La pandemia, ese manantial de descubrimientos
Todos nos imaginamos alguna vez el fin del mundo: en esas distopías, las ojivas nucleares, los marcianos, el calentamiento global o las guerras bacteriológicas respondían, cada uno a su manera, a una voluntad, cuando no a una conspiración para destruir a la humanidad. Y siempre lo imaginábamos como el nefasto legado que dejaríamos a las próximas generaciones.
No siempre fue así. Tras el terremoto de Lisboa de 1755 que mató a cerca de cien mil personas, Voltaire increpaba la acción repudiable del Arquitecto divino: "¿Dirán ustedes: ‘Es el efecto de las eternas leyes que, de un Dios libre y bueno, necesitan la decisión?’ ¿Dirán ustedes, al ver ese montón de víctimas: ‘¿Se ha vengado Dios; su muerte paga sus crímenes?‘".
En nuestros tiempos seculares, cuando todavía el fin del mundo no llegó, Lisboa puede ser cada ciudad, cada minúsculo rincón del globo. Eso es lo inquietante. La incertidumbre, el desafío viral a las leyes matemáticas que nos acostumbraron a vivir con cierta comodidad: gracias a ellas, sabemos que los cuerpos caen y que el calor dilata los cuerpos. Frente a la pandemia, imprevista e imprevisible, perdimos todas nuestras certezas.
Nuestra idiosincrasia no ayuda. En Un país al margen de la ley, publicado en 1992, Carlos Nino señalaba la ilegalidad como parte del ADN de la enorme mayoría de los argentinos, una falta de respeto a las normas que conduce a la "anomia boba", esto es, a una transgresión de las normas en la que todos resultamos perjudicados. El gran desafío de la sociedad argentina es superar esa anomia boba: idealmente, un Estado en el que ni siquiera necesitemos del control de las autoridades y donde nos guiamos por el autocontrol. De mínima: cumplir con la cuarentena.
En una sociedad anómica, la cuarentena implica obedecer la ley. Y cuando está en juego la propia vida, la transgresión de la ley es un acto irracional o bien produce culpa (¿evitamos el contacto directo con el carrito del supermercado? ¿nos lavamos las manos durante el tiempo que dura cantar y repetir el feliz cumpleaños? ¿nos tocamos la cara?). Ya no se trata de un Dios que premia y castiga, basta un acto inconsciente para generarnos culpa.
Jean-Paul Sartre dijo en una de sus obras que "el infierno son los otros", en tanto el ser humano vive sometido a la mirada del otro, que puede ser de aprobación, pero también de censura. Pero con la pandemia, el infierno ya no es la mirada del otro sino el cuerpo contagioso de los otros, anónimos, las más de las veces imposibles de identificar.
Pero una vez más, paradójicamente, los otros son la salvación, porque los otros nos salvan del aislamiento, de esa condición donde nos enfrentamos con nuestros propios fantasmas. El cuerpo, el mismo que puede ser contagiado, se abandona a esa prótesis que es el celular, para conversar con quienes no puede estar presentes, o con la computadora, para recorrer con Voyager de Google Earth ese mundo que no podemos ver. Y encerrados entre las paredes, hasta tememos perder la noción del horizonte, ese horizonte desdibujado por la amenaza en ciernes.
En el ámbito familiar, los distintos formatos de familia son puestos a prueba en su encuentro con los otros, en su nuda vida expuesta a la muerte, sin todos los artificios y adornos de la vida cotidiana. El confinamiento es un fenómeno estresante en sí mismo: parejas que conviven con la violencia o familias disfuncionales con niños demandantes pueden llegar a situaciones inmanejables, Si se toma conciencia de todo lo que está en riesgo, tal vez sea posible una convivencia pacífica si organizamos una rutina, regulamos los tiempos y respetamos los espacios, estar más atentos al otro… De más está decir que las condiciones materiales relativizan todo discurso: los pequeños comerciantes, los cuentapropistas y los autónomos, el personal de salud, todos ellos y por distintos motivos, se preguntan por su supervivencia. Como también se lo preguntan los mismos Estados, tanto los pobres como los poderosos.
Nuestro futuro depende, en gran parte, de nuestras elecciones presentes. Y ellas dependen de qué valores primen en nuestra sociedad. Podemos bordear el salvajismo abismal. Pero también podemos ser solidarios. Probablemente, cuanto mayor sea la responsabilidad, el cumplimiento de normas y el compromiso con los otros, mejor será el escenario de los vínculos que marcará nuestro futuro.
"No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza", decía Spinoza en la siempre vigente Ética. La esperanza que guardamos es salvarnos del virus, el miedo es no lograr hacerlo. Pero la pandemia también puede ser un manantial de descubrimientos. Y hasta una oportunidad para ver el vaso lleno, como quien, sorprendida, confesó: "Ayer hablé con mi marido. Resultó más agradable de lo que pensaba".