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Cuando se habla del estallido de diciembre de 2001, la memoria colectiva resume esas jornadas angustiosas en una serie de palabras emblemáticas, como saqueos o corralito. Aquel dramático cierre de año dejó marcas imborrables en nuestro país , pero también en la vida de muchos de nosotros.
Para Cintia Pascuzzi, por ejemplo, significó su inicio en el cartoneo. Para Mirna Florentín, en cambio, esos días críticos se resumen en el hambre que padecían su familia y sus vecinos, todos afectados por la desocupación. En cambio, a Silvia Flores le quedó grabada la desazón de aquellos días, al ver que los lazos sociales de su comunidad se habían quebrado: todavía recuerda con nitidez las barricadas vecinales para impedir que vecinos de barrios aledaños ingresaran para saquearlos.
Fue tan profunda la crisis socioeconómica, que algunos de los fenómenos que comenzaron entonces continúan vigentes. La consolidación de los planes sociales como un piso económico que garantiza la subsistencia de un sector de la población; la proliferación de comedores comunitarios como espacios de contención social; las enormes dificultades de parte de la clase media para no caer en la pobreza; la legitimación del cartoneo como una actividad económica con potencial ambiental, o la multiplicación del voluntariado y las ONG son algunos de ellos.
Que sean éstos y no otros los rasgos que perduran luego de dos décadas parece confirmar el balance que hace Agustín Salvia, sociólogo y director del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA. “Veinte años de historia han profundizado la crisis que teníamos en 2001. No se manifiesta tanto porque hay un piso de protección social que son los programas sociales, pero hoy somos más pobres y más desiguales que hace 20 años. La nuestra es una sociedad que se ha subdesarrollado”, sentencia el experto.
Los primeros cartoneros
¿Cómo se manifestaron estas dos décadas en la vida de la gente? En el caso de Cintia Pascuzzi fue un derrotero con altibajos. A principios de 2001 Cintia era una adolescente de 15 años que cursaba el secundario y vivía con su mamá, su padrastro y sus hermanos menores en Benavídez. “Mi mamá nunca había trabajado porque con el sueldo de su marido nos alcanzaba. Pero él se quedó sin trabajo y no conseguía… y empezó a escasear la comida”, rememora.
Hacia finales de ese año, una vecina de la familia, que hacía todos los días el tramo Benavídez–Villa Pueyrredón para juntar cartones, le ofreció sumarse. Su hermanita ya tenía desnutrición así que no lo dudó. “Era salir tapada hasta la cabeza. Al principio me daba mucha vergüenza. Iba con mi hermanita. Después se sumó mi mamá. Tomábamos el Tren Blanco. Era un ambiente feo… Me acuerdo que no tenía luz y el piso del vagón tenía huecos por los que podías ver las vías”, relata Pascuzzi.
Como en su caso, muchas otras personas y familias se volcaron al cartoneo como respuesta al hambre y la incertidumbre. Algunas estimaciones calculan que la cifra de personas dedicadas a buscarle una utilidad económica a los desechos de otros trepó de 30.000 a 100.000 en tiempo récord. Hoy la cifra rondaría las 150.000, según cálculos de la Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (Faccyr).
Cintia continúa ligada a la actividad cartonera como miembro de la Cooperativa El Alamo, que funciona en Villa Pueyrredón. “Coordino o hago acompañamiento de compañeros que hacen retiro puerta a puerta. Voy con la camioneta, entre las 6 y las 14. Cuando te tocó sacarle la yerba a la pizza o a la milanesa que tuviste que comer, tener un trabajo con horario, uniforme y obra social es un crecimiento enorme”, afirma con orgullo.
Hace dos décadas, el cartoneo era una actividad que se sospechaba prima hermana del delito. Hoy es reconocida por políticos, empresarios, referentes y la sociedad en general como una aliada para resolver una de las problemáticas ambientales más preocupantes: el crecimiento sin control de la basura. Pero la situación que vive Cintia, amparada bajo una cooperativa de reciclaje inclusivo, dista de ser la media en todo el país.
“A nivel nacional, se trata de una actividad que sigue fuertemente ligada a la informalidad. En el conurbano, por ejemplo, la relación entre informalidad y formalidad es de 95 a 5. Así y todo, hay una organización fuerte que reúne a cooperativas de todo el país. El epicentro está en la ciudad de Buenos Aires, pero también hay iniciativas interesantes, por ejemplo, en Mendoza, Córdoba y Bariloche”, explica Gonzalo Roqué, director del Programa Regional de Reciclaje Inclusivo de Fundación Avina.
