“Yo tuve oportunidades, ellos no”: lo que aprendí al conocer los rostros detrás de la pobreza
Nunca se está preparado para acercarse a la fragilidad humana. No se aprende jamás a ser testigo del hambre o a ver chicos tiritando de frío. Se padece, siempre. Se aguanta la injusticia que hierve en la sangre. ¿Por qué les toca a ellos pasar tantas necesidades y no a mí? Esa es la pregunta recurrente que le imprime un tamiz de privilegio a mi vida. Yo tuve oportunidades, ellos no.
Si bien este es el cuarto año que recorro los rincones más olvidados del país para hacer Hambre de Futuro, en cada destino me enfrento a situaciones que me dejan sin aire. Como cuando encontré a Silvina Castellano , de 5 años, acostada en el piso del paraje El Arrozal, en el norte de Salta. Pesaba solo 11 kilos, lo mismo que un chico de un año. Su estado de desnutrición era tan grave que no podía mantenerse en pie y hubo que internarla de urgencia. O cuando los hermanos Leal, en Chaco, me llevaron hasta la laguna llena de chanchos de la que sacaban el agua para tomar, bañarse y cocinar. Cuando la realidad es tan brutal, la razón no encuentra respuestas, el corazón tampoco.
El objetivo del proyecto es poner la pobreza infantil en agenda, mostrar los rostros de los chicos que cuesta ver. Por eso viajamos hasta sus casas, conocemos su contexto, les damos voz. Los periodistas no somos como los médicos que podemos anestesiarnos para aceptar la muerte como parte del trabajo. Nuestra esencia es empatizar. En mi caso, es tratar de entender las lógicas de la pobreza, desarmar prejuicios (también los propios) presenciar las vivencias de los protagonistas, y poder contarlas con los ojos más objetivos posibles. Eso de “ponerse en los zapatos del otro” no aplica en estos casos. Nunca voy a poder sentir en carne propia la marginalidad de estas infancias.
El primer desafío es encontrar las historias. La puerta de entrada al territorio son las organizaciones o referentes sociales que trabajan en estas comunidades y conocen sus necesidades. Ellos nos seleccionan algunos posibles casos pero primero las familias tienen que acceder. En general, desconfían de “los de afuera” y tienen miedo de que lo que digan traiga represalias. Son muy pocos los que se animan a recibirnos y mostrarnos realmente cómo es su día a día.
Yo también tengo miedo. De que alguna autoridad provincial o municipal no nos deje hacer nuestro trabajo, de no alcanzar a retratar fielmente la complejidad de situaciones que atraviesan, de que visibilizar sus urgencias no alcance para conseguir la ayuda que necesitan, de no pasar el tiempo suficiente con cada madre que se quiebra en llanto porque tiene que elegir entre comer o comprarle unas medias a su hijo. Solo intento mantener la compostura frente a cámara y después abrazar.
Durante el 2022 recorrimos seis provincias: Formosa, Jujuy, Chubut, Córdoba, San Luis y Tucumán. Nos subimos a aviones, camionetas, botes y lanchas para llegar a puntos que, a veces, ni siquiera figuran en Google Maps. Son personas que no existen. Ni para el Estado ni para la sociedad. Además de la indigencia, lo que más me impactó es la desolación presente en cada frase. Hay una soledad que los atraviesa. “Yo siempre me sentí abandonada”, te dicen. El aislamiento los determina y los deja sin acceso a los derechos más elementales. Nadie los visita. Por eso, nos reciben con una felicidad que emociona. Nos dan las mejores sillas y la mejor comida que tienen. Ese encuentro humano es mágico. Al fin, ellos importan y alguien quiere escucharlos. Con la mayoría sigo en contacto (los que tienen teléfono) y ya forman parte de mi vida.
Durante la semana de rodaje, dormimos en iglesias u hosterías precarias, y cuando se puede, en hoteles más confortables. Los días arrancan al alba y terminan casi de noche. Pasamos mucho tiempo incomunicados. Comemos lo que hay, nos quedamos sin agua, nos intoxicamos y seguimos trabajando. Casi todo lo que grabamos es al aire libre. Por eso sufrimos las temperaturas bajo cero (a pesar de estar abrigados) o nos cuesta respirar cuando el calor se pone agobiante. Nosotros lo vivimos unas horas al día, pero para los chicos que conocemos, esa es su cotidianeidad.
Este año también hicimos un especial sobre Educación, enfocados en mostrar cuánto efectivamente aprenden los chicos que asisten a las escuelas más pobres. La respuesta fue abrumadora: muy poco. Pedirle a un chico de 13 años que te lea su carpeta y que acto seguido baje los ojos con vergüenza es desgarrador. La tragedia de los cientos de miles de chicos y adolescentes escolarizados con serios problemas de alfabetización quedó plasmada en ese silencio.
¿Qué aprendí con este proyecto? A no juzgar. A ser agradecida. A escuchar. Que tenemos el país con los paisajes más increíbles del mundo. Que todos somos parte del problema y también de la solución. Esa es la única salida. Animarnos a mirar de frente a la pobreza y arremangarnos para dar más oportunidades.