Desde la pandemia, los antes llamados paradores pasaron a dar contención las 24 horas; además, ofrecen orientación laboral y asistencia médica y psicológica; sin embargo, un 40% de la gente sin hogar los evita porque los considera inseguros o con códigos muy estrictos, entre otras razones
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Gustavo se acerca más rápido que despacio. Quiere hablar. Quiere decir que es mecánico, que siempre trabajó en negro y que lo echaron sin aviso: 11 años en un mismo taller y ni un peso de indemnización. A la pésima noticia le sobrevino la tragedia: no pudo pagar el alquiler y quedaron en la calle, dice y enumera a la familia: su mujer, él, Blas (de un año), Vera (4) y Enzo (8).
“Es difícil estar acá porque hay mucha gente y, bueno, no todos se llevan bien. Hay problemas. Todos los días hay problemas. Hay peleas”, suelta. Cuando dice “acá” se refiere al centro de inclusión social Costanera Sur, donde la familia encontró más que un techo cuando quedó literalmente en la calle.
Lo que dice y cómo lo dice ayuda a entender un fenómeno complejo: en la ciudad de Buenos Aires sobran plazas para que la gente en situación de calle tenga un lugar donde transitar esa situación pero casi un 40% de quienes están en la calle no van a estos sitios. Son varias las razones, pero la idea de que son lugares inseguros es una de las más extendidas. Otras causas están relacionadas con el hecho de tener reglas estrictas o simplemente, con el desconocimiento de que existen.
¿Por qué los centros de inclusión social generan desconfianza en muchas de las personas que viven en la calle? LA NACION recorrió tres de los seis centros que maneja el gobierno porteño de forma directa para ver cómo funcionan, conocer cómo los aprovechan quienes deciden pedir asistencia ahí y qué ideas alejan a muchos otros. Esa oferta habitacional de urgencia se completa con otros 32 hogares que pertenecen a otras organizaciones civiles y que con un convenio con la Ciudad son parte de la red pública. Algunos son para familias, pero también hay para mujeres con hijos, mujeres solas, mujeres trans y varones.
Son espacios centrales en la estrategia del Gobierno porteño para que las personas en situación de calle consigan un trabajo y armen un proyecto de vida. Dan contención y albergue las 24 horas, a diferencia de los paradores, que solo ofrecían cena y una cama donde dormir. Sin embargo, y como dijimos, una gran porción de esa población para la que están pensados no los aprovecha y, directamente, los evita. Eligen quedarse en la calle, a la intemperie y como mucho, dormir en un colchón sobre la vereda o dentro de un cajero de un banco.
Cuatro comidas y contención
Las personas que residen en estos centros reciben las cuatro comidas, seguimiento sanitario, contención psicológica, acompañamiento educativo (para niñas, niños y adolescentes) y, si lo desean, capacitación laboral de acuerdo con experiencias previas y aptitudes personales. Así lo describen desde el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño, el organismo del que dependen.
Pero la estancia en estos centros implica una serie de desafíos, no menores cuando se viene de vivir en la calle. Quienes allí se alojan deben cumplir con una serie de normas y reglas de convivencia que incluyen horarios, pautas y compromisos.
Por ejemplo, es requisito ir a las entrevistas con el equipo de admisión, cumplir con los tratamientos médicos que sean necesarios y, en el caso de que haya hijos, que el padre o madre a cargo se ocupe del cuidado. Por otra parte, si bien las personas pueden salir durante el día, deben respetarse los horarios de regreso, así como otros horarios de funcionamiento interno. Nadie, sin permiso previo, puede regresar más allá de las 19 o 20 horas, según sea la época del año.
Entre espacios propios y conveniados, el Gobierno porteño cuenta con la posibilidad de dar albergue a unas 2900 personas. Es decir que, actualmente, la oferta supera a la demanda: según la cifra oficial aportada a LA NACION por el propio ministerio, este año hay 2611 personas viviendo en la calle. Sin embargo, de ese total, solo el 61% los habita. El 39% restante continúa en la calle.
Una investigación reciente le puso razones a este rechazo. El estudio, realizado por el Observatorio de Innovación Social de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA y presentado este año, precisó que, de cada 10 personas en situación de calle, ocho sentían desconfianza hacia estos espacios, popularmente conocidos como “paradores”. “Nos preguntamos qué causas generan el rechazo: el 85% de las personas respondió que no concurre a ellos como consecuencia de situaciones de violencia, robos, la semejanza con una ‘cárcel’ en su autopercepción y el ‘consumo de drogas’”, puede leerse en el trabajo.
“Hay un prejuicio en el que estamos trabajando mucho y tiene que ver con la condición de los ´paradores´, que son en realidad mucho más que eso, son centros de inclusión. Si bien es cierto que hay reglas de convivencia, no es cierto ni que haya que ir sin las pertenencias personales, que sean lugares donde existan hurtos, o que te separan de la familia”, decía, hace unos meses, la ministra de Desarrollo Humano y Hábitat, María Migliore, al ser consultada por LA NACION.
