Suelen depender de parroquias y están ubicados en barrios populares; con la crisis económica y el cierre de escuelas, tienen lista de espera; “el 20% de nuestro alumnado estuvo en algún momento en situación de calle”, afirman
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Son las dos de la tarde de un día jueves y el colegio de la parroquia Santa María Madre del Pueblo lleva un largo rato sin luz. Sin embargo, el corte parece ser, apenas, una anécdota. Las clases continúan como si la falta de electricidad no hiciera peligrar el suministro de agua.
“En otros colegios, este es el momento en el que los directivos llaman a los padres de los alumnos para que los vengan a retirar porque el riesgo es que, sin luz, el colegio se quede sin agua. Pero acá, en muchos casos, no hay a quién llamar. No podemos arriesgarnos a que los chicos queden desprotegidos”, explica el sacerdote Pedro Cannavó, representante legal de la institución, consciente de una realidad dolorosa: a pesar de la falta de suministro eléctrico, buena parte del alumnado está mejor ahí que en su propia casa.
Mientras que, en todo el país, el 50% de los niños, niñas y adolescentes viven en la pobreza, en este colegio parroquial ubicado en el Barrio Ricciardelli (ex villa 1-11-14) del Bajo Flores esa condición alcanza al total del alumnado: casi 700 chicos y chicas repartidos entre jardín de infantes, primaria y secundaria. La razón por la que todos ellos pueden sostener la escolaridad en un colegio de gestión privada es una: el valor de la cuota es igual a cero.
Gestionar un colegio de cuota cero coloca a sus directivos ante un desafío diferente al que atraviesan muchos colegios privados en la actualidad, que, por las dificultades que atraviesan las familias para sostener el pago de cuotas en constante aumento, tienen sus cuentas en rojo o, incluso, debieron anunciar el cierre de sus puertas. Lo que desvela a las autoridades de esta institución es no poder dar respuesta a todos los pedidos de vacante que reciben. “Cada vez es mayor la lista de espera. Para la primaria llegamos a 50 chicos y dejamos de anotar. ¿Cómo administrás la escasez?”, dice Cannavó, con los ojos llenos de lágrimas.
Según cálculos del religioso, en el barrio viven unos 50.000 habitantes, de los cuales el 60% tiene menos de 18 años y, en su gran mayoría, está atravesado por fuertes vulneraciones. En este contexto, la forma que encontró el padre Pedro para distribuir las vacantes disponibles es dándole prioridad a quienes no podrían sostener el derecho a la educación en otra parte.
“Aproximadamente, el 20% de nuestro alumnado estuvo en algún momento en situación de calle y, por ende, no fue a la escuela. Muchos son hijos de padres o madres en consumo. Nuestros pibes son los más rotos entre los rotos. Por eso, requieren un nivel de contención y acompañamiento que excede los límites de lo puramente educativo”, agrega el sacerdote.
Mariano Stabile es docente de apoyo en primer grado, asistiendo principalmente a tres alumnos. Cuenta que si bien es un docente experimentado, desde que comenzó a trabajar en el colegio, a principios de año, fueron varias las oportunidades en las que se fue angustiado. “Los dos años de Pandemia han hecho estragos, sobre todo en las familias que no han podido acompañar los primeros pasos de lectoescritura. La balanza se desniveló fuerte en una porción de la sociedad. Hay chicos que no saben hablar”, reconoce.
Cuando se le pide que describa a los primeros años con los que ha venido trabajando pone el énfasis en la necesidad de atención y la demanda afectiva de los chicos y chicas. “También hay mucha violencia en el trato, en el vocabulario, en las formas de vincularse, están gran parte del tiempo desafiándose, por no quedar como alguien débil frente al grupo. Esto ya se ve muy fuertemente en 2° y 3° grado”, explica.
Es por eso que rescata el rol que este colegio tiene en los alumnos. “Los chicos están en un lugar seguro, donde los van a cuidar. La villa es un lugar donde no hay marcos, encuadres, límites sanos. Es una jungla de fuerza y poder. Y maman eso. Por el contrario, en el cole se los cuida, no se los agrede, no se les pega... Pero imaginate cómo es estar viviendo un rato así y después salir al barrio...”, plantea el docente.
Aunque tiene nombres diferentes según el nivel -la primaria se llama Don Bosco y la secundaria con orientación en Ciencias de la Comunicación, Madre del Pueblo-, el colegio parroquial es un continuado que arranca con jardín de infantes y llega hasta quinto año. Excepto por el jardín, que funciona en otro punto del barrio, el resto lo hace en un edificio de tres plantas ubicado al lado de la parroquia, sobre la avenida Perito Moreno. Allí la propuesta educativa cubre la franja horaria que va desde las 8 hasta las 16.
El padre Pedro explica que el colegio nació hace unos 10 años, para dar respuesta a una necesidad de la comunidad. “En los barrios humildes, el promedio de chicos suele ser superior al de otros barrios pero no hay suficientes colegios. A veces, directamente, no hay. De hecho, somos el único colegio dentro del barrio”, dice.
Todos los días, al finalizar la jornada, el patio escolar se transforma en club y recibe a 1600 chicos por día. “El objetivo es uno solo: evitar que los chicos y las chicas estén en la calle”, explica el sacerdote, mientras recorre el edificio junto a LA NACION. Cada tanto algún chico lo saluda afectuosamente: “¡Hola Padre!”, le dice un pequeño de unos cinco años que está realizando una actividad en el patio cubierto que parte en dos el edificio. Pedro se acerca y lo abraza. Hace nueve meses fue asignado a la parroquia y aunque todavía debe hacer grandes esfuerzos para no perderse en algunas zonas del barrio, describe a su gente como una comunidad solidaria, de raíces culturales fuertes. “Yo he visto a personas dar lo poco que tienen para ayudar a su vecino”, dice con emoción.
