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Son las 9 de la mañana de un viernes. El pasto se tiñe de un amarillo quemado con el reflejo del sol matutino. Hacen 12 grados y la niebla cubre los pies de los cerros. En el fondo los picos de las montañas se confunden con el cielo y parecen pintados de celeste. Al costado de la ruta provincial 141 se multiplican los campos en los que se divisan algunos pocos animales.
Algunos ranchos aislados aparecen en el camino como para recordar que todavía queda algo de vida en estos lares. En el borde de la ruta, un perro arranca a mordiscones los restos de otro animal muerto. Casi ningún auto se dirige rumbo a Marayes, ubicado a 140 kilómetros de la capital de San Juan, un pueblo abandonado que lucha por seguir figurando en el mapa.
"Hay que recuperar las fuentes de trabajo para que los pueblos no desaparezcan", dice Betty Riveros, en la puerta del kiosco que maneja hace 25 años en la entrada de Marayes. Y lo dice con miedo a desaparecer ella también. Acaba de cumplir 60 años y apenas vende algo en todo el día. "Estamos pasando por un muy mal momento. Yo no tengo un sueldo mensual y me faltan unos años para jubilarme. Hay que seguir la lucha, no voy a bajar los brazos", agrega.
Las diez familias que hoy viven ahí (el censo 2010 señala que son 99 habitantes, en su mayoría adultos) todavía recuerdan con añoranza y mucha melancolía las épocas de oro en las que eran 500 personas las que daban vida al pueblo que nació en torno a la estación de tren allá por 1930. En las décadas posteriores había trabajo en las minas lindantes, funcionaba el tren, tenían una estación de servicio, un hospital, lugares para hospedarse y una diversa oferta gastronómica.
"Actualmente está quedando la gente mayor, de 80 años para arriba, y son algunos jubilados del ferrocarril y otras familias que viven de las cabras. Aunque es muy difícil el terreno para tener animales. La mayoría cobra planes sociales", dice Walter Jalaf, director de la Escuela Presidente Julio Argentino Roca, la única del pueblo.
Como en muchos otros puntos rurales del país, fueron varios los factores que contribuyeron a que hoy Marayes sea la imagen del abandono. Cerró el tren en la década del 80, las minas también cumplieron su ciclo y construyeron una ruta nacional que los dejó fuera de su trazado. "Cuando funcionaba la mina de oro habían más de 70 familias que vivían de eso. Pero todas fueron cerrando. La ruta nacional 141 que iba a Córdoba pasaba por acá y después se hizo un puente que la desvió y la convirtió en la 510. Esta pasó a ser ruta provincial y fue otro de los factores que fue achicando la actividad en la zona", explica Riveros. Actualmente la ruta 141 conserva algo de su encanto turístico porque llega a Valle Fértil e Ischigualasto. Sin embargo, la mayoría de su tránsito es pesado y no está en buenas condiciones.
Como en una película futurista en la que se muestra en fin del planeta Tierra, el paisaje de Marayes es desolador. Oxido, vegetación que se come lo que encuentra y perros desnutridos, son las imágenes que predominan. Las mayoría de las construcciones están destruidas, la estación de tren está cerrada con candados (los matorrales cubren las vías y sus raíces deforman su curso) y el hospital está abandonado, así como varias casas.
Lo demás que existía, fue cerrando. No hay trabajo, ni salud, ni policía, ni ofertas culturales. La única salida es escapar en busca de educación o una salida laboral. En síntesis: darle le espalda al pueblo. Ser uno menos en la estadística, hasta que no quede nadie. Lo único que sigue en pie entre tanta tragedia es la escuela, una sala de primeros auxilios y el almacén de Betty.
"Es muy triste sentirse olvidados. Nosotros también somos seres humanos y necesitamos sobrevivir", refuerza Riveros. Y esa frase está dirigida a todos por igual: políticos, autoridades, empresarios, medios, y a todos los argentinos en general. Es una súplica que surge de las entrañas de la supervivencia.
A las 10 suena una campana y se escucha de fondo el himno nacional. Un adolescente – rara avis en esta zona - sale de una de las casas ubicadas al lado de la estación de tren, encara el camino de cuatro cuadras que cruza por encima los restos de los andenes, y llega a la escuela. Allí se va a encontrar solo con otros 18 chicos que forman la matrícula de Jardín, Primaria y Secundaria hasta 3er año.
"Cada vez van quedando menos. El año pasado se recibió una sola niña. Para terminar la secundaria se tienen que ir a Bermejo, a Vallecito o Caucete. Suponemos que esta escuela llegó a tener 150 chicos", cuenta Jalaf. Allí los chicos desayunan y almuerzan, por lo que no presentan grados de desnutrición. "Acá son todos bastante robustos", dice Jalaf con una sonrisa.
La escuela también se tuvo que adaptar a las limitaciones del pueblo. Hace un turno intermedio de 10 a 14 horas porque es el horario en el que los docentes pueden llegar de San Juan capital.
