“Tucho” Laszlo tenía 43 años cuando perdió la visión; tras una larga depresión, encontró en la pintura un sentido para su vida y se convirtió en el principal exponente de un método único de arte para personas ciegas
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Todo se volvió de color lila con tiritas grises, como un viejo televisor analógico a punto de colapsar. Hasta que de arriba hacia abajo, el negro se expandió como una mancha y la oscuridad se hizo absoluta. Eso es lo que Arturo Enrique “Tucho” Laszlo recuerda sobre los instantes antes de quedar ciego, aquel domingo en que intentó suicidarse de un tiro en la sien. Uno de sus cuadros lo representa, se llama Mi última visión. Pero en ese entonces la pintura era un mundo inimaginable para él y su depresión era inmensa. Tenía 43 años y una seguidilla de duelos lo habían devastado: la muerte de su padre, una ruptura amorosa, la pérdida de su casa y de la maderera familiar que había sido un ícono de Martínez durante años.
Hoy, tres décadas después, Tucho sorprende como artista plástico con sus originales cuadros. Tiene unos 250 pintados, algunos con infinidad de detalles, como el que representa a 38 personajes clásicos (desde Caperucita hasta Manuelita y el Jinete sin Cabeza). “Encontré en el arte un sentido para seguir viviendo”, asegura Tucho, de 74 años.
Fue en 1994, tres años después de su intento de suicidio, cuando conoció a Amanda Ochatt, artista plástica, docente y creadora de un innovador método de enseñanza de arte para personas ciegas. El encuentro fue en el Instituto Roman Rosell, a donde él había empezado a ir con frecuencia para hacer talleres de cocina y gimnasia, entre otras actividades. Pintar le parecía impensable: después de perder ambos ojos, Tucho había tenido que aprender nuevamente hábitos tan cotidianos como usar los cubiertos. Pero Amanda lo convenció para que probara.
“Me sentó en una mesa de la cual no me volví a mover nunca más, y me enseñó a pintar”, dice Tucho, y enseguida explica: “Miro con los dedos”. Parte de las diferentes estrategias que Amanda le enseñó incluyen poner su índice y pulgar en forma de C, y usar ese espacio como referencia para los trazos del pincel; o dibujar las figuras en papel, recortarlas y utilizarlas como molde sobre el lienzo. A su estilo lo define como surrealista, impresionista y postmodernista.
Pero llegar hasta ese punto implicó un recorrido larguísimo. Cuando cayó en “el ostracismo de la depresión y la ceguera”, Tucho pensó que nada tenía sentido. “Siempre fui un tipo muy tímido, sobre todo con las mujeres, y sorprendía a la gente con mis salidas. ¿Desde dónde iba a poder sorprender a alguien en ese estado? −cuenta− Cuando Amanda me demostró que gracias a la pintura podía hacer que la gente se fije en mí, que se sorprenda, se me levantó la autoestima terriblemente. Descubrí que podía darles a las personas cosas que no se esperaban: no pueden creer que un ciego pinte”.
Grandes pasiones
Tucho vivió toda su vida en Martínez. Su papá, Eugenio, cruzó en barco el Atlántico desde lo que hoy es Transilvania, en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial. Instalado en Buenos Aires y siguiendo una larga tradición familiar, abrió sobre la Avenida Santa Fe al 2200 una maderera donde Tucho trabajó desde sus 15 años, luego de que su padre y su mamá, Dolly, se separaran.
Recuerda una infancia feliz. La casa adorada de esos primeros años, con el gallinero en el fondo y el jardín donde buscaba vaquitas de San Antonio. Tiene una foto de su fachada en una mesa junto a su cama: el cerco de madera, el techo de tejas, el incipiente árbol de la vereda, todo quedó inmortalizado en esa imagen en blanco y negro. Con el divorcio de sus padres, tuvieron que rematarla, y eso lo devastó.