Durante el recorrido, el párroco se cruza con una psicopedagoga voluntaria, que trabaja con un alumno. Entonces cuenta que, a la par del trabajo de los docentes de todos los niveles, cuyos cargos son aportados por el ministerio de Educación, el colegio se nutre de la labor voluntaria de muchos profesionales. Así, por ejemplo, un equipo de psicólogos y psiquiatras trabajan con los chicos semanalmente. Cuando se le pregunta cuáles son los trastornos de salud mental más frecuentes, Cannavó no duda: “Todos los que te imagines”, responden.
Stabile lo baja a lo concreto: “Tenés, en 2° o 3° grado, alumnos que no saben hablar y te dicen ‘Pofe, pipí', cuando quieren ir al baño, y después otros hablando de partes íntimas del cuerpo y relaciones sexuales y un cambalache de cosas preocupante y todo eso en la misma aula”, describe.
Los colegios parroquiales son instituciones educativas católicas que, en su mayoría, son gestionadas por parroquias y congregaciones, y se caracterizan por el cobro de cuotas accesibles que hoy parten, aproximadamente, de los diez mil pesos según la zona. Se estima que en la Ciudad hay unos 250 colegios parroquiales, cinco de los cuales son de cuota cero: además del de Bajo Flores, hay dos en el barrio Zavaleta -ex villa 21-24- de Barracas, uno en Villa Soldati y otro en el barrio 15 -ex Ciudad Oculta-, de Villa Lugano. Cannavó es el delegado de todos ellos ante la Vicaría Pastoral de Educación de la Arquidiócesis de Buenos Aires y un gran conocedor de sus dificultades en materia de gestión.
“Nuestros chicos y chicas están atravesados por múltiples vulneraciones. Pero a veces el Ministerio de Educación porteño nos ve como si fuéramos un colegio privado convencional. Necesitamos más docentes de apoyo a la inclusión porque acá los chicos con discapacidad con suerte tienen CUD, pero no tienen obra social que les cubra los apoyos. También nos faltan insumos y material pedagógico”, sostiene Cannavó, quien agrega que, todos los meses, el colegio tiene que encontrar la manera de hacerse cargo de la remuneración del personal de limpieza, de cocina y de mantenimiento, doce personas en total. “Arrancamos el año con 12 sueldos abajo, así que necesitamos generar proyectos o conseguir donaciones para financiarlos”, explica.
Cuando termina la jornada, el barrio se inunda de chicos y chicas que vuelven a sus casas. Los más pequeños lo hacen acompañados de algún adulto. Los adolescentes, caminan solos. Llevan un pin con el logo del colegio. “Es la manera que encontramos para que todo el mundo los identifique como alumnos del colegio. Tenemos una gran legitimidad dentro del barrio. Ya sea por el colegio o por el club, todos nos conocen”, dice el párroco con orgullo.
Un puñado de chicos se queda en el colegio. Son hijos de hombres y mujeres que se están recuperando de una adicción en el Hogar Santa María, ubicado detrás del patio escolar. Entre ellos está Gabriela, que es mamá de Luana de 11 años y de Yésica, de 8.
La mujer cuenta que llegó al Hogar por primera vez hace dos años, por el consumo de cigarrillos “mixtos” (marihuana con pasta base), pastillas de Clonazepam y alcohol. “Vivo en este barrio desde que nací”, dice. “Gracias a eso, mis hijas siempre vinieron a este colegio. Aún en mis peores momentos, cuando las dejaba y me iba a consumir”, reconoce, casi avergonzada por la que fue. “Pero acá siempre las abrazaron, sobre todo en el tiempo en el que yo no podía cuidarlas bien”, agrega emocionada.
Entonces se ilumina contando que sus nenas son buenas alumnas y que les encanta practicar deportes. “Hicieron de todo: hockey, patín, fútbol y hasta boxeo. Hoy es una tranquilidad poder tener en dónde dejarlas para ocuparme de mí, de estar mejor”, reconoce. A unos metros suyo, otra mamá que prefiere no dar su nombre cuenta que hace un mes está en recuperación y que su hijo, de unos 5 años, empezó el jardín por primera vez.
La jornada escolar terminó pero la actividad sigue: en el patio, dos empleados trabajan acondicionando bancos de la escuela. El padre Pedro, mientras tanto, supervisa las tareas en la cocina, donde tres mujeres cortan verduras para la cena. En breve comenzarán a llegar los chicos y chicas de las actividades deportivas.
De alguna u otra manera, el colegio nunca descansa. Entonces, el sacerdote cuenta una anécdota reciente, que lo confirma: “Hace algunos meses, una alumna del secundario se peleó con la familia y se fue de su casa. Como no tenía a donde ir, vino a tocar timbre acá, a las nueve de la noche, porque sabía que la íbamos a recibir. ¿En qué otros colegios pasa eso?”.
Cómo ayudar
Además de la tarea educativa que realiza con niños, niñas y adolescentes, la parroquia Santa María del Pueblo, del Bajo Flores, cuenta con primaria y secundaria para adultos, además de un programa de alfabetización para personas en consumo. Ofrece, además, espacios de día para personas en situación de calle, hogares para personas en consumo y reparte 6000 viandas diarias.
La parroquia recibe donaciones en su Cuenta Corriente en Pesos N°: 9750059-9 160-9 del Banco Galicia (CBU Nro: 0070160630009750059992).