“Voy a extrañar a los animales”: Tiene 11 años, es un gaucho que ama desfilar con su caballo y sueña con ser jugador de fútbol
Juan Ignacio Cabral vive en Santa Isabel, una localidad en el oeste de La Pampa; cada vez que puede va al campo en el que su familia cría chivas y visita el río, que queda a 30 kilómetros
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Hacía mucho tiempo que Juan Ignacio Becerra Cabral (todos le dicen Juanito) no podía ir al campo de su familia, que queda en el oeste pampeano a 30 kilómetros de Santa Isabel, el pueblo en donde están su casa. La escuela y los entrenamientos del fútbol en el pueblo le consumen la mayor parte de su tiempo y lo alejan de lo que más le gusta: los animales.
Por eso, cuando llega después de un viaje de casi una hora por un camino de tierra y arena, en el que tiene que abrir cinco tranqueras, lo primero que hace es abrazar a su ternero guacho Tololo. “Lo extrañaba”, dice, mientras le hace mimos y se sube a upa. “Me gusta más estar en el campo que en el pueblo. Acá hay un toro, vacas, caballos, chivas y chanchos. En las vacaciones de verano sí me quedo y duermo acá. Esta casa ahora la están arreglando de a poco”, cuenta este niño de 10 años.
El lugar se llama Puesto La Ruth en honor a su mamá. Cuando era chico se la pasaba ahí metido entre los animales y nadando en el Río Salado, pero ahora su sueño es otro: llegar a ser jugador profesional de fútbol. Todos los lunes, miércoles y viernes entrena en el club Juventud Unida de Santa Isabel y hace unas semanas se sumó al club Cochicó de Victorica.
“Juego en cancha grande, de delantero, con la camiseta número 7. Me gusta estar con los compañeros”, cuenta Juani vestido con su uniforme de fútbol y botines. Y agrega: “Lo que más me gusta hacer es jugar a la pelota. La escuela no me gusta tanto. Lo que más me cuesta es leer”.
Nació arriba del caballo
Pero el campo le tira. Desde que nació que está arriba de un caballo. Después de hacerle mimos a Tololo sale en busca de su yegua que está en el corral. Se acerca despacio, le pone el bozal y de a poco, con la ayuda de su mamá, le pone la montura. “Mis caballos se llaman Princesa y Gateado. Yo al año ya estaba solo arriba del caballo. Participo de muchos desfiles con mi abuelo en los que uso bombachas, boina, alpargatas, camisa y una corbata”, cuenta Juanito, que es el más chico de 6 hermanos varones bastante más grandes que él. Tienen 27, 26, 24, 22 y 20 años.
“Cuando estábamos en pandemia, Juanito pastoreaba a las chivas. Y cuando volvía las traía al corral. Él no duerme siesta y se va al río, se me desaparece. Juanito es superactivo, desde que se levanta hasta que se acuesta. Es como si no se cansara. Se mete en el corral, jinetea con los terneros”, cuenta Ruth Cabral, su mamá.
Fernando, su padrastro, está revisando el molino porque no está cargando agua y la necesitan para los animales. Está prevista la parición de chivas la semana que viene y la urgencia los apremia. “No se pueden dejar porque no tenemos casi agua. Ahora que hay viento, lo tenemos a favor. El fin de semana me acarrearon agua desde acá porque no teníamos nada”, cuenta Ruth.
Descendiente de ranqueles
Hace 4 años que su mamá volvió a la tierra de sus antepasados y al lugar en el que nació para hacerse cargo de los animales. “Acá vivía mi abuelo que se llama Curunau. No sé lonco de qué comunidad es”, cuenta Juanito que es nieto de Curunau Cabral, cacique de la comunidad ranquel Epumer, que nuclea a 100 familias. “Curu” quiere decir negro y “nau” el tigre.
“Mi mamá me tuvo en un campo sobre el Río Salado arriba de un cuero de oveja porque no había doctor en Santa Isabel. Se vivía juntando agua con tarritos de durazno o tomate. Los platos eran las cajitas en las que venía el dulce de batata. Nuestras viviendas eran de quincho, de jarilla y tamarindo. El techo era de cuero de potro o de oveja para atajar la lluvia. La vinchuca a la noche era el colchón de nosotros por eso yo tengo Mal de Chagas”, cuenta su abuelo.
Ruth nació en este territorio y desde chiquita se dedicó a la cría de animales como chivas y ovejas. Durante la semana se quedaba internada en la Escuela Hogar Nro 99 de Santa Isabel, la misma a la que va Juanito.
“Fue hermoso. Mis juguetes eran los huesos de los animales, mis muñecas los palitos. No hacíamos jardín de infantes así que entré internada en 1er grado a los 6 años. Éramos como 100 chicos internados. Al principio lloraba mucho porque no quería quedarme. No era fácil para mí aunque estuvieran mis hermanos. Estábamos permanentemente con los maestros, teníamos horarios para la comida, para dormir, para levantarnos y para estudiar”, recuerda Ruth, que dejó la escuela en 6to grado y a los 14 años se fue a San Rafael, Mendoza, a trabajar de empleada doméstica.
