En la puerta de un pequeño local del barrio porteño de Boedo, un grupo de 20 hombres con barbas frondosas, tatuajes y vestimenta negra, forman un círculo que ocupa toda la vereda y parte de la calle. Todos hablan y ríen en voz alta, intercambiando opiniones sobre autos, motos y músicas, mientras sueltan enormes nubes de humo desde sus cigarrillos y vapers. Son casi las 21 y algunos transeúntes prefieren esquivarlos o cruzar de vereda.
Si a todo esto se le suma que usan chalecos con un parche que tiene el dibujo de una calavera con barba y sombrero bajo el nombre "Bearded Villains Argentina" –villanos barbudos, en español- inevitablemente la escena remite al estereotipo de motoquero fuera de la ley, como los Hell´s Angels o la serie Sons of Anarchy. Los ocasionales peatones no pueden imaginar que este grupo de hombres se está organizando para ir a repartir comida caliente recién cocinada y ropa a las personas en situación de calle.
"La gente ve un grupo de gordos barbudos llenos de tatuajes y un poco se asusta", comenta Mauro Ponti, tatuador profesional y capitán de esta agrupación que tiene como principal objetivo unir a los hombres con barbas de todas las culturas, credos y sexualidad en una misma hermandad fundada en cuatro pilares: la lealtad, el respeto por el otro, la familia y la caridad. "Buscamos derribar los prejuicios en todo sentido. Nosotros somos todos laburantes que ponemos de nuestros bolsillos para poder ayudar a las personas que tienen sus derechos vulnerados", afirma Ponti, de 34 años
Mauro es uno de los últimos en llegar, porque tuvo que solucionar un contratiempo en su local de tatuajes en Isidro Casanova. Saluda con intensos abrazos y fuertes palmadas en las espaldas a todos los miembros y organiza los grupos de trabajo según la cantidad de vehículos que hay disponibles.
Una barba de 38 cm, sus 1,88 metros de altura y su gran espalda, se les suman piercings y una innumerable cantidad de tatuajes que se asoman por sus brazos, cuello, cara y los costados rapados de su cabeza. Asegura haber perdido la cuenta de cuántos tiene. ¿30? "Te quedaste cortísimo", responde. Todo esto contrasta con su trato amable y voz calma. "Ojo, hay que saber cuidar la barba. No es tan fácil", sostiene riendo.
Entra en el pequeño local y saluda a "El Tano", que está dividiendo los alimentos –sopas, guiso de lentejas con arroz, pan, facturas, golosinas– en bandejas. Le avisa que hay cuatro autos y la trafic escolar de Axel, uno de los reclutas más jóvenes de la hermandad, que los conoció a través de fotos en Instagram. "Yo ya iba por las calles de mi barrio repartiendo comida a la gente. Cuando vi que hacían lo mismo que yo, automáticamente me quise sumar. Aparte vi que estaban medio locos como yo", cuenta Axel (26), que durante la semana maneja la camioneta llevando a chicos con discapacidad a la escuela.
"Todavía está a prueba, no es miembro oficial porque no le da la barba. Ya se la medimos", aclara Mauro, refiriéndose a la regla número uno para poder ser parte del club: "La barba tiene que medir mínimo cuatro centímetros desde la pera". Este requisito lo comparten todas las sedes internacionales de Bearded Villains, que se fundó en Los Ángeles en 2014. Al enterarse de esto, Mauro comenzó los trámites para convertirse en el primer miembro del país y abrir la filial local.
Ya con siete miembros arriba de la trafic y todos los autos dirigiéndose hacia el Hospital Ramos Mejía en Balvanera, el ambiente dentro del vehículo parece un viaje escolar: los compañeros no paran de hacerse chistes y rememorar viejas anécdotas. Pero de un segundo para otro, la caravana se detiene y las risas se convierten en caras serias cuando ven a una familia de nueve personas, incluidos dos niños y un adulto mayor, viviendo en la calle, bajo un toldo improvisado.
Se bajan, abren los baúles y comienzan a separar los alimentos, llenar los vasos con líquidos y elegir la ropa necesaria. Tres de ellos se acercan a la familia para saludarlos y preguntarles si necesitan algo en puntual. Mauro hace una seña con la mano y el resto de los barbudos llevan las cosas. Se quedan unos 20 minutos conversando con la familia.
"Lo nuestro no es solo dejar las cosas e irnos. Les damos algo que para cualquier persona es vital: oídos para escucharlos. Ellos necesitan alguien con quien hablar porque la gente y el Estado los evitan", explica Mauro. La semana anterior, algunos miembros conversaron con la familia para conocerlos y avisarles que posiblemente iban a pasar. Alejandro, otro de los integrantes del club, agrega: "Para no caerles de la nada y atosigarlos. Es gente que no está acostumbrada a que los extraños les presten atención".
A las 22, llegan al Hospital Ramos Mejía, donde los reciben con mucho entusiasmo las casi 20 personas que viven alrededor de la entrada principal. Fernando, un hombre de unos 30 años quien le falta uno de los brazos, se acerca hasta los autos para ayudarlos a bajar las cosas. "¿Cómo andan amigos? Los estábamos esperando", saluda con una gran sonrisa.
Desde hace más de un año, estas actividades se realizan todas las semanas, además de repartir ocasionalmente juguetes en el Hospital del Niño de San Justo, ya que cuentan con 70 miembros oficiales –de entre 19 a 64 años y de diversos barrios del conurbano y CABA- que se van rotando en diferentes grupos. Según Mauro, esto lo hacen para no agotarse. "Esto es muy lindo pero desgastante. Cada uno viene ya cargando problemas en sus vidas personales", confiesa. Las profesiones son de lo más variadas: docentes, tatuadores, camioneros, músicos, choferes de uber y empleados de empresas
Saluda a una señora con un bebé en brazos con la que intercambian un par de palabras. "Me mata. Yo me preocupo por mi bebé –Stefano Ragnar, de un año–, que duerme todas las noches tapado. Imagínate los padres que tienen a sus hijos viviendo en la calle", dice con la voz entrecortada.
También se emociona cuando cuenta la historia de "el pichón del grupo", Ezequiel (19), quien lo conoce del barrio y desde que tenía 17 quería entrar al grupo. Mauro le puso como condición que tenía que ser mayor de edad, dejarse la barba y no llevarse ninguna materia. "En diciembre se apareció en mi local con el boletín. Tenía todas las materias aprobadas y además había conseguido una beca de la Universidad de la Matanza. A mí me llena de orgullo", recuerda.
Una hora más tarde, ya en Plaza Miserere, la última parada de la noche, mientras preparan una fila de mesas para apoyar la comida y ropa para más de 30 personas, Mauro cuenta que el próximo gran objetivo es salir en caravana a hacer un tour solidario por todo el país. "Acá somos todos diferentes. Tenés de izquierda, de derecha, ex chorros, ex policías y de diferentes sexualidades. Pero a todos nos une las ganas de querer ayudar. No vamos a cambiar el mundo, porque eso es utópico. Pero sí podemos cambiar el mundo de las personas que ayudamos", concluye.