Yamil Villalba vive en el Arroyo Dentudo en el Delta junto a sus tres hermanos y su papá; todos los días tienen que salir en bote hasta un muelle por donde pasa la lancha colectiva para llevarlos a la escuela
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“Me quebré”, dice Victor José Villalba, al que todos llaman “Pichi”, sentado en el jardín de su casa sobre el Arroyo Dentudo, en una de las zonas más postergadas del delta de Tigre. Al lado, su hija Yamil, de 11 años, mira cómo su papá que parece un tipo duro y curtido por la urgencia, intenta contener el dolor que le genera no poder darle a sus hijos el futuro que quiere. “Mi papá trabaja mucho. Él hace muelles, estacadas, casas o podas”, dice mientras lo abraza lo más fuerte que puede.
Desde hace cinco años, Pichi cría solo y, con muchísima dedicación, a sus cuatro hijos Bautista (7), Yamil, Javier (13) y Rodrigo (15). Su prioridad es poder equilibrar las changas y el trabajo de mantenimiento (hace fletes de materiales de construcción, vende leña, poda o lo que sea que le pidan) con la educación de sus hijos. “A mí me gustaría que siguieran estudiando y que el día de mañana sean algo. Pero para eso se necesita mucha plata y yo no se lo puedo dar”, dice entre lágrimas.
Esta mañana ni Yamil ni sus hermanos pudieron ir a la Escuela Nro 12, ubicada en el Río Sarmiento. El cielo está encapotado, está anunciado lluvia y eso complica la dinámica familiar que consiste en Pichi sacando a los chicos por el arroyo hasta el muelle a esperar a que pase la lancha colectiva que los lleva hasta el establecimiento. “Lo que más te daña acá es cuando hay mucha marea o tormenta porque no te deja salir a laburar ni los chicos a la escuela”, explica Pichi.
Yamil se acerca al bote que está atado al frente de su casa para mostrar cuál es el que usan para moverse. “Nos lleva en el bote aquel, luego nos subimos a la lancha y nos vamos para la escuela. Cuando no hay agua, a veces no vamos y sino salimos con la piragua. Nos subimos al muelle y sino subimos despacito a la lancha”, detalla.
El principal problema que tiene hoy Yamil —y el resto de los chicos que viven en esta isla de la Primera Sección del Delta de Tigre— es la falta de una escalera en el muelle y un camino vecinal al costado del río para que puedan volver solos caminando hasta sus casas. Hoy, dependen de que su papá esté siempre disponible para llevarlos e irlos a buscar por agua. “Hay veces en que no podemos ir a la escuela porque mi papá arranca muy temprano y no nos puede llevar. A veces tiene que dejar el trabajo para venir a buscarnos”, agrega.
El río marrón, los juncos, una explosión de distintos tonos de verdes y los sonidos de los animales son el alma del ecosistema del Delta. La creciente y la bajante es la que marca la vida y en rutina de las familias que viven en las islas. Si el río está muy bajo, tienen que salir en una piragua a remo hasta encontrar un brazo más profundo y si está muy alto, cuando el agua se retira deja tantos sedimentos y ramas que se torna intransitable. “Lo que necesitaríamos es mejorar el arroyo para que puedan entrar los médicos porque la lancha no entra hasta acá adentro. Nosotros hicimos una limpieza con los vecinos pero no alcanza. Mi tío estuvo enfermo y la ambulancia no podía pasar porque estaba muy tapado el arroyo”, cuenta Pichi.
Yamil está vestida con jean, campera morada y borceguíes. Tiene los ojos claros y la sonrisa fácil. Le encanta estar cerca de su papá y contar cómo es su día a día. “Voy muy poco al continente. Me gusta más estar acá. El río es tranquilo, no hay autos tocando bocinas. Hay un montón de plantas y animales como gallinas, ovejas, conejos, pava del monte, pájaros, palomas, perros y gatos. Me gusta mucho pescar bagres, surubíes y cangrejos con mis hermanos”, dice entre risas.
En sus ratos libres, juegan a la mancha, al quemado, a la escondida, pescan, inspeccionan animales o miran un rato de televisión. “Si pudiera pedir tres deseos serían que mi papá viva para siempre, tener mucha salud y una pasarela para ir a la escuela. Ah, y también un bebote para jugar”, agrega Yamil.
A unos metros, su papá está arreglando uno de los botes para poder seguir haciendo su trabajo. “A los chicos los saco por este arroyito a las 9:20 hasta las 2 de la tarde que los tengo que pasar a buscar para que entren a casa porque no tenemos camino vecinal. Si lo tuvieran, yo tendría más libertad para trabajar más horas. Habrá casi 500 metros de distancia nomás. Si la municipalidad nos provee la madera, nosotros ponemos la mano de obra”, dice.