"Nos tomamos el colectivo a las 7:30 y llegamos a las 9:45 acá. Para volver salimos a las 16 y estamos a las 18:30 en San Juan. En el resto que nos queda cuando los chicos se van, terminamos de ver que almuercen, siempre hay que ordenar algo, corregimos exámenes y tratamos de darles catequesis", cuenta Jalaf. En total son tres docentes: una de incial, una de primaria, y él cumple la doble función de director y docente de secundaria.
Juana Montivero nació en Marayes. Su papá trabajó en la mina y ahora ella y su familia viven de criar cabras para el consumo personal y para vender. Su papá fue capataz de estancia y eso la llevó a criarse en el campo. "Mis papás me comentaban que antes este era un pueblo grande, que tenían bomba de nafta y que fue desapareciendo cuando sacaron la ruta", dice Montivero, mientras prepara un estofado para que los alumnos puedan almorzar en la escuela.
Como su marido trabaja en blanco en la construcción, ella no cobra la AUH. "El se va por la semana a Caucete y yo me ocupo de todo, de la casa y de los chicos", agrega. Los tres más chicos van a la escuela del pueblo y los más grandes se fueron a Caucete para seguir estudiando. "El más grande para ser arquitecto. Sería el primer universitario de la familia. Mientras él pueda salir para adelante, está todo bien", concluye con orgullo.
El hospital abandonado tiene las ventanas rotas y un montón de papeles – posibles restos de historias clínicas y material administrativo - tirado en piso. A unos metros, funciona una salita de primeros auxilios, en la que se turnan tres enfermeros para que esté abierta durante la semana. El médico solo atiende ahí los lunes y los viernes. "Es una atención primaria, damos vacunas, leche. Todo lo demás se deriva a Caucete", dice Guillermo Delgado, uno de los enfermeros.
También cuentan con una ambulancia pero que tarda cerca de 40 minutos en llegar a Caucete. "Es chiquita, una Kangoo, y por eso no se puede hacer un traslado hacia Las Chacras, que son 32 kilómetros de camino de tierra. Años atrás, acá funcionaba el micro hospital. Lo veo ahí todo abandonado y me da una tristeza. ¿Por qué esto no se vuelve a recuperar? Hoy nos tenemos que ir a Caucete por una placa o una resonancia. Acá se derrumbó el puesto y nunca más volvieron. Entonces los policías tenemos que ser nosotros", se queja Riveros.
Este mediodía Paola Ávila es la encargada de hacer el pan. Ella forma parte de un grupo de seis mamás que se turnan una semana completa para ayudar con las tareas culinarias de la escuela.
"Para nosotros es una ayuda que los chicos coman acá, sobretodo por cómo están las cosas. Hay muchas madres solteras con varios hijos", se lamenta. Ella es egresada de la escuela y la mayoría de sus compañeros fueron migrando. Su abuelo era ferroviario, ella es madre soltera y su papá está desempleado.
"Antes había más almacenes y todos trabajaban en la mina. También teníamos un hospital en el que hasta se hacían internaciones", recuerda Ávila.
En el aula de secundaria, una de las alumnas lee el libro de poemas completos de Olga Orozco. Todavía no sabe cómo va a ser su futuro. "Cuando terminan el 3er año tienen que migrar sí o sí a otras localidades. Bermejo está a 35 kilómetros y es lo más cercano. Tenemos varios chicos que han seguido estudiando, una niña que va a ser profesora de nivel inicial, otro que va a ser maestro, y otros que van a escuelas técnicas. Pero lo cierto es que muy pocos llegan a la universidad", dice Jalaf, aportando un golpe de realismo a las oportunidades reales que tienen esos chicos.
Otra de las problemáticas importantes de la zona es la falta de agua. Marayes depende del agua de lluvia que baja de Los Hornitos. "La situación del agua es muy complicada. Acá no llueve casi nunca. Con suerte, cuatro o cinco días al año. Ahora están haciendo una perforación de agua en La Planta, a unos kilómetros, para que mejore la calidad de vida de Marayes", agrega Jalaf.
Todos coinciden en los mismo: hay que recuperar las fuentes de trabajo para que los chicos puedan quedarse en su tierra y que el pueblo vuelva a ser lo que era. "Yo sé que estamos pasando por momentos difíciles, pero esperemos a que vengan tiempos mejores, porque no tenemos como comprarnos una casa o pagar un alquiler en la ciudad", dice Riveros, a la vez que protesta por los políticos que solo los visitan en épocas de elecciones: "Eso es lo que más nos duele a los que estamos haciendo patria acá con todas las necesidades que tenemos. Recién ahí se acuerdan de que hay seres humanos en estos pueblos".
Porque esto es justamente lo que más se extraña en estos territorios: que alguien los mire, los escuche, los haga sentir personas. Riveros lo resume en estas palabras: “Gracias por venir a ver este pueblo pequeño y tan humilde, siempre los vamos a recibir con el corazón abierto”.