Desde la plaza creada para recordar a su hija, asesinada tras un intento de violación hace 18 años, la mujer, presidenta de la asociación Madres del Dolor, ve pocas chances de atrapar al asesino y cuenta que los días de la madre son jornadas que suele compartir con sus amigas de la organización
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La plaza se llama Lucila Yaconis. Está ubicada en Nuñez, justo donde la Av. Comodoro Rivadavia es interceptada por las vías del ferrocarril Mitre. Tiene plantas y flores que atraen colibríes, y un patio de juegos con hamacas y sube y baja.
Son las 10 de la mañana y las risas de los niños la llenan de vida. Cuesta creer que, a apenas 50 metros de distancia, tuvo lugar el calvario de Lucila, que culminaría con su muerte minutos después. Pero algo da una pista. En el centro del lugar, un banco rojo porta una leyenda: “De regreso a casa, quiero ser libre, no valiente”.
Ya pasaron 18 años de aquel 21 de abril de 2003. Isabel Yaconis, la mamá de Lucila, señala con precisión el lugar en el que el agresor interceptó a su hija con su mochila y su uniforme escolar, y el lugar en el que la hallaron muerta, víctima de un intento de violación. Desde entonces, elige usar el apellido de casada porque es una manera de homenajear a su hija. Esta plaza también lo es.
“Me da paz venir acá. La paz que jamás encontraría en un cementerio. Yo no visito el cementerio. Ahí no hay nada. Creo que el alma en algún lugar está, en algún lugar nos acompaña. El alma de Lucila está acá, en su lugar, en el lugar que yo nunca abandoné ni voy a abandonar. Acá está Lucila, por eso yo dije: quiero que se convierta en un lugar donde haya risas de chicos, donde haya juegos, donde haya muchas flores, donde vengan los colibríes. Yo siento paz acá y me gusta venir cuando no hay gente”, reconoce la mujer, de 70 años, en diálogo con LA NACION.
Tras el asesinato de su hija, el lugar, entonces un espacio poco concurrido, sin utilidad, que algunos vecinos usaban de estacionamiento, se transformó en una plaza. Isabel también se transformó. Pasó de ser una madre íntegramente dedicada a su familia, empleada en una mueblería y ayudante de un contador, a ser una presencia incómoda ante los funcionarios responsables de velar por la seguridad ciudadana. Algo no se estaba haciendo bien y su tragedia era apenas un ejemplo.
Su clamor por Justicia fue atrayendo a otras familias que vivían situaciones similares y comenzaron a marchar periódicamente durante meses. De ese nucleamiento casi espontáneo nacería, tiempo después, la Asociación Civil Madres del Dolor, integrada por mujeres que perdieron a sus hijos y que, entre otras finalidades, asiste a familiares de víctimas y promueve la defensa de los derechos y la seguridad ciudadana.
El crimen de Lucila permanece impune. Pese a que se encontraron restos del ADN del agresor en las prendas de la adolescente, en 2003 no existía contra qué cotejar esos restos, ya que el país no contaba con un banco de datos genéticos de violadores. “Recuerdo que cuando mi hija mayor me dijo que iba a haber ADN, ilusamente pensé que iba a ser fácil encontrarlo”, rememora.
Ahí comenzó otra batalla que culminó con una victoria a medias: el Registro Nacional de Datos Genéticos Vinculados a Delitos contra la Integridad Sexual –que debe estar compuesto por muestras de condenados con sentencia firme– fue creado en 2013, pero comenzó a funcionar cinco años más tarde y, según Yaconis, “lo hace a paso demasiado lento”. Al día de hoy, el ADN del agresor de Lucila se comparó con más de 80 muestras, todas con resultado negativo.
“Ya no creo que vayamos a dar con el agresor. Pasó mucho tiempo. Quizás esté muerto, quizás pudo haber estado en la cárcel por otro delito. Si entró por robo, jamás se va a cruzar su ADN”, se lamenta.
―Si apareciera y le pidiera perdón, ¿lo perdonaría?
―No, cómo lo voy a perdonar. No. Pero no le deseo más mal. En nuestro grupo de amigas siempre decimos que queremos pena de vida, que termine sus días en la cárcel.
―A veces se cree que se necesita una condena, un castigo al criminal, para que la víctima descanse en paz. ¿Ud. está de acuerdo?
―No. La que necesita encontrarlo para poder descansar en paz soy yo. Porque prometí que lo iba a encontrar.
Isabel recuerda que se hizo esa promesa al llegar a su casa, después de dejar el cuerpo de su hija en el cementerio. “Eran las dos de la tarde y me acuerdo que di un golpe fuerte en la mesa y ahí caí que no la iba a tener nunca más. Y me dije: ´yo tengo que salir a buscar a ese asesino´. Te puedo asegurar que en un momento vos no sabés qué es más fuerte: si el dolor de la pérdida o la impotencia de no haber podido hacer nada. Son unos sentimientos que se te cruzan, que te matan”, explica.
En todos estos años, pese a no haber podido cumplir aún aquella promesa, su labor pública dio otros frutos. La mujer enumera algunos: los Senderos Seguros a la salida de las escuelas, la iluminación en el tramo del ferrocarril Mitre ramal Tigre que va entre las estaciones Lisandro de la Torre y Rivadavia y, sin ir más lejos, la plaza en donde tiene lugar esta conversación.
