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Son las 5 de la mañana en Piruaj Bajo, un paraje santiagueño ubicado casi al límite con Chaco y Camila Romero se despierta porque tiene ganas de ir al baño. Abre los ojos en su cuarto, y no consigue ver nada. Tantea en el piso de tierra, al lado de su cama y agarra la linterna para hacer frente a la oscuridad absoluta. La prende, se levanta, sale de su casa y sigue el haz de luz hasta adentrarse en el monte para hacer pis, entre los arbustos.
"Vamos al baño tras las ramas", dice esta chica de 13 años, y en esa frase encierra el cúmulo de peligros a los que está expuesta y también la ausencia de políticas públicas. La emergencia es total en esta y en el resto de las comunidades vecinas de Santiago del Estero, la provincia con mayor pobreza infantil del país, según un relevamiento del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA.
El dato se desprende de un índice de vulnerabilidad confeccionado en exclusiva para Hambre de Futuro – un proyecto de investigación de LA NACION que consiste en mostrar cómo son las infancias de los chicos en las localidades más vulnerables del país – e incluye factores como el nivel educativo de los padres, el hacinamiento y el acceso a servicios básicos, entre otros.
Si se mide por regiones, el noroeste argentino (NOA) es la segunda más crítica en términos de pobreza infantil (sólo la supera el noreste). Allí, la pobreza late en cada niño que no consultó a un médico en el último año (22,3%), en la mitad (47,9%) que no tiene cobertura de salud a través de una obra social, mutual o prepaga, en los que están condenados a vivir en condiciones de hacinamiento (22,9%) o no tienen acceso al agua corriente ni a un inodoro con descarga (6,9%), y en los adolescentes que tiene algún tipo de déficit educativo (42,5%).
Mientras los chicos de los parajes de la línea sur de Río Negro sufren el frío y el aislamiento, los que viven en las comunidades más pobres del Salado Norte santiagueño, están acosados por la aridez, la falta de agua y abandonados en su salud. Cambia la geografía pero no la urgencia.
Un futuro comprometido
Las falencias estructurales son tantas que las familias no saben por dónde empezar a tapar agujeros. En su casa, Camila no tiene luz, ni agua, ni gas ni baño de ningún tipo. Ni siquiera una letrina. Eso la expone a enormes riesgos en su salud y limita gravemente su calidad de vida. Ella forma parte de los "hijos del monte", esa camada de chicos que pasan sus días en armonía con la naturaleza y en conflicto con sus derechos.
"La vida aquí es muy bonita y de mucha libertad para los chicos. También es muy vulnerable por la falta de servicios y de derechos. A ellos les gusta mucho salir con sus padres o abuelos a cazar en el monte. La actividad más bonita que tienen es jugar con la honda", cuenta el hermano jesuita Rodrigo Castells, que trabaja en la parroquia de San José de Boquerón y conoce de cerca a los campesinos del lugar.
En esta zona, el monte es una mancha infinita de arbustos de espinas, árboles y cactus. El aire seco golpea la cara, el polvo se mete por los todos orificios del cuerpo y raspa en la garganta. El clamor por el agua es constante y las familias deben dedicar un promedio de tres horas para ir a buscarla caminando, en bici o en "zorra" (un carro tirado por un burro) a algún pozo o canal a kilómetros de sus casas.
"A partir de octubre se pone muy caluroso. Es un lugar seco y hay que cuidarse de la fuerza del sol. Cuando sopla el viento norte se vuelve muy inhóspito y parece que uno está al lado del fuego", explica Castells.
Llueve poco, la tierra se agrieta y los sonidos de los animales son una sinfonía constante. Cami los conoce a todos y los reconoce a la distancia: chanchos, gallinas, caballos, vacas, ovejas, perros y gatos.
Una zona marcada por el aislamiento
Como en la Patagonia, la supervivencia en el monte está marcada por el aislamiento. Casi todos los caminos siguen siendo de tierra, no existe el transporte público y no hay señal de celular ni conexión a Internet. Para estas personas abandonadas a su suerte, una picadura de araña o de víbora puede ser letal, y cualquier complicación en el parto pone en riesgo de vida a la madre y al hijo.
