en colisión de forma permanente. "Los antepasados le pusieron ahatay al hombre blanco, que significa diablo o demonio después de las grandes masacres que hubo", explica Gutiérrez.
Si bien sus derechos están reconocidos en la Constitución Nacional a veces ni siquiera existen en las estadísticas. Se estima que en la Argentina hay cerca de un millón de personas de pueblos originarios, pero al vivir en zonas remotas, en algunos casos la propia producción de datos no alcanza a sus espacios. "No siempre están contemplados en el censo y otras mediciones, su mirada no aparece y eso contribuye a invisibilizar sus problemáticas", afirma Carolina Aulicino, Oficial de Políticas Públicas de Unicef.
Dominga solo se comunica con sus hermanos. Ni siquiera lo hace con los maestros de la escuela. Sabe leer y escribir en español, en un letra cursiva redonda, prolija y esponjosa. No es que no habla porque no entiende. No habla porque no quiere. Porque tiene miedo, porque está enojada, porque no se quiere cruzar con un mundo que no es el suyo, que maneja otras reglas y otros valores.
A la hora de pensar políticas públicas que logren darles una vida digna, es indispensable ahondar y reparar esta herida histórica. De otra forma, jamás serán exitosas. ¿Cómo podemos zanjar esto? "Los gobiernos tienen mucho discurso frente a la política indígena pero muy poca aplicación", plantea Sidasmed.
Hablan un español a medias, viven en zonas aisladas, en condiciones precarias, no están acostumbrados a vincularse con instituciones y tienen un acceso a la justicia muy limitado. Todos estos condimentos hacen que sean especialmente vulnerables a atropellos y abusos por parte de los criollos.
Ejemplos hay cientos. Como el ocurrido a principio de mayo en Salta, en donde se detuvo a un grupo de dirigentes de un club que se quedaban con el importe del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) de familias indígenas situadas alrededor de la localidad salteña de Embarcación. Incluso, se detectaron casos en los que este grupo de estafadores, además de retenerles el dinero, obligaba a las víctimas a realizar trabajos no remunerados bajo la amenaza de quitarles el IFE. "Las comunidades aborígenes están a merced de los punteros políticos, que les sacan la plata y se enriquecen", dijo a LA NACION el titular de la Unidad Fiscal Salta, Eduardo Villalba.
Lo único que quiere Luisa Acosta es que llueva para poder regar su huerta y darle agua a sus animales, y que los políticos los dejen tranquilos. Vive en el Lote 63, en Miraflores, junto con 25 personas de su familia. Tienen una capilla y una escuela propia en la que un docente del nivel de adultos les enseña a leer y a escribir. Faustino Acosta es de la camada de los jóvenes que hace los trabajos más pesados. Como tiene Mal de Chagas, camina unos metros y ya se agita.
Están hartos de pedirle a la municipalidad que les instalen el servicio de luz y de agua. "Siempre vienen políticos a mentir nomás. Nos prometen luz, agua potable y vivienda si los votamos pero son todos versos. Yo conozco al político y no quiero saber nada con ellos porque no confío", dice convencido Faustino, con lágrimas en los ojos.
A los pueblos originarios les falta de todo: luz, agua, baño, trabajo, comida y tierras productivas. Los datos duros deshumanizan esta realidad que solo se hace carne cuando aparece alguna noticia en los medios sobre muertes por desnutrición. Según Unicef, el 23,5% de los hogares indígenas se encuentran con las necesidades básicas insatisfechas (NBI), en comparación con el 13,8% de los hogares no indígenas. Las provincias con los mayores niveles de NBI en los hogares indígenas son Formosa (74,9%), Chaco (66,5%) y Salta (57,4%).
"Son una de las poblaciones más atravesadas por la pobreza multidimensional y más postergadas. Hay muchas brechas geográficas, de educación, económicas y de idiomas que hacen muy difícil que estas poblaciones puedan llegar hasta los ciudades. Y lo que queda claro es que es el Estado el que se tiene que acercar a ellas para asegurarles sus derechos", afirma Aulicino.
La situación es crítica. Pero no alcanza solamente con construir viviendas, instalar aljibes o sancionar la educación intercultural bilingüe. Es necesario que los pueblos originarios sean parte de la conversación, consultados sobre cuáles son las mejores respuestas para sus demandas y que se respete su cultura a la hora de implementarlas.
"Los no indígenas solemos decir "ellos se han quedado en el tiempo" y queremos que progresen. Pero, ¿qué es progreso para ellos? No está ligado a las cosas materiales sino a estar en equilibrio con la naturaleza. Si están enfermoS, tener la posibilidad de ir al monte y conseguir su medicina natural. Para ellos lo más importante es el buen vivir que tiene que ver con la calidad de sus relaciones y la armonía con la naturaleza y el entorno", refuerza Sidasmed.