Hoy vive en un lugar donde funcionaba un antiguo taller de bicicletas. La entrada es un portón con grafitis y, atravesando un pasillo, empieza el mundo del artista. Antes de la pintura, la música fue su primera pasión. La pared de su cuarto y la que está sobre la mesa del living están repletas de discos de vinilo: son 6632 en nueve estantes que parecen sostenidos por arte de magia. Tucho sabe donde está todo: usa métodos sencillos, como dejar algunos discos sobresaliendo del resto, que son su punto de referencia, y exigir a quienes lo visitan que las cosas siempre queden en el mismo lugar. “Pedime lo que quieras”, dice. Y cuando esta cronista sugiere “The Beatles”, va hacia la repisa y toma White Album. En el tocadiscos, la música empieza a sonar.
Quedarse sentado sobre la cama, escuchando y moviendo los pies mientras se deja llevar, le hace sentir escalofríos: una sensación única que también le despiertan los clásicos del cine, como A la hora señalada, Casablanca y La Naranja Mecánica, tres de sus películas favoritas. “Todo eso es arte, y lo que tiene de lindo el arte es que hay fibras que te llegan al corazón y uno siente que está en presencia de algo mágico”, resume.
Pero sus ansias por coleccionar no se quedan en los vinilos ni en las películas. Explica que su forma de superar la vergüenza que sintió siempre, sobre todo con las mujeres, fue “adaptarse a la imagen de un desfachatado”. Tiene una colección de 127 anteojos de cotillón: de Batman, con estrellas, con pistolas enfrentadas, con guitarras eléctricas. Los junta desde el momento en que se preguntó: “¿Si voy a usar anteojos sin ver, por qué tienen que ser los comunes?”. Todos los días usa un par distinto.
Ficción versus realidad
Del mediodía del domingo 13 de enero de 1991 en que intentó suicidarse, Tucho recuerda, sobre todo, que no sintió dolor físico. Dice que el suyo era mucho más profundo. Tras los disparos, que no llegaron a dejarlo inconsciente, él mismo tomó el teléfono, a tientas, y llamó a Juan Manuel, un amigo de toda la vida: “Joans, no sé cómo decirte esto, me estoy muriendo”, le dijo. Después llegaron los bomberos, que abrieron la puerta, y la ambulancia que lo trasladó al hospital.
“Me llevó dos años recuperarme. Cuando supe que no iba a volver a ver, estaba entregado, deseaba la muerte. Después de mucho pensarlo, me di cuenta de que cuando tocas fondo, solo tenés dos posibilidades: quedarte ahí o subir de vuelta. Entendí que yo podía subir”, asegura. Y agrega: “Lo que más me costó fue volver a tener confianza en mí mismo y en el mundo. Por ahí con mi historia puedo llegar a inspirar a alguien”.
− ¿Qué fue lo que más cambió en vos después de quedar ciego?
− Creo que soy más abierto, que tengo más paciencia. Que sigo manteniendo la esperanza aún cuando todo parezca imposible. Antes, para mí las cosas eran absolutamente blancas o negras. Si vos no me caías bien, chau, no te veía más. Ahora, doy una nueva posibilidad porque creo en el otro. Y sé que me puedo equivocar.
Dice que, por ejemplo, su mirada respecto a las personas ciegas estaba atravesada por el mundo de Sábato en Sobre héroes y tumbas: una secta maligna que opera en las sombras. Con el tiempo comprobó que la realidad no se parece en nada a la ficción. Por eso disfruta de visitar escuelas junto con la organización social Audela, algo que hace desde hace 13 años. La propuesta es hablar sobre discapacidad en las aulas. Además de hacerles una pequeña muestra en vivo de su talento, Tucho responde las preguntas de las chicas y los chicos: desde cómo hace para diferenciar el shampoo de la crema de enjuague hasta si va solo al supermercado. “Les digo que no tienen que tener miedo y que los ciegos somos personas como cualquier otra, solamente que no vemos”, resume.
Su mayor deseo, es que la técnica creada por Amanda y de la cual hoy él es uno de sus principales exponentes, no se pierda. “Sueño con que podamos llevar este método de pintura al mundo, que se enseñe en otros lugares y que cuando nosotros nos muramos, esto no muera con nosotros. Porque ese es mi gran temor”, concluye.
Más información
- Capacitación en escuelas: Audela ofrece charlas y actividades educativas vinculadas a la temática de la discapacidad. Para más información, escribir a audelanorte@gmail.com
- Método de pintura para personas ciegas: para conocer más sobre el método de Amanda Ochatt, escribir a: amandaochatt@gmail.com