"En la época de invierno, con la sequía, los caminos se hacen intransitables y lo mismo pasa en el verano con la lluvia porque se hace un barrial. Cuando más duele el problema de los caminos es cuando se tiene que trasladar a un enfermo, porque la enfermedad no tiene día ni hora", cuenta Castells.
El sol quema la mayor parte del año, curte la piel, agrieta las caras. Son las marcas de una vida dura, de trabajos pesados en el monte pero también en la casa, que hacen que todos parezcan tener más edad de la que realmente tienen.
Así es el rostro de la bisabuela de Cami que tiene 90 años, vive con ella y no puede caminar. El resto de la familia está compuesta por su mamá Ubaldina (33), su papá Luis Alberto al que le dicen "Patón" y sus hermanos Oscar (15) y Juan (12).
Cami habla lo justo y necesario. Pero sabe muy bien lo que quiere: ayudar a su familia y ser veterinaria. Arranca el día haciendo el mate y las tortillas junto a su mamá. Pone el cacharro de agua sobre la leña ardiente y se pasan el mate dulce de mano en mano.
"Ella lo que no entiende, se lo pregunta a la maestra o a los vecinos. No se va a quedar callada con alguna duda que tenga. Obedece cuando uno la manda, me ayuda a hacer. No tiene la cabeza de adolescente sino más bien de niña", dice Ubaldina para intentar describir a su hija.
"Aquí es muy lindo, es tranquilo", agrega Cami mirando al piso del patio con sus ojos marrones. Hace un año que el Estado les otorgó una casa de material después de que su casilla de barro, madera y paja se les inundara producto de una tormenta.
"Lo que más me preocupa es la desaparición del Estado en cuanto a la salud, la educación y las comunicaciones. Aquí, como en el resto de la región chaqueña, todavía hay una deuda estructural en relación al acceso a derechos económicos, sociales y ambientales", explica Lucrecia Gil Villanueva, trabajadora de la Secretaria de Agricultura Familiar y coordinadora del Plan Nacional de Primera Infancia en San José de Boquerón.
Viviendas sociales sin baño
Con los ranchos todavía de paja y la falta de un programa de prevención sostenido, el Chagas sigue ganando la batalla. Los Romero son unos de los 189 beneficiarios, en el departamento de Copo, del Plan de Erradicación de Ranchos para prevenir el Mal de Chagas, de la provincia. Actualmente son 161 las viviendas que están en ejecución pero el módulo tiene un problema: no cuenta con baño. "Yo no creo que esa sea una solución habitacional. Algunos simplemente hacen sus necesidades y su aseo en el monte, al lado de sus casas", se queja Castells.
LA NACION se quiso comunicar con las autoridades de la provincia de Santiago del Estero para consultarlos sobre la situación de la pobreza infantil, la falta de baños y de acceso a salud, pero no obtuvo respuesta.
Cami no es una adolescente típica: no tiene celular ni chatea por WA porque no hay señal en su paraje. Tampoco le interesa demasiado tener novio. "Más adelante", dice con una sonrisa tímida. Le divierte más jugar a la pelota, a las muñecas con sus amigas o escuchar el reggaetón de Nicky Jam y Maluma. "Acá no vamos a bailar ni salimos. Yo voy a ver tele a lo de mi abuela que tiene panel solar o a jugar a las cartas", dice.
Todos los chicos están acostumbrados a trabajar en la economía familiar y aportar su mano de obra para cortar la madera, buscar el agua y criar los animales. A media mañana, Cami se apresta a darle de comer a los cuatro chanchos – le dice "cuchis" – que nacieron hace menos de un mes.
"No toman de la mamá porque parió diez y es flaca. No tiene para tanto, entonces los cuchis no engordan", dice esta adolescente con las uñas pintadas de rosa, una remera con la foto de su abuela, jean negro y zapatillas.
Casi no existen casos de desnutrición pero sí abundan los chicos que por tener una dieta casi exclusiva de guisos, carbohidratos y azúcares, están malnutridos. Parecen sanos y hasta "gorditos" pero lo cierto es que tienen baja talla.