El idioma, un obstáculo
Según Gutiérrez, su pueblo (el Wichí) es muy cerrado, con poco contacto físico entre ellos, de pocas palabras y muy reacios a interactuar con personas externas a su comunidad. “También cuando hablamos incluimos señas para entendernos. En general tenemos miedo a hablar y que no entiendan lo que tratamos de decir”, explica.
Uno de los principales problemas para la integración, es el idioma. Gran parte de los adultos de estas familias hablan solo Wichí y les resulta imposible poder interactuar en instituciones públicas sin un traductor.
"Ayudaría un montón tener traductores en los hospitales, en las comisarías o en el registro civil. Ellos están indocumentados o los anotan mal y no se dan cuenta", dice Lucrecia Hernández, auxiliar docente aborigen de la Escuela Nro 1034 Lote 76 de Miraflores.
Gracias a la implementación de la educación intercultural bilingüe, los niños y jóvenes aprenden español y conservan su idioma. En la escuela de Hernández, los alumnos Wichí tienen una auxiliar bilingüe desde Jardín de Infantes hasta cuarto grado.
"Los chicos tardan bastante en incorporar el castellano porque en sus casas no lo hablan. Les cuesta mucho soltarse y más si es con un criollo. Muchos terminan la escuela sin expresarse bien en castellano, sin poder explicar qué es lo que ellos quieren o necesitan ante una institución pública o ante los gobernantes que los puede ayudar", señala Hernández.
El territorio en peligro
¿Por qué los Wichí están en emergencia alimentaria y territorial permanente? Es una respuesta que tiene varias aristas. Lo que queda claro, es que los intentos por parte del Estado para llegar a estas comunidades han sido insuficientes y han fracasado. Estas familias se siguen cayendo por los márgenes de un sistema que no está pensado para ellos ni para su idiosincrasia.
En su mayoría los pueblos originarios viven en zonas rurales, aisladas, alejados de las grandes ciudades. En El Impenetrable, por ejemplo, las familias siempre vivieron del monte, de la caza, de la pesca y el cultivo de alimentos en pequeñas huertas. Las mujeres, por su parte, se las rebuscan haciendo artesanías en chaguar que terminan malvendiendo por unos pocos pesos.
Pero en los últimos años, la explosión de las autorizaciones de desmontes y aprovechamientos forestales y la pérdida del territorio, puso en riesgo el equilibrio comunitario. Según datos de Endepa, la superficie desmontada durante 2017 en las provincias de Salta, Santiago del Estero, Formosa y Chaco fue de 128.217 hectáreas. Casi la mitad la deforestación se produjo en bosques protegidos.
“Las represas están secas porque no llueve por todo el desmonte que están haciendo. No se verifica si los camiones tienen los papeles en regla, porque vos podés sacar árboles pero después tenés que reforestar. Y eso no sucede. Acá a un artesano Wichí se le prohibe cortar un palo santo porque es una madera protegida y ellos se están llevando camionadas de palos santo para otros lados”, se queja Adriana Cragnolini, directora de la Escuela Nro 1034 Lote 76 de Miraflores.
La pérdida o degradación del monte para ellos equivale a la muerte. Porque es ahí donde se encuentran, intercambian, transmiten su cultura, al aprovechamiento de los bienes naturales, y el idioma, entre otros. La ley 26.160, que contempla la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias del país se sancionó en 2006 y ya tuvo cuatro prórrogas.
"Es la que prevee el relevamiento de los territorios. Al día de hoy, solo un 38% de las comunidades tiene terminado el relevamiento territorial. Esto es gravísimo porque lo más importante para un pueblo indígena es el territorio, que es dador de identidad y cuando no lo tienen su cosmovisión se ve herida. Los criollos se preguntan para qué quieren la tierra si no la producen y los indígenas te contestan que la tierra es su madre, ahí encuentran el alimento, la medicina y cuidan el ecosistema", agrega Sidasmed.
Con su principal fuente de alimentación y trabajo reducida a su mínima expresión, estas familias no encuentran alternativas laborales para poder subsistir y tienen que depender, casi exclusivamente, de la asistencia del Estado.
"Todos los indígenas tienen algún beneficio social. Hay intentos de cooperativas de ladrillos, de artesanías, de animales pero eso compite con pensiones provinciales para ser mano de obra de los políticos de turno. Cuando viene algún trabajo formal los jóvenes no pueden acceder porque ya cobran una beca por discapacidad ficticia. Es como una trampa", dice Sidasmed con preocupación.
No todo está perdido. Existen muchas experiencias de articulación con los pueblos originarios que son exitosas. Lleva tiempo reparar la herida pero es posible. “Yo ya no vivo esa situación de desconfianza personalmente. Hace 22 años que trabajo con ellos y creo que hay que rescatar lo que los pueblos indígenas nos regalan. En estos tiempos de pandemia, por ejemplo, aprender de su modo de vivir, su cuidado a la naturaleza y sus territorios y su manera de relacionarse con el cosmos”, concluye Sidasmed.