Las reglas de convivencia
Hay que atravesar una reja y anunciarse ante el personal de seguridad para ingresar al centro Costanera Sur. Una calle central por la que ingresan autos divide al predio en dos. Hacia la izquierda se abre una vieja plaza con pocos juegos. Tras ella, la construcción principal que contiene las habitaciones (dispuestas en dos grandes salones), un salón en donde se come y se dictan talleres, el sector administrativo y los baños.
En la habitación para hombres hay 60 camas y en la de mujeres, 70. Actualmente hay 129 personas y, de ellas, 47 son niños. No está permitido que los hombres ingresen a la habitación de las mujeres y viceversa. La distribución en ambos espacios es similar: las camas se agrupan de a cuatro, delimitadas unas con otras con unas construcciones bajas en forma de cruz.
Tanto en el centro Costanera Sur como en todos los demás, lo primero que debe hacer la persona que ingresa es firmar un acta acuerdo que contiene un reglamento interno. En él se establecen una serie de normas de convivencia entre las que figuran el compromiso al buen trato entre alojados y hacia el personal; la responsabilidad por los objetos propios; la imposibilidad de fumar en los espacios internos y de deambular sin calzado y en ropa interior, y hasta el compromiso de tender la cama y darse una ducha diaria, entre otros puntos. Según la gravedad del incumplimiento, la consecuencia podría ser la expulsión.
En ninguno de los CIS –como se los conoce por sus siglas– es posible tocar timbre y pedir albergue. Tampoco se puede ingresar con objetos personales más allá de la ropa, un cochecito de bebé (sólo en caso de que haya niños pequeños), el celular y algún pequeño electrodoméstico, como una planchita de pelo. Todo lo que pueda guardarse en un locker de dimensiones modestas que puede cerrarse con candado -en caso de que la persona consiga uno, ya que el centro no se responsabiliza por el cuidado de esos objetos–, pero que en muchos casos están atados con trozos de bolsas de nylon.
La llave de ingreso
Los ingresos son a través de la línea 108 o del contacto con alguno de los equipos del programa Buenos Aires Presente, que recorren la Ciudad. En esa instancia se constata la identidad de la o las personas y se las deriva a uno de los espacios. Si bien todos los centros operan dentro de la órbita de la Ciudad de Buenos Aires, no es requisito indispensable que las personas que deseen ingresar tengan domicilio en CABA.
El de Francisco Rodríguez es uno de los casos que no cumplen con esta regla. Este reciclador urbano que llegó a la Ciudad desde Tucumán junto a su mujer y sus dos hijos, para tratar al más pequeño por un tumor en el Hospital Garrahan. De esto pasó un poco más de un año. Cuando la familia no pudo pagar más el hotel en el que vivían, el hombre pidió ayuda en la Defensoría del Pueblo, que lo conectó con un equipo del BAP que, luego, lo derivó al Centro de Inclusión Social Costanera Sur, que alberga a familias.
“Lo que más valoro de aquí es que mis hijos tienen un techo donde poder estar, tienen comida, tienen atención de la gente, que es muy buena, que en el hotel donde estaba antes, no tenía esas cosas”, reconoce el hombre que, todos los días, se dedica al cartoneo para poder tener algo de dinero.
Tres meses con opción a prórrogas
Que se conozca a estos espacios como paradores tiene su razón de ser. Durante mucho tiempo, el único dispositivo estatal que se les ofrecía a las personas en situación de calle eran espacios en donde pasar la noche para dormir, de los que había que retirarse al llegar la mañana. Una parada para descansar, bañarse y, en el mejor de los casos, comer algo. Por eso, a esos espacios se los llamaba paradores.
A partir de la pandemia, el Gobierno porteño comenzó un cambio progresivo hacia un modelo que aborda esta problemática de manera más integral. El último parador cerró hace aproximadamente un año y reabrió hace unos meses, reconvertido en centro de inclusión social.
“Nuestra primera prioridad es contener a las personas que recibimos para que puedan estabilizarse desde lo personal, lo emocional y hasta lo vincular, en caso de que haya familia. Acto seguido, trabajamos para su inclusión laboral. Si podemos ayudarlos a que consigan trabajo, creemos que el impacto en sus vidas es mucho más profundo que el que podríamos tener si, simplemente, les tramitamos un subsidio”, sostiene Marcelo González, a cargo de la Gerencia Operativa de Red de Centros de Inclusión Social, quien agrega que todos los centros propios funcionan de manera similar y apuntan a un tiempo de estadía promedio de tres meses, con opción a dos prórrogas.
De pérdida de empleo a violencia de género
Según los registros más recientes de ese organismo, del total de personas ingresadas, el 38% está allí por primera vez. “En el caso de los hombres y familias, se hizo más frecuente escuchar historias de personas que no pudieron seguir pagando el lugar en el que vivían, producto de la crisis económica, y terminaron en la calle. En los hogares de mujeres, en cambio, hoy en día se escuchan más historias de violencia de género”, agrega el funcionario.
Cada centro es administrado por un equipo que incluye psicólogos y asistentes sociales, además de personal administrativo y de seguridad, operadores logísticos, empleados de limpieza, personal de enfermería, cocineros (si el centro tiene cocina), etc.
