Ante un panorama de fuerte incertidumbre económica, vecinos y comerciantes recurren a todo tipo de estrategias para que el dinero rinda todo lo posible
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En los barrios más vulnerables, los efectos del constante aumento de precios se sienten con mayor crudeza. Allí donde los ingresos son, generalmente, bajos, llegar a fin de mes se hace difícil debido a que cada billete de mil pesos rinde cada vez menos. Las proyecciones de una inflación que llegaría al 60% durante este año, combinadas con la perspectiva de un invierno que podría ser más crudo que otros (debido al alto costo del gas) marcan un clima de incertidumbre entre comerciantes y vecinos. En tanto, en los comedores comunitarios -que habían registrado una merma de asistentes en 2021 con respecto a 2020-, la cifra de comensales vuelve a estar en alza.
El barrio Habana, ubicado en Villa Martelli, es un claro ejemplo de esta tendencia. El sostenido aumento del valor de los artículos de primera necesidad arrasó con cualquier signo de recuperación registrado el año último. No sólo eso: también está cambiando los hábitos de consumo de sus vecinos.
Por ejemplo, en la librería de Patricia, las resmas comenzaron a venderse fraccionadas, los marcadores se volvieron un lujo que pocas familias pueden darse y las segundas marcas son las estrellas del local. En la panadería de Javier se vende una tercera parte de los kilos de pan que se comercializaban hace apenas unos meses. Y en la casa de Karina, en donde la comida debe alcanzar para once personas -entre hijos y nietos-, comenzaron a inventarse guisos con una papa, una batata, un poco de calabaza y medio kilo de carne. A falta de otros nutrientes, se llena el resto de la olla con dos paquetes de fideos mostacholes.
En esta zona perteneciente al partido de Vicente López pero lindera con el de San Martín, conviven las construcciones precarias con los monoblocks, las fábricas y las casitas modestas de vecinos que llevan largas décadas en el barrio. Para llegar a la Capital, sólo se deben transitar unas 15 cuadras. A la par de los grandes supermercados ubicados en las avenidas, en sus calles internas proliferan los pequeños comercios que apuestan al cliente que ya no puede darse el lujo de la compra del mes y va subsistiendo día a día. Son locales en los que, por lo general, no llegan los Precios Cuidados.
Los marcadores, un lujo para pocos
La necesidad de cambiar hábitos de consumo alcanza a todos los rubros. Patricia Toloza, la dueña de la librería Constituyentes, ubicada en Av. de los Constituyentes 181, puede dar fe. Cuenta que, en los mayoristas en los que compra para abastecer su comercio, los aumentos son permanentes. Que para lápices, pegamentos y demás productos elementales para la educación, también el dólar es la referencia. “Este es un barrio de gente trabajadora, no podés matarlos con los precios porque no vuelven. Así que voy pensando estrategias permanentemente para absorber los aumentos y resistir”, explica la mujer quien, junto a su marido, se lanzó a la aventura de comprar un fondo de comercio hace pocos años, justo después de que ambos perdieran sus trabajos en relación de dependencia.
“La inflación está cambiando la forma en que la gente compra. En marzo venían con la lista de materiales que pedían las escuelas, pero sólo se llevaban los cinco ítems más elementales. Te dicen que el resto lo irán comprando un poco cada mes. Después, por lo general, se llevan segundas marcas de lápices, crayones, pero ya no compran marcadores porque les resultan caros”, detalla Patricia.
Algunas estrategias que empezó a implementar la comerciante para subsistir y, a su vez, lograr que sus clientes puedan tener los artículos que necesitan fue fraccionar las resmas de papel, rearmar las tradicionales cajas de 500 hojas de carpeta con un mix de hojas ralladas y cuadriculadas (cuando, en realidad, esas cajas comúnmente traen todas las hojas de un mismo tipo), o no cobrar la bajada de archivos a la computadora para las impresiones. “Empezaron las clases en las universidades y también se ven cambios. Antes compraban de a cinco resaltadores. Ahora compran de a uno”, se lamenta.
A la vuelta del comercio de Patricia se ubica la panadería de Javier Centurión. Allí, además de pan, ofrece facturas, masitas y prepizzas que él mismo elabora. Cuenta que, hasta hace unos meses, vendía unos quince kilos de pan por día. Hoy, apenas llega a cinco. Por otro lado, tres meses atrás, tenía la docena de facturas a 270 pesos, pero ya tuvo que aplicarle dos aumentos de 50 pesos cada uno. “No me quedó otra. La misma bolsa de harina que compraba a 1050 pesos se fue a 2300. La incertidumbre es permanente. No sabés qué va a pasar. Pero trato de no meterme muchas fichas y tenerles fe a los clientes que siguen comprando”, confiesa.