“La pandemia nos mató”
“La pandemia nos mató”. En esas cuatro palabras Pichi expone la dependencia absoluta que todas las familias de la isla tienen con el turismo. “No podés generar una moneda. El único ingreso que tengo es la asignación de uno de mis hijos. La escuela 12 me ayuda un poco y María me reparte mercadería y todo ayuda. Todo lo que donan es bienvenido”, dice Pichi.
A la María que alude es a María Mabel Britos, una mujer nacida y criada en la isla, de esas que vieron cómo el paisaje natural fue cambiando hasta convertirse hoy en una jungla de turistas. Para ella, sin embargo, los “pobladores de siempre”, siguen siendo invisibles para el Estado. Por eso, durante la pandemia, arrancó con su pareja a conseguir donaciones para llegar a las familias más vulnerables.
“Yo vivo en la isla de toda la vida y yo ya pasé esas cosas. Yo también tuve que pescar mojarrita, cuando éramos chicos íbamos con mi viejo todos los pibes a cortar juncos, volvíamos a la madrugada todos mojados y cagados de frío. Entonces vos sabés que los otros están pasando lo que vos ya pasaste. Y si podés darle una mano a los pibes, se la vas a dar”, explica. Actualmente, están pudiendo llegar a 85 familias con distinto tipo de donaciones.
Una de esas familias es la Villalba, a la que asiste con bolsones de alimentos de forma regular. “Todos trabajan el día a día. Antes se vivía del junco, de la caza o de vender maderas. Y ahora al haber tanto turismo, se hacen tareas de mantenimiento, alguna que otra construcción, limpiar las casas. La mayoría está en negro y en pandemia les dejaron de pagar. Había un montón que ni siquiera sabían cómo anotarse en el IFE y tienen muchos chicos”, agrega Britos.
A Yamil y su familia los descubrió de casualidad. Sabía que había un arroyo en el que vivían algunas familias y entró a repartir las donaciones que tenía. Ahí se encontró con Pichi y su realidad. “Es difícil ser un papá solo y tener que buscar laburos para hacer en el horario en el que los pibes están en la escuela. No es justo. Es como una mamá polla con sus pollitos y trata de tenerlos lo mejor posible, dentro de sus posibilidades”.
Levantar la casa propia
Hace 8 años que Yamil y su familia viven en una casa precaria que levantaron ellos mismos, de a poco, madera por madera. Está construida sobre pilotes para evitar las inundaciones. “Fue duro construirla pero lo logramos. Le pasaba las cosas a mi papá. Primero empezamos con dos chapas y dos paredes para hacer la casa. Todavía nos faltan algunas cosas”, dice esta adolescente que cuando sea grande, sueña con ser policía o detective.
Para Pichi la casa todavía está en construcción y, el proyecto a futuro, es poder tener un ambiente más. Hasta el momento, la casa tiene una cocina, una barra, un comedor, un baño y dos habitaciones en las que se reparten Pichi en una con los dos varones más grandes y en la otra Yamil con su hermano Bautista. “Para mi tener esta casa es un orgullo pero me gustaría que pudiera estar mejor. Se hizo con palos, chapas, tarimba, terciado y un poco de todo. Hay algún lado que se llueve, pero es lo que hay. No es gran lujo, pero por lo menos tenemos baño. Y de a poco lo vamos a ir mejorando. Faltarían algunas chapas para el techo y forrar acá para que no entre tanto frío para los chicos”, dice angustiado.
La puerta de entrada está rota. Lo que pudieron lo compraron ellos y lo demás se lo fueron donando. Hoy cuentan con luz, usan garrafa o leña para cocinar y hace un mes que su hermana les trajo un termotanque eléctrico. “Antes poníamos un fuentón grande, calentábamos el agua en la cacerola y nos bañábamos en el baño”, recuerda Yamil.
Como son muchos, entre todos ayudan con las tareas de la casa. Yamil colabora lavando los platos, cocinando, dándole de comer a las gallinas y lavando la ropa. Entra a su cuarto, junta la ropa sucia en un canasto y sale hasta la orilla del río en donde tienen instalado el lavarropas. Lo enchufa. Mete un pantalón y lo pone a funcionar. “No anda muy bien, está muy viejito y solo se puede poner una sola prenda. Sino se rompe”, explica.