Los desafíos para el reciclaje todavía son muchos: hay atraso normativo, persisten las disputas entre sectores ligados al negocio de la basura y no hay suficientes recursos para que el circuito funcione de igual manera en la ciudad de Buenos Aires que en cualquier otro punto del país. El aumento de la pobreza y la falta de políticas estructurales de empleo complejizan el panorama. “El reciclaje inclusivo termina convirtiéndose en el recipiente en el que todos caen en busca de una salida económica. Entonces, ahí donde había 5000 recicladores, ante cualquier crisis, el número te salta a 40.000″, explica Roqué.
Planes sociales
“Cartonear” es hoy el rebusque más frecuente entre quienes están lejos del mundo del empleo, o quienes necesitan complementar sus ingresos con otras changas, o con planes sociales.
El subsidio a la desocupación comenzó en los noventa con los planes Trabajar. Si bien en sus orígenes alcanzaban a 200.000 personas, durante la crisis del 2001 el número de beneficiarios alcanzó los dos millones. Desde entonces, la tendencia fue a la baja, hasta la pandemia. En marzo de 2020 el país tenía más de 560.000 beneficiarios. En agosto de este año, la cifra superaba los 1.130.000.
Si bien se tiende a englobar cualquier tipo de asistencia estatal dentro del término “plan social”, los planes son, en rigor, un tipo de ayuda estatal que se diferencia de otra clase de aportes, como la AUH, porque requiere alguna de contraprestación por parte del beneficiario. “En la Argentina, el 33% de los hogares recibe algún programa social que no es una jubilación o una pensión contributiva. Eso alcanza al 45% de la población. Cuando mirás al interior de esos cuatro millones de hogares, un millón recibe un programa de empleo. Los otros tres millones reciben o AUH o programa Progresar para jóvenes, o tarjeta Alimentar, o una pensión no contributiva”, puntualiza Salvia.
El director del ODSA sostiene que, en muchos casos, el tipo de contraprestación de los beneficiarios no implica una participación activa en el mundo del trabajo. “Algún tipo de contraprestación hacen, pero si tiene que haber un trabajo regular, de cuatro o cinco horas diarias, o de capacitación, eso ocurre en uno de cada diez casos. Sobre eso hay variaciones. Pero todo depende de la buena voluntad o disposición de los líderes sociales de cada lugar. Y, en muchos casos, la principal demanda es: ‘vos tenés que venir a hacer militancia política’”, agrega.
Silvia Flores recuerda que fueron los planes sociales los que, allá por 1997, motivaron la fractura del Movimiento de Trabajadores Desocupados que integraba su papá, Héctor “Toty” Flores, cuando un sector aceptó cobrarlos. “Nosotros no aceptamos los planes”, se jacta con orgullo.
La crisis de 2001 la sorprendió generando, junto a su padre y otros referentes, emprendimientos productivos para que su comunidad saliera adelante a fuerza de trabajo. “Por aquellos días de diciembre había empezado a correr el rumor de que venían de otros barrios para saquearnos. Así que veías en todas las esquinas cómo los vecinos se reunían con armas y fogatas para resistir una supuesta invasión que nunca llegó. Pero fueron escenas muy angustiantes. Eso generó una herida social, el miedo al otro, el ver al otro como mi enemigo, que fomentó todavía más el individualismo”, sostiene Silvia.
Pocos años después terminarían dándole forma a lo que se conoce desde entonces como la Cooperativa La Juanita. “Nos pareció que, en ese contexto, los valores del cooperativismo eran fundamentales. Pero lamentablemente, años más tarde comenzaron a generarse cooperativas como una fachada para cobrar planes. Así que si hoy decís que estás en un cooperativa, lo más probable es que piensen que sos planero”, se lamenta la mujer.
Ubicada en Gregorio de Laferrere, La Juanita ofrece diferentes tipos de emprendimientos productivos, así como capacitaciones en oficios que fomentan los lazos sociales: muchas veces, profesor y alumnos pertenecen a la misma comunidad.
Comedores sociales
Cuando Mirna Florentín evoca aquellos días agitados de 2001, recuerda que su hermana iba a la escuela solo habiendo desayunado, porque en su casa no había para almuerzo. Ni en la suya, ni en la de muchos de sus vecinos. La desocupación hacía estragos en la villa 21-24, ubicada en Barracas, a la que había llegado unos años antes junto a parte de su familia desde Paraguay. Eran tiempos en los que los nucleamientos comunitarios tenían, más que nada, la forma de centros culturales. La solución al hambre surgió de entre los propios vecinos, con una olla popular.
