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Hijos del viento, nómades en busca de trabajo, los picos y las palas detrás de los lingotes de oro y plata. José Chirino fue una de las 300 personas que trabajaron en las minas cercanas a Marayes. Y define su estilo de vida como una “casa caracol”. “A dónde nos llevaban a trabajar íbamos con nuestra mesita y una silla chica. No podíamos tener muebles porque nos trasladaban todo el tiempo. Dormíamos en camas desarmables de tela. Estábamos de 3 a 5 años en cada lugar. No teníamos un lugar fijo”, recuerda este hombre de 71 años, que dejó sus mejores años en esa tarea.
La suya fue una vida muy sufrida. Nació en Caucete, a los 6 años se fue a vivir a La Planta porque su papá era minero pero éste abandonó a su familia cuando él tenía 17 años. Como era el hermano mayor de cinco, tuvo que hacerse cargo y salir a trabajar. "A esa edad empecé en "la playa", separando minerales, sacándole la piedra. Cuando cumplió los 18 empecé a trabajar en la mina. Y a sufrir", cuenta con una linterna en la mano y una verborragia encantadora.
Esa que muchas veces viene a tapar angustias, silencios o recuerdos incómodos. Chirino está dispuesto a recordar esos años y por eso se ofrece a acompañar a LA NACION a la mina que lo vio crecer. "Dele trabajar año tras año en esta quebrada para sobrevivir", termina confesando al final del recorrido.
Pero al principio todo es alegría e historias viejas. "El viento sopla todo el tiempo acá y es como nuestro ventilador", dice. La camioneta encara la ruta provincial 141 hasta que Chirino marca una tranquera a mano izquierda en la que hay que ingresar. Hoy la tierra pertenece a la familia Sueiro pero cuando él trabajaba estaba en manos de Nobleza Piccardo.
El camino se va haciendo más intransitable, entre rocas de todos los tamaños y arbustos de espinas. La camioneta se queja todo lo que puede pero sigue avanzando a los tumbos, con la mano de Chirino como guía. Son 10 kilómetros de dientes apretados, de perder el rumbo, de bajar a chequear como seguir, de atravesar ríos secos, hasta estar cara a cara con el cerro.
Para arrancar con el relato, Chirino muestra la ladera por la que él caminaba durante cinco horas desde Marayes para llegar a la mina en la que trabajaba de lunes a sábado al mediodía.
"Ibamos cortando camino para llegar antes porque nadie se quería perder el baile del sábado a la noche", cuenta, entre risas, aunque en el fondo nunca se casó ni tuvo hijos. "Es muy difícil formar familia acá", dice cuando el peso de tantos años de esfuerzo logran atravesar su piel curtida.
El resto del camino hay que hacerlo a pie. Son otras 30 cuadras más, ahora en subida. A los pocos metros, ya se empiezan a ver restos de construcciones. Chirino señala la primera y explica: "Esta era mi escuela cuando mi papá trabajaba acá". Durante unos años toda la familia vivió alrededor de la mina. Ya de más grande, Chirino también vivió solo en unos salones que había para los empleados.
Es un viaje en el tiempo, a los recuerdos y las emociones que no siempre son lindas. Chirino escala a las ruinas del lugar en donde durmió durante tantas noches y posa para la foto. "Esta era otra casa", "este era el comedor", "ahí está el tanque de agua", "por este camino más arriba está la mina de florita", va enumerando Chirino como un nene entusiasmado que va armando el rompecabezas de su vida.
Se nota que sabe y mucho. Y que si bien fueron años de mucho esfuerzo, le gustaba poder trabajar en los cerros. En el camino de ascenso final a la mina, explica con orgullo cada una de sus tareas. "Yo trabajaba ahí colgado. Había que hacer un túnel a mano para poder subir. Con las barretas de acero íbamos a haciendo un agujerito para poner explosivos, y después volvíamos a subir. Toda la mañana, toda la tarde, para volver a empezar", relata con cierta nostalgia.
Durante esa época su trabajo le alcanzaba para comer y vivir. En 1970 ganaba cerca de $12 por día. "Para un pobre eso era mucha plata. Vivía bien. Había que trabajar y se andaba con lo justo. Nada de lujos", agrega, como si hiciera falta aclarar. Chirino se la pasaba todo el día picando y sacando el mineral para afuera en unos carros. Recuerda que usaban cascos y una lámpara antigua a carburo. "Con un alambre nos colgábamos para llegar a las paredes que están en pendiente negativa", explica mientras muestra un antiguo punto de extracción.
De allí se llenaban los camiones con minerales que iban a parar a La Planta, el pueblo que recibió ese nombre porque allí funcionaba la vieja planta procesadora que separaba los metales con cianuro. Hoy, quedan solo las ruinas. Una vez terminado el proceso de formación de lingotes, eran distribuidos por tren o tierra.
Chirino emprende la subida final hasta llegar a la entrada de la mina. Enciende su linterna, se hace bolita y entra como en un "deja vu". Los túneles se ramifican como en el interior de un hormiguero y él toma el principal. A la derecha aparecen los restos de un tacho amarillo abandonado en donde se cargaban los metales. Otro agujero es una chimenea que sale al aire libre, diferentes galerías. Chirino agarra una piedra y empieza a golpear el techo para sacar algún resto de metal. "Este metal es muy poquito, en donde va la plata, o puede ir el zinc. Acá hay algo de óxido de cobre y de tirita. Pero ya no vale la pena explotar esta mina. Quedó viejo, ya no sirve", resume a modo de epitafio.
Cuando sale a la superficie, los restos de metales en sus manos hacen que brillen al sol, como si estuvieran cubiertas con brillantina. A lo lejos se divisan unas vías como de ferrocarril que se usaban para trasladar en carros los minerales por un túnel. "Cinco kilómetros más arriba está La Florita en donde hacían el carburo y otros metales más", explica con una paciencia y una pasión infinitas.
José no tiene contacto con ninguno de sus antiguos compañeros. Muchos se fueron en busca de otros trabajos y otros tantos, se fueron muriendo. "Gracias a Dios todavía estoy vivo. Porque muchos compañeros ya no viven y eso es consecuencia de los trabajos de perforación en seco. Porque eso cuando va a la pared es una polvareda que uno no se ve ni las manos. Entones la gente se muere más rápido por problemas en los pulmones. Yo, con la edad que tengo, no sé lo que es un doctor", destaca Chirino.
En 1960 dejó de funcionar la mina de oro y en el 65 las otras quebraron. En un momento de incertidumbre, los obreros quisieron pagar las deudas pero no pudieron. Chirino es una especie de camaleón que se pone una nueva piel cada vez que se le cierran las puertas de un trabajo. Sin actividad minera posible, se reinventó y hasta el 71 trabajó en la reparación de rieles de la estación de Marayes, cambiando las vías. En el 80 cuando cerró el tren, volvió a pegar otro salto al vacío y se dedicó durante 18 años a ser encargado municipal de Marayes y La Planta. Hoy cobra $7200 de jubilación y está trabajando en la reparación de la ruta 151. Además, hace de guía para la mina a personas vinculadas con la minería o la Universidad de San Juan.
Hoy divide sus días entre Marayes y la ciudad de San Juan en donde tiene a su hermana y a sus cuatro sobrinos, que él ayudó a criar. "Ahora ellos son los que me cuidan a mí", dice Chirino, en el camino de vuelta al presente, a la civilización, en donde no tiene que luchar más contra los monstruos del pasado.