Uno de los mayores desafíos en la isla es conseguir agua potable. Durante la pandemia, una lancha de Aysa pasaba casa por casa a repartir bidones. Sino, en el día a día, la sacan del río. “La bajante es un problema porque no tenemos agua ni para tomar. A veces enganchamos la chata de Aysa y sino cuando yo voy a continente cargo los bidones y me traigo agua para cocinar y tomar. Sino cargamos un tanque de 200 litros del río y le ponemos sulfato de aluminio para que baje la tierra, le ponemos unas gotitas de lavandina y la tomamos”, cuenta Pichi.
Se quedaron sin agua. Yamil va a buscar un balde a su casa, y lo llena varias veces con agua del río para depositarlo en un tacho grande que tienen en la orilla. “Le ponemos una cucharita y medio de esto y toda la tierra va para abajo. Tenemos que esperar un día entero para poder tomarla”, explica.
Por la tarde, Rodrigo que es “la mano derecha” de Pichi, se pone con él a arreglar una embarcación llamada “chalupa” que está agujereada. “La estamos plastificando para hacer flete y vender leña. Yo estoy en 2do año de la secundaria. Me gustaría terminar y luego ahí ir a trabajar con mi papá. Hacemos poda, flete, vendemos leña y yo lo ayudo cuando no tengo que ir al colegio”, dice sobre sus proyectos. Pichi agrega que el sueño de Rodrigo es ser militar pero que él no tiene los recursos económicos para ayudarlo. “Además se tendría que ir. Es complicado porque es su futuro pero el problema es que si se me va un hijo es como si me cortaran una mano”, agrega conmovido.
Cada quince días, la tía de Yamil y hermana de Pichi, se acerca con sus hijos para llevarles mercadería y ayudarlos con las tareas domésticas. “Las compras las hago en Carupá y a veces se la encargo a mi hermana. No me gusta pisar mucho el continente para no traerle la enfermedad a mis hijos. Mi hermana viene, me lava la ropa y trae a los primos que ayudan a estudiar a mis hijos”, cuenta Pichi.
Educación postergada
La pandemia fue muy dura porque Yamil y sus hermanos se quedaron sin ir a la escuela. Eso hizo que se atrasaran bastante y que perdieran uno de los pocos espacios de sociabilización que tienen. “Me gusta la escuela porque hablo con mis amigos, mis hermanos y mis primos. Todo el año de la pandemia fue malo porque tuve que repetir algunos grados. No pude hacer la tarea”, resume Yamil.
Pichi nació en San Antonio, asistido por su abuela que era partera. De chico repartía su tiempo entre la escuela y el machete. Hizo hasta 3er grado y tuvo que dejar la escuela para salir a trabajar. “De a poquito me fui haciendo el islero que soy ahora. La vida es un poco dura pero hay que sobrevivir. Se trabaja cuando se puede por el agua y por la lluvia. Cortamos juncos, hacemos muelles, estacada, podas en altura, todos los laburos de isla”, cuenta.
Antes de que caiga el sol, los Villalba sacan una mesa entre todos para sentarse a hacer la tarea del día de la escuela y compartir unos mates. Cada uno agarra su mochila, saca los cuadernos y carpetas, y se ayudan entre ellos. Pichi se lamenta por no poder ser un apoyo en lo académico. “Yo no los puedo ayudar tanto porque hay mucha tarea que no entiendo. Soy nulo. Por más que quiera enseñarles, no puedo. Quiero que tengan un estudio para poder defenderse y que no tengan que estar cortando juncos”, agrega.
Si bien Britos destaca que hubieron muchos avances en cuanto al acceso a servicios como la luz, una lancha colectiva que lleve a los chicos a la escuela primaria y secundaria y un médico de guardia en la Sala del Capitán, tiene dos reclamos centrales: que existan opciones de estudios terciarios y universitarios en las islas y que mejore la conectividad. “Los pibes que terminan el secundario mueren acá. Los que quieren continuar se tienen que ir y los padres en general no podemos bancar un alquiler. El tema de la conectividad es muy complejo porque tenés solo lo que podés pagar de datos. Internet no existe. La mayoría no tiene ni compu. Si tuvieran conectividad, al menos podrían hacer el CBC a distancia”, relata.
A la pregunta de qué es lo que más le piden las familias, Britos responde enseguida que es “trabajo, si hay algún laburito para hacer”. Recién después vienen los pedidos de ropa para los chicos, zapatillas, colchones, frazadas y útiles escolares.
Son muchas las cosas que necesitan los Villalba, pero lo urgente es un lavarropas y un secarropas. “Mi sueño es que ellos tengan todo. Que no sean como yo que no pude llegar a nada. A mí me gustaría que siguieran estudiando y el día de mañana sean algo. Nosé si lo voy a ver pero me gustaría que lleguen a cumplir sus sueños”, concluye Pichi.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Yamil y a su familia, pueden comunicarse con María Britos al +54 9 11 5116-7089.
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