En el campo no tenían luz y se las arreglaban con faroles o con candiles a kerosene. Cocinaban a leña y para bañarse calentaban agua y lo hacían con un fuentón. Recién hace unos años tienen pantalla solar. “En un momento vivíamos en una casa que nos la llevó el río. Nos fuimos a vivir debajo del monte y después hicimos una casa encima de la loma.
Me crié con mi abuela y con un tío también”, agrega Ruth.
Irse a vivir al pueblo
Volvió a Santa Isabel cuando se puso en pareja, formó una familia y empezó a tener a sus hijos. Se separó y se volvió a juntar con el papá de Juanito. Hoy trabaja como portera en una escuela secundaria y cada momento libre que tiene se va al campo, en el que también trabaja su pareja. “Ahora regresé al campo con mis pollos más grandes. Vivir acá con chicos en la escuela es imposible. Encima ya no hay más internado. Pero los fines de semana estoy acá. Me gusta la tranquilidad que hay, no tenés horario, el teléfono se descansa”, cuenta Ruth.
Las mayoría de las familias tienen una casa en el campo y otra en el pueblo para que sus hijos puedan estudiar. Ese es el caso de Juani. El problema es que la cría de animales ya no rinde como antes, y los jóvenes tienen que migrar a buscar trabajo en zonas más fértiles.
“En este momento los animales sirven como un ahorro y no hay que tocarlos. Acá pasa lo siguiente: si tenemos una vaca tenemos que esperar 9 meses a que nazca el ternero y después otros 6 meses más para vender el ternero. Y hay que vivir. La que quedó en el campo es la gente mayor. Mis nietos ya tienen 20 años, los más chicos que me quedan por ahí tienen ganas de estar y otros no porque les salen trabajos mejores. Y van perdiendo el interés del campo”, cuenta Curunau.
Sobre el Río Salado
Una vez arriba del caballo, Juanito encara entre los arbustos para llegar hasta un brazo del Río Salado. Su perro negro Guachín se le mete entre las piernas y lo sigue. El caudal del río está bajísimo y se mete a caminar sobre las líneas que agua que quedan. Cuando está crecido y hace calor, se mete a refrescarse y nadar.
“En general tiene más agua y ahí cruzamos en barco o con el caballo. El agua de ahí no se puede tomar, algunos animales la toman igual porque no hay agua y tienen mucha sed. Si no toman agua se pueden morir”, cuenta Juanito.
Los chicos vivían en el campo y asistían a las escuelas rurales de Colonia Mite y Árbol Solo, que fueron perdiendo alumnos. Con el tiempo las familias se fueron trasladando al pueblo buscando más comodidades. “Ahora me dicen que hay un solo chico en Árbol Solo. Es vergonzoso lo que pasa de que ya no hay chicos en esa zona y por eso no funciona la escuela. Los chicos se crían y buscan su futuro. Y sabemos que estos campos no dan porque no son fértiles. Una vaca como 15 hectáreas acá. El principal problema es el agua porque es mala. Los animales de devastan mucho cuando les falta el agua y se vienen abajo”, agrega Curunau, que tiene 77 años y cuatro hijos.
Después de estar un rato en el río, Juanito ayuda a su mamá a llevar a las chivas al corral. Las revisan una por una para ver si ya están cerca de la parición o si les faltan algunas semanas. “Las contamos y son treinta y tres. Hay que llevar a las chivas al corral a la tarde porque si quedan sueltas las pueden agarrar los animales como el puma”, explica.
Terminar la secundaria
Solo uno de sus hermanos terminó el secundario y ahora su mamá también lo está terminando en la escuela nocturna. Le quedan cinco materias y se recibe a mitad de año.
“Soy abanderada. Decidí volver a estudiar por el trabajo, porque si yo termino el secundario es un ingreso más para mí. Y después porque me hubiese gustado estudiar Medicina, estuve trabajando en el hospital y aprendí a tomar la presión y la temperatura. Me encanta eso, buscar la vena para sacar sangre. Estoy esperando que traigan alguna carrera como enfermería o Medicina a Santa Isabel. Solo estoy haciendo a distancia un curso de reflexología”, cuenta orgullosa.
La primaria a la que asiste es de jornada completa. Entra a las 8 de la mañana y sale a las 5 de la tarde. Algunas tardes, va a entrenamiento de fútbol o se queda en casa con sus hermanos y su sobrino de 5 años. “Cuando sea grande quiero ser jugador de fútbol. Todavía no me probé en ningún lugar. El jugador que más me gusta es Messi y mi sueño es conocerlo. Vi el mundial en mi casa y festejamos todos ahí. Me gustaría jugar en River Plate y conocer la cancha. Nunca fui a Buenos Aires. Me imagino que es grande y que hay mucha gente”, dice.
Si pudiera pedir un deseo sería un campo más grande para poder tener más animales, corrales más grandes y una casa más grande. “No entramos todos acá”, dice, con la esperanza de que la familia la pueda ir mejorando de a poco.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Juanito y a la comunidad Epumer pueden comunicarse con Ruth Cabral al +54 9 2954 37-3740.