Emanuel tenía 12 años cuando probó las drogas y se fue de su casa; vivió en la calle y un amigo le ofreció trabajar en un “kiosquito” para un transa; una tarde, se levantó con la certeza de que quería un cambio
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Hubo un día en que Emanuel pensó que ahí nomás se terminaba todo. Cara o cruz. Cárcel o cementerio. Vendían droga con su compañero, otro chico de su edad, en una casilla que habían “chapeado” como un kiosquito. La policía tocó la puerta. Se quedó inmóvil, silencioso como un pensamiento, con el corazón latiendo en las sienes. Algún vecino, alguien, había cantado. Algún patrullero, cualquiera, acudió al llamado. Los adolescentes se prepararon para lo peor. Pero lo peor no siempre pasa. La puerta sonó. Ellos no respondieron. La policía se fue. Emanuel tenía 16 años y se preguntó cómo había llegado a ese punto: a la droga, a la casilla, a la policía tocando la puerta.
Había empezado a consumir a los 12, cuando cambió casa por calle porque en su familia “los problemas eran demasiados”. Probó un porro y arrancó a fumar todos los días. Al tiempito, “a tomar merca, a consumir ‘creapy’, ‘nevados’ (cigarrillos “armados con marihuana y merca”), pastillas, y hasta a jalar pegamento un par de veces”, detalla. “Me quedaba en la calle a dormir. Teníamos una casita donde hacíamos fuego y nos juntábamos entre todos los pibes: éramos una banda”.
Hubo un día en que le hicieron la propuesta de trabajar en el “kiosquito”. “Estábamos donde ranchábamos y de un momento para el otro llegamos a esa. Un amigo tenía parentela que vendía por parte de su novia, le ofrecieron trabajar ahí y empezamos. A veces estábamos las 24 horas. Teníamos que vender la cocaína y yo estaba con el arma mirando la jugada, que ninguno que se mande alguna”.
Cuando Emanuel supo que eso no era vida, un hermano mayor le habló de un lugar donde “podían ayudarlo”. Se acercó al Hogar Madre Teresa, un centro de día para niñas, niños y adolescentes de hasta 17 años ubicado en la villa 31 de Retiro. Cuando llegó, casi no hablaba y estaba tan flaco que no podía ni jugar al fútbol. Cuando llegó pensó que si se quedaba podía cambiar todo. Volver a la escuela. Empezar de cero.
−¿Cómo hiciste el click?
−Me cansé de drogarme, de hacer maldades en la calle, de golpearme, de todo eso. Sentí que nada llenaba el vacío. Un día estaba durmiendo, me levanté de repente y me puse a pensar: ‘¿por qué lo estoy haciendo? Yo puedo con esto: no puedo dejar que me ganen estos pensamientos’.
Como casi todas las tardes, en esta en la que conversa con LA NACION está en Madre Teresa, que forma parte de la Familia Grande del Hogar de Cristo, la obra de la Iglesia Católica que cumplió 15 años y suma 220 dispositivos en barrios populares de todo el país. Trabajan en la prevención y el acompañamiento de chicos y adultos atravesados por las adicciones y otras problemáticas con un abordaje comunitario e integral. El objetivo no es sólo que puedan recuperarse de las drogas, sino volver a la escuela, salir de la situación de calle, crear lazos comunitarios, encauzar su presente y proyectar un futuro.
“Entendí que tenía que buscar algo mejor”
Cuando Emanuel estaba de turno en el “kiosquito”, veía a la gente pasar, siempre arruinada por la cocaína. “Los pibitos todos rechupados queriendo comprar una bolsita que se les iba en dos o tres aspiradas”, eran un reflejo de la propia desgracia.
A su barrio, una villa en el partido bonaerense de San Martín, lo pinta “infectado de transas, droga, junta en cada esquina. Lo que hay es bandas nomás: todo bandas”.
–¿Era una tentación formar parte?
–Exactamente. Pero a mí no me gustaba eso. Va, en ese momento pensaba que me gustaba, pero después me miré a mí mismo y entendí que tenía que buscar algo mejor. Vine acá con la oportunidad de ir a la escuela.
Son las 14 y Ema (17) acaba de almorzar junto con otras adolescentes, Ayelén (16) y Jaqueline (17). Charlan y dibujan acompañados de dos operadoras del hogar, Valeria y Trinidad. Al equipo también lo integran Eva, una psicóloga, diferentes profesionales y colaboradores. Desde la cocina, un lugar amplio donde hacen cursos de panadería, llega el olor de la pastafrola recién horneada.
El Hogar de Cristo de la villa 31 está dividido en dos espacios: en la planta baja, funciona el de adultos, que se llama Padre Mugica. En la superior, Madre Teresa, que abre sus puertas de 9 a 18. Allí, las niñas, niños y adolescentes, además de recibir comida casera, darse una ducha caliente o cambiarse la ropa, pueden participar de talleres de deporte, espiritualidad, recreación, apoyo escolar y percusión, entre otros.
Mariana López es su directora. Explica que el lugar nació hace siete años a partir de una necesidad concreta: la cantidad de chicas y chicos en situación de calle y con problemáticas de adicciones que se acercaban al hogar de adultos. Se pensó una propuesta específica para ellos y hoy asisten entre 20 y 25 niños y adolescentes, número que varía según el día. El más pequeño, tiene 7 años.
−¿Siempre reciben niños tan chiquitos?
−Sí, pero hay momentos en que se hacen más visibles que otros. A veces se acomoda un poco la situación por distintas intervenciones del Estado y se logra escolarizarlos por un tiempo, pero después se desacomoda otra vez. Nunca desaparecen por completo. Eso evidencia que la problemática no está abordada como corresponde.