Luis Alberto está en ojotas, y se dedica a casi lo único que pueden hacer las familias de la zona: postes de madera que encuentra en el monte. También tienen algunos chanchos y gallinas y cobran la Asignación Universal por Hijo. "No nos alcanza pero lo hacemos alcanzar", dice Ubaldina con resignación.
Las familias extraen del monte todos los productos forestales que pueden como los postes de quebracho colorado para los alambrados, el carbón y los rollos de madera más grandes que van a los aserraderos para hacer durmientes. También viven del autoconsumo de la cría de animales de granja.
"El rubro que le sigue es el trabajo golondrina para la cosecha de arándanos, aceituna, el limón en Tucumán y algún otro. La gente se va varios meses de su casa para poder completar un sueldo. Y por último están las pensiones por discapacidad y las asignaciones familiares, pero eso está recién en tercer lugar", explica Castells.
Juntando peso por peso, los Romero pudieron comprar un panel solar para tener luz. En la zona no existen los pararrayos y en marzo pasado cayó uno muy grande que les quemó todo: el motor y los artefactos eléctricos. "Andamos en el oscuro, con linterna o vela", explica Cami.
Hoy, además de no tener luz, tampoco cuentan con heladera o freezer para hacer frente al verano en que las temperaturas insoportables llegan a los 40 grados. Esos meses, directamente sacan las camas al patio para dormir más frescos y calmar el ahogo con alguna ráfaga de viento.
Policías, docentes o enfermeros
El futuro más lógico para los varones es que sean hacheros como sus padres, y que las mujeres sean amas de casa. Si los jóvenes consiguen terminar el secundario, sus posibilidades se reducen a tres: ser policía, docente o enfermero.
"Yo siempre les digo que es más fácil levantar la lapicera para estudiar que el hacha", dice Ubaldina. Y agrega: "Porque acá no tenés otra opción que el trabajo pesado en el monte".
Ayer Cami no tuvo clases. Después de almorzar "algo liviano", va caminando a la escuela que queda a siete cuadras para enterarse de que el profesor tampoco fue ese día. Vuelve a su casa resignada. Con los pocos días de clase que tiene, le va a costar poder cumplir su sueño de ser veterinaria.
En Piruaj Bajo la escuela solo llega hasta 2do año. Para terminar la secundaria, hay que irse a vivir a San José de Boquerón, a 35 kilómetros. Allá está ahora su hermano mayor, Oscar (16), cursando cuarto año y viviendo de lunes a viernes en la casa de su tía. Su meta es poder llegar a ser profesor de Matemáticas. Cami va a tener que hacer lo mismo.
Una vez por semana, cuando falta la leña, Camila va a buscarla en "zorra" al monte. Hoy es uno de esos días. Ensilla el burro, le pone el carro, se sienta de costado y se adentra en el monte. Hacia allá fue su papá en moto para cortar leña con la motosierra. La carga en el carro y Cami maneja de vuelta hasta la casa.
"Yo sé cortar con hacha pero no con motosierra. Usamos la leña para cocinar, para el fuego, para hacer hervir agua y para hacerle la leche a los chanchos", agrega. Por las tardes, se dedica a hacer la tarea, lava la ropa o se va a la casa de su abuela.
A la noche, como no hay luz, las familias se van a dormir temprano. Para arrancar al otro día con la misma rutina. Y los mismos sueños.
COMO AYUDAR:
La familia de Camila está necesitando plata para comprar un panel solar, una silla de ruedas para su bisabuela y para poder construirse un baño. Las personas que quieran saber más sobre su familia y cómo ayudarla pueden comunicarse telefónicamente con Carmen Eswein (Buenos Aires) al 114-049-4000 o por Whatsapp con el Hermano Rodrigo Castells al +54-911-69749665.
Para transferencias bancarias:
Castells Daverede Rodrigo
San José del Boqueron
Caja de ahorro $: 1561/31
CBU: 3210150250000001561312
CUIL: 23-94138667-9