En la esfera privada, en cambio, la vida era un calvario. “Me costó como 10 años abrir los álbumes de fotos. No pude volver a hacer milanesas, su comida favorita. Era hacer milanesas y tenerla parada atrás. Tampoco podía limpiar, y yo era fanática de la limpieza, pero no podía levantar sus retratos para pasar la gamuza. Ir al supermercado y amagar a agarrar las galletitas que le gustaban y decirme: no, ya no. Con José, mi marido, y mi hija mayor, Analía, al principio no hablábamos de Lucila porque nos hacía mucho daño. Yo soportaba todo el día lo mejor que podía, pero se hacían las siete de la tarde, yo miraba la luz del día y cuando se acercaba la hora en la que todo pasó, me desmoronaba y tenía que tomar un ansiolítico”, puntualiza. Y agrega que, hasta hoy, no puede salir sola de noche: “Ni a sacar la basura”, acota.
Isabel cuenta que hizo terapia durante ocho años y que le hizo muy bien. Pero que dio con esa terapeuta después de un intento fallido. “Llego y la primer terapeuta me dice: ‘Bueno, Ud. tiene que agradecerle a Dios que le regaló a esta criatura 17 años’. ¡Todavía estoy llorando! Fue muy bruta, ¿cómo te va a decir una cosa así? O como esa gente que te dice: ‘Dios necesitaba un ángel’. Y dan ganas de contestarle: ¿Por qué no se llevó a tu hijo en lugar de llevarse al mío? ¡Eso no se lo digas a nadie!”, ruega, enfática.
Con el tiempo, su entorno fue cambiando y las madres de la asociación se convirtieron en amigas, en ese espacio sin límites para hacer catarsis. Los días de la madre, son jornadas que suele compartir con ellas. “El primer día de la madre sin Lucila, fue terrible. Pero gracias a Dios tengo a Analía, ella tapó todos los agujeros. Es una fecha que comparto con las Madres del Dolor. Nuestros hijos están presentes. Más el que no tenemos que el que tenemos. A ese le damos mucho valor porque no pidió irse de este mundo. Ellos no pidieron ser víctimas. Entonces casi como que los homenajeamos”, se sincera.
“Ni siquiera se hablaba de violaciones”
Antes del crimen, una persona del barrio había escuchado gritar a Lucila cuando forcejeaba con su agresor. Al acercarse, el asesino le dijo algo así como: “Negro, no pasa nada… estoy con mi novia”, y esta persona se retiró. Volvió a asomarse minutos más tarde, para saber qué había pasado, pero solo encontró el cuerpo de la adolescente.
“Ese hombre no pudo volver a mirarme a los ojos. Cuando le tomaron indagatoria, dijo que él creyó que era una pelea de novios. Había ruidos, había gritos y dice que él abrió y cerró los ventanales con fuerza. Es como cuando vienen las palomas y vos las querés espantar de tu jardín y hacés ruido. El quería espantarlos sin pensar en ella, en sus gritos. Esa fue su reacción. Yo muchas veces me dije: con este hombre no me puedo enojar porque su cabeza vio hasta un punto”, se sincera.
―Además en ese momento era la manera en que la sociedad entendía esos temas.
―Exacto. “Es mi novia, me pertenece. Yo soy dueño de hacer lo que quiero con ese cuerpo, si le quiero pegar, si le quiero gritar”, esa era la visión que se tenía. Las mujeres tenemos otro concepto. Creo que en todos estos años y con todo lo que los medios van informando, en general el hombre tomó conciencia, pero recordá que esto fue en 2003. Ni si quiera se hablaba de violaciones, la mujer era la culpable, lo habrá provocado, la famosa pollerita corta.
En ese sentido, el caso de Lucila marcó un quiebre en la consideración general. Pero la mujer siente que todavía resta mucho por hacer, así que sigue dando charlas de concientización. “Me paro delante de los chicos que tienen la edad de ella y cuento que nadie está libre de sufrir una tragedia, porque es una tragedia. Y, en nombre de ella, pido que se comprometan, que se involucren, si tenés oportunidad de ayudar, que ayudes. Todo lo que hago es en nombre de Lucila”, reflexiona Isabel.
Actualmente, la mujer sigue viviendo con su marido en la misma casa. Está jubilada y reparte su tiempo entre la Asociación y su familia, compuesta también por su hija mayor, su yerno y sus dos nietas, de nueve y tres años. “La mayor sabe de Lucila. A los cinco años nos preguntó: ‘¿por qué estamos todos y Lucila nunca está?’. Le contamos que está en una estrellita. Solo eso, es muy chica. Pero yo guardo todos los recortes de las notas como un legado para ellas, para que sepan de mi lucha”, agrega.
Habla de Lucila, o Luli, como una chica sana, alegre, que participaba de un coro y representaba obras de teatro en geriátricos. Todavía hoy se emociona cuando escucha “Ojos de cielo”, porque la cantaba su hija.
“Lucila quería ser artista. Decía: ‘yo sé que es difícil llegar’. Siempre digo que los flashes llegaron pero para las páginas policiales. De cualquier manera, todo el mundo conoció a Lucila, es la nena de la vía”, se emociona. Y cierra mirando al cielo: “Entonces sí, Lucila, te conocieron.”
- Para contactarse con la Asociación Madres del Dolor: www.madresdeldolor.org.ar