“Lo primero que se busca es regularizar la situación de las personas en materia de documentación, de salud integral y de educación, en caso de que haya chicos. Desde cada centro se gestionan turnos para que las personas realicen los controles médicos necesarios y, por otro lado, se consiguen vacantes para que los chicos estén escolarizados. Asimismo, las personas tienen entrevistas con los terapeutas de cada centro en las que se hace también un abordaje desde lo psicológico”, explica González.
El día empieza siempre a las 7 AM
Un día típico en estos centros comienza a las 7 de la mañana, cuando se encienden las luces. Acto seguido, se sirve el desayuno y, luego, las familias con niños los llevan a la escuela. Cada dispositivo cuenta con un salón de usos múltiples –en donde está instalado el único televisor de todo el centro– en el que se sirven las cuatro comidas. Además, suele ser la sede de diferentes talleres y capacitaciones que buscan preparar a quienes lo deseen para el mundo del trabajo. Actualmente, alrededor del 60% de las personas alojadas en los diferentes CIS están realizando algún curso.
“Nadie está obligado a participar. De todas maneras, trabajamos para que la estancia dentro del centro sea transitoria. Es decir, aportar los recursos necesarios para que la persona logre sostenerse por sus propios medios. No es fácil. A veces nos ocurre que la persona se va con un proyecto de vida que incluye un trabajo y, unos meses después, vuelve, porque le cuesta sostenerlo”, reconoce Rosario Angelillo, gerenta operativa de Vinculación Institucional (GOVI), haciendo foco, puntualmente, en el 62% de la población que no está en los centros por primera vez. La GOVI es el organismo encargado de elaborar perfiles laborales en base a experiencia previa o aptitudes, con el fin de conectar a las personas con cursos de capacitación o con oportunidades de trabajo.
Una larga trayectoria en la calle
Tras recorrer el Centro de Inclusión Social La Boca, con espacio para 48 personas entre mujeres y niños, la última posta del recorrido es el centro Bepo Ghezzi, ubicado en Parque Patricios. Fue reinaugurado hace pocos meses, tras una remodelación profunda que lo transformó de parador con más de ochenta camas a Centro de Inclusión Social con cincuenta plazas.
Un pasillo largo desemboca en un SUM espacioso que comunica con un patio semicircular. Para llegar a él, se pasa, a la izquierda, por el sector administrativo, los baños y la zona de lockers. Esta área tiene una planta superior con un ciber, otro SUM y parte de las camas. A la derecha se encuentra la cocina y el resto de las camas dispuestas dentro de una habitación amplia.
“Las personas llegan acá después de haber atravesado una diversidad de situaciones que les van cortando los vínculos sociales: problemas familiares, pérdida de trabajo o adicciones”, explica Cecilia Ametrano Tarre, la coordinadora, quien agrega que del total de las personas que reciben, aproximadamente el 40% tiene una larga historia en calle. “Por ahí se van con trabajo, pero al tiempo reingresan. El resto, en cambio, logra arrancar”, agrega la mujer.
En el ciber, Jonathan Cuevas está bajándose los apuntes de una materia del CBC. Arrancó a estudiar Derecho. “Lo que más valoro de este lugar es que se aplican las reglas seriamente. Eso hace que puedas andar tranquilo”, sostiene el hombre de 32 años.
Entonces cuenta que se quedó en la calle hace unos años, después de que su mamá lo echara. Durante un tiempo, un centro de día en el que se bañaba oficiaba de punto de encuentro con sus hermanos, que también estaban en la calle y ahora se encuentran en un hogar. “Me gustaría trabajar y alquilar. Nunca tuve un trabajo fijo, sólo trabajos eventuales. Pero, por ahora, no me estoy capacitando porque prefiero estudiar”, afirma.
Los 49 hombres que se encuentran actualmente habitando el Bepo tienen diferentes edades y orientaciones sexuales. Mientras se van preparando para cenar (el menú de hoy es fideos con tuco, con flan de postre), algunos conversan en grupo, en las diferentes mesas, mientras miran el noticiero en el televisor de pantalla plana que cuelga de la pared. Otros conversan mientras fuman en el patio. En un rincón, uno de ellos se dedica a cortar el pelo.
Retomar rutinas
A la par de las capacitaciones con fines laborales, en los centros también se brinda otro tipo de herramientas necesarias para la vida personal. Por ejemplo: finanzas personales y manejo del dinero. “Muchas personas no tienen caja de ahorro y quizás guardan su dinero en el locker”, grafica Cecilia.
A su entender, la existencia de normas y horarios, también son fundamentales para las personas que están dejando la calle, porque les permite retomar una rutina, un paso previo necesario para poder sostener, después, un trabajo. Pero el cambio a una vida reglada no siempre es fácil.
“Hay que pensar que las reglas y los horarios a veces pueden ser difíciles al principio, que haya resistencias con ese tema y algunos no quieran venir. En el censo a las personas en situación de calle salió también salió el tema de la inseguridad, que había quienes no venían porque sufrían robos en los paradores, pero en muchos casos es un mito. Quizás escucharon que le pasó a una persona, pero eso no quiere decir que le vaya a pasar a todos”, concluye.