− ¿Ven un incremento?
− Absolutamente. Hay muchísima más cantidad de chicos en situación de calle que hace unos años atrás.
−¿Y en situación de consumo?
−Sí, claro. Si estás en calle, es muy difícil que no consumas. Si sos niño, lo primero que hacés para pertenecer a un lugar y sentirte pillo, piola, es copiar conductas. Te dicen: ‘No seas boludo, probá o hacé esto’. Eso que se vive en todos lados, acá los chicos los experimentan desde mucho más pequeños y sin un soporte o una estructura familiar que les diga: ‘Probar no equivale a no ser un boludo, vení que te explico’. Los más chicos consumen marihuana, alcohol y a veces pastillas. Pero después, al toque van al paco. Es todo muy rápido.
Llegan no son sólo de la villa 31. Por la cercanía a la estación de Retiro, a muchos los lleva el tren de zonas como Pilar, Grand Bourg y Polvorines. “Se empiezan a ir de las casas cuando ya no quieren ir más a la escuela, a los 7 años. Vemos mucha deserción escolar y muchas historias intergeneracionales de violencias y abusos: es importante ver todas las caras del problema, sino resulta imposible abordarlo”, resume Mariana.
Jaqui y Aye, las compañeras de Emanuel, dicen que los niños que llegan a Madre Teresa son “insoportables”. Los entienden, claro: vienen de la calle, del consumo, de todo eso de lo que no debería venir ningún nene, de todo eso por lo que ellas mismas pasaron. “Pero igual son insoportables”, dicen entre risas. Emanuel sigue pintando y no dice nada. Hasta que deja el marcador: “Yo los entiendo. Los varones a esa edad somos bastante terribles”.
“Por no llevar un vuelto, te matan”
Mientras que los hilos del narcotráfico se mueven a grandes escalas y en los barrios populares lo que prima es la disputa entre tranzas por el territorio, son los chicos y las chicas quienes le ponen el cuerpo a uno de los negocios más redituables del mundo. Como reveló una investigación de LA NACION, en villas y asentamientos de la ciudad de Buenos Aires y del conurbano son captados para hacer tareas en la base de la pirámide del narcomenudeo, como le pasó a Emanuel, como le pasa a tantos otros.
“Muchas veces el pago es en consumo, pero encubierto: es decir, les pagan con dinero pero eso mismo que les dan, los chicos lo usan después para comprar droga. Esa necesidad de consumo va en aumento hasta que un día terminan no llevando la plata que ganaron en la venta y por no llevar el vuelto, los matan de formas inimaginables”, dice Mariana.
Cuando Emanuel llegó a Madre Teresa, le gustó “todo”. “Los talleres, el compañerismo que tenemos entre nosotros, el poder volver a la escuela”, admite. De lunes a viernes, se levanta a las 5 de la mañana, se cambia, se baña y toma el colectivo a las 6 para ir a la escuela. A las 12 está en Madre Teresa, donde almuerza y hace talleres. A las 18 se va a la capilla Cristo Obrero: vive en uno de sus hogares, el Negro Manuel, que es para adolescentes: “Llego y me meto en mi mundo, ahora estoy empezando a hacer gimnasia”, cuenta.
Mariana explica que lo característico de la metodología de los Hogares de Cristo es que, lejos de ser “algo estándar”, busca “romper modelos para ser realmente útil, porque hay otros que ves que no funcionan: si no, no habría tantos chicos en situación de calle”. Y resume: “Somos un lugar de puertas abiertas, que invita a los chicos a anclarse y quedarse”.
En esa línea, los referentes consultados por LA NACION coinciden en que los espacios preparados para trabajar con las infancias y adolescencias cruzadas por estas realidades, son pocos. Gabriela Torres, a cargo de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar), admite que la respuesta del Estado en relación a los niños recién “se está construyendo, porque empieza a ser un problema que te excede”. Y agrega: “Hay que capacitar a los servicios locales y zonales. Estamos viendo cómo involucrar a las provincias para empezar a construir una especificidad en relación a profesionales que atiendan a chicos menores de 15 años”.
Desde su experiencia, Mariana subraya que para acompañarlos no hay recetas ni fórmulas matemáticas: cada caso es único y la dedicación de todo el equipo del Hogar de Cristo es full time. “A nuestro acompañamiento, lo resumimos diciendo que es ‘cuerpo a cuerpo’. Recibimos la vida de los chicos como viene. Al principio, no les preguntamos ni el nombre: los dejamos que estén tranquilos, que prendan la tele, que puedan dormir o bañarse”, describe. “Queremos que sea un lugar que los invite a quedarse. Poco a poco, los vamos convocando a la charla, a la palabra. A medida que empiezan a tener esa confianza y que les vamos ofreciendo este clima de hogar, se van abriendo, empiezan a contarnos su historia y nosotros a pensar las intervenciones”.
Hay días en que Emanuel piensa en el futuro. “Cuando volví a estudiar empecé a flashear que podía, pero también entendí que el desarrollo primero viene por la persona. Si quiero cambiar en el futuro, tengo que mejorar primero mental y físicamente”, asegura.
−¿Y cómo vas en ese camino?
− A lo que estaba, gracias a Dios estoy mejor. Las cosas buenas llevan tiempo.
Cómo podés ayudar
- Hogar Madre Teresa (CABA): Necesitan ropa en buen estado para los adolescentes, jóvenes y adultos varones (abrigos, ropa interior, pantalones) que asisten tanto al hogar para menores de 17 años como al de adultos. Reciben donaciones en dinero: el alias es FILA.PILA.ALA (razón social: parroquia Cristo Obrero). Para consultas, se le puede escribir al Padre Nacho a: nacho_bagattini@hotmail.com