“Tengo las alacenas y el freezer vacíos”
En frente de la panadería se ubica una fila de monoblocks de color verde con algunos comercios en la planta baja. En el tercer piso de uno de ellos vive Karina Godoy junto a su marido, cuatro de sus cinco hijos y dos de sus cuatro nietos. Godoy es empleada municipal, en tanto que su esposo y su hija mayor hacen changas. Pero, a pesar de que en su casa cuentan con tres entradas de dinero, saber qué se va a comer al día siguiente se ha vuelto un enigma cotidiano.
Si lo que uno busca con el sueldo es llegar a fin de mes, podría decirse que, en la casa de Karina, se llega a fin de mes entre los días 15 y 20, que es cuando se acaba el sueldo. “No me acuerdo de cuándo fue la última vez que pude hacer una compra grande y almacenar mercadería. Tengo las alacenas vacías y el freezer también”, expresa con gesto de desesperación. Acto seguido, enumera los hábitos que eran frecuentes hasta no hace tanto y que, ahora, se volvieron un lujo: desde comprarle una mochila nueva a su hijo para el inicio de clases, pasando por salir de paseo o comprarse ropa, hasta comer milanesas, incorporar verduras en las preparaciones, hacer puchero, o que los chicos puedan desayunar y merendar con leche.
“Antes compraba un kilo de papas, pero ahora compro por unidad. Lo mismo con la cebolla o la batata. Ayer fui a comprar para hacer un guiso y no me alcanzó la plata, tuve que volver a buscar más. Y mirá que camino como nunca buscando precio. Éramos once para comer porque venía mi otra hija y mis nietos, pero sólo le pude poner medio kilo de carne para todos. Hace un tiempo lo preparaba con verduras, pero ahora completo la olla con fideos o polenta”, describe.
La mujer agradece ser voluntaria en el comedor del centro comunitario Renuevo, ubicado a unas cuadras de su casa. “Cuando repartimos las viandas los sábados, me puedo traer unas porciones a casa. Las estiro y con eso comemos mediodía y noche. Los domingos, sólo se cena tortas fritas con mate cocido”, agrega.
“Al comedor viene gente de otros barrios”
El mencionado centro comunitario es una especie de termómetro del clima social del barrio. “El año pasado, sobre todo en la segunda mitad, alguna reactivación había empezado a verse con los comercios que volvían a abrir y daban trabajo. Pero a principios de este año la cosa se empezó a estancar. En febrero entregábamos unas 400 viandas por sábado, pero en marzo ese número trepó a 550. Viene gente de todos lados, incluso de otros barrios”, explica el pastor Juan Carlos Forte, al frente de la organización, que está a punto de cumplir 26 años de trayectoria en el barrio.
El espacio brinda asistencia escolar a 120 chicos por día, que también toman la merienda y se llevan algún tipo de vianda a sus casas. Posee primaria para adultos, ofrece talleres y contención en diferentes temas, como adicciones. Los sábados, además, entrega viandas, acompañadas con pan, fruta, y algún extra que van consiguiendo. “Buscamos que el menú sea lo más elaborado posible porque sabemos que, quienes vienen, tienen una dieta muy básica. Por ejemplo, evitamos la polenta, porque en general comen mucha. Lo que intentamos es devolverles algo de dignidad en esta crisis”, dice Forte, con lágrimas en los ojos.
Aunque el centro se nutre de donaciones de todo tipo, las necesidades son permanentes. El pastor cuenta que una de las organizaciones que apoya su actividad es el Banco de Alimentos, que colabora con numerosas instituciones del país. Sólo el año último distribuyó 5.096.438,8 de kilos de mercadería.
“Siempre decimos que nuestro anhelo es, algún día, dejar de existir, porque entendemos que todas las personas deberían poder comer en sus casas, sentados en sus mesas y rodeados de sus familias. Sin embargo, año tras año nos encontramos incorporando nuevas organizaciones que necesitan ayuda. Si tomamos como referencia los últimos cinco años, podemos observar que, mientras en 2016 trabajábamos con 809 instituciones que asistían a 110.186 personas por día; en 2021 trabajamos con 1238 organizaciones que asistieron a 341.380 cada jornada”, expresa Marisa Giráldez, directora general de Banco de Alimentos.
En la casa de Karina, el freezer, que, según recuerda, alguna vez supo estar repleto, hoy solo posee agua y un pequeño trozo de carne de cerdo, también donado por el centro comunitario. “Antes me ponían muy mal estas cosas. Pero aprendí a vivir de a un día a la vez, porque, si no, me iba a terminar enfermando. Y eso que acá tenemos trabajo. Imaginate el que no lo tiene…”, concluye.