“Yo había terminado el secundario, pero no tenía trabajo. Mi mamá, que estaba involucrada en la organización, me sumó. La intención era proveer, al menos, el menú del almuerzo con lo que fuera, así que, salimos a pedir donaciones junto a otra vecina”, rememora la mujer.
“Las empresas donaban de todo: desde una cabeza de vaca, hasta una olla enorme con la que arrancamos. Las panaderías nos daban las facturas del día anterior, con las que empezamos a dar merienda a los chicos. Las carnicerías guardaban para nosotros los cortes que no tenían salida, como los huesos o los menudos, que eran fuente de proteínas. La solidaridad fue fundamental en aquellos primeros tiempos”, reconoce.
Una de las caras que tomó la solidaridad por aquellos tiempos fue el voluntariado. Según datos de la consultora Voices, la tasa argentinos volcados al trabajo voluntario registrada en 2002 superó por más del 50% a la de 1999 (32% v. 20%). “En momentos de crisis, los argentinos tienen un musculo que reacciona muy rápido y se vuelca a las tareas solidarias. Este se vio claramente durante la crisis del 2001 y también se verificó durante la pandemia”, analiza Constanza Cilley, directora ejecutiva de la consultora. Con oscilaciones a lo largo de estos veinte años, el porcentaje de argentinos que decidió hacer algo por los demás volvió a registrar un pico el año último: 35%.
Voluntariado
El aumento del voluntariado habla también de otro fenómeno que se acrecentó en las últimas dos décadas: ante la falta de credibilidad de las instituciones estatales, la sociedad civil se organizó para dar respuestas a las demandas sociales. En la Argentina se estima que hay alrededor de 100.000 entidades sin fines de lucro, muchas de ellas nacidas a lo largo de estas dos décadas, aunque no todas con el mismo grado de formalidad.
El hambre fue lo que motivó que Mirna y sus vecinos se movilizaran y generaran un comedor comunitario. Con el crecimiento diario de la cantidad de personas que se acercaban a pedir asistencia alimentaria, crecía también la angustia por la falta de recursos. Había que salir todos los días para garantizar el menú del día siguiente.
“En aquel momento comenzaron a desarrollarse los movimientos piqueteros dentro del barrio. Un día me acerqué a escuchar. Y empecé a acompañarlos en su peregrinar por las diferentes reparticiones del Estado. Meses más tarde, ya tenía las primeras cincuenta raciones para nuestro comedor”, asegura Florentín quien, años más tardes, logró estudiar Derecho y recibirse de abogada.
Con los años, muchos de los comedores que habían surgido al calor de la crisis de 2001 desaparecieron, no es el caso del comedor que lidera Mirna, que hoy se llama Misión Padre Pepe. Actualmente le brinda la comida hiposódica e hipocalórica a más de 350 personas, ofrece las cuatro comidas a 400 personas, le provee alimentos sin TACC a 200 personas, permite que sus 50 colaboradores se lleven la comida para ellos y para sus familias, y otorga asistencia alimentaria nocturna a personas en situación de calle.
“Después de 2001 los comedores se convirtieron en espacios de contención y nunca más dejaron de tener ese rol. Hoy, además de asistencia alimentaria, muchos tratan de satisfacer otras necesidades: culturales, educativas, sanitarias o de acceso a la Justicia. Cuando la gente no tiene lo básico, sale a romper todo. Yo estuve en 2001, lo vi, y no es bueno. Por eso es importante que los gobiernos se involucren y articulen con estos espacios”, analiza Mirna.
La clase media, empobrecida
Durante el pico de confinamiento por la pandemia, una de las postales más novedosas fue la incursión de un sector de la clase media en los comedores. No como organizadora o voluntaria, sino como beneficiaria. “Hoy por hoy, del 40% de la pobreza, 15 puntos provienen de la clase media, que fue cayendo en distintas crisis. Con empleo informal, con trabajo formal y, a veces, hasta pequeños comerciantes”, grafica Salvia.
Hace veinte años, los cacerolazos, los reclamos frente a las sucursales bancarias, las marchas y las asambleas vecinales fueron postales recurrentes protagonizadas por la clase media. Poco queda de aquella efervescencia.
“La clase media se moviliza en forma esporádica, por un tema de inseguridad o ante el corte de suministro de algún servicio”, ejemplifica Salvia, quien agrega que, por su propia caracterización cultural, es un sector que no demanda asistencia del Estado.
“Lo que le pide al Estado es que no la moleste, que la deje trabajar –concluye-. No es un segmento social de fácil agremiación, más bien cada uno lucha por lo propio. Se busca progresar mediante el trabajo o el estudio, y un segmento no lo está logrando”.
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