Joselin Cáceres vive en Corte San Carlos en una isla sobre el Paraná con su mamá y sus cuatro hermanos; el baño es otra deuda pendiente: “a la noche tenemos que salir con linterna para poder usarlo. Si llueve, nos mojamos”, dice
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Es domingo. Joselin Cáceres arranca el día temprano, como todos los demás, en una isla del delta del río Paraná en Corte San Carlos, que oficialmente pertenece a Entre Ríos. Pero su domicilio oficial y su centro de vida está en la ciudad bonaerense San Pedro, a donde tardan más de una hora en lancha porque su familia tiene un motor chico.
La noche anterior, su mamá Lidia, ya tiró el espinel circular con más de cincuenta anzuelos llenos de carnada y tiene que ir a buscarlo. A su lado, Joselin —de 9 años— es la primera que se sube al bote para ayudar con lo que sea. Su hermano mayor José, ya sabe manejar solo y se suma al equipo. “Lo más lindo de vivir acá es poder pescar. Salimos bien temprano a la mañana. Voy siempre con mi mamá y con mi abuela, que me paga cuando la ayudo. Con eso me compro masitas y cosas para comer”, explica esta niña vestida con calzas grises con estrellas negras y una campera porque hace frío.
Además de distintos tipos de bagres y algunos sábalos, hoy sacaron un patí de 10 kilos que cuelgan boca abajo de un árbol en el patio de la casa. El resto de la familia está compuesto por Keila (5), Sebastian (7) y Rocío (16). Gracias a la pesca, Lidia puede mantener sola a sus cinco hijos. “Joselin es una locura. A ella le encanta andar sacándose fotos, ir en la canoa. Anoche se fue un rato a tirar el espinel con los abuelos”, cuenta su mamá, mientras de fondo se empieza a ver el humo de uno de los tantos incendios que están atacando este ecosistema.
Hasta hace unos meses, vivían todos en una casa de nylon y techo de chapa que se llovía cuando había tormenta. Después de mucho esfuerzo, lograron entre todos levantar una casa de material, que consta de dos habitaciones, una cocina y un pequeño comedor. Todavía no tiene ventanas. “La casa la hicimos con ladrillos y ahora estamos mejor. Yo ayudaba pegando los ladrillos. Para bañarnos buscamos agua en la costa y la calentamos”, cuenta Joselin.
El próximo paso es poder construir una habitación más para que Lidia no tenga que compartir la suya con sus hijos varones. En la otra duermen las mujeres. El baño es otra de las deudas pendientes: sigue estando afuera de la casa, es de paredes de nylon y no tiene techo. “A la noche tenemos que salir con linterna para poder usarlo. Si llueve, nos mojamos”, dice Joselin mientras hace un recorrido por su casa.
El agua la traen en bidones de San Pedro, tienen una pantalla solar que pudieron ir comprando de a poquito, cocina a gas que usan con garrafa y también una estufa a leña. “De la casa me faltan las ventanas, quiero hacerle una pieza y un baño adentro. Atrás estamos trabajando para tener la quinta en la que tenemos papa y calabaza. El año pasado sacamos un montón de sandía. Recién cuando junto varias cosas que necesito, voy hasta San Pedro”, cuenta Lidia.
Su familia vive de la pesca y los animales que crían son para consumo personal. A media mañana, Joselin le da de comer maíz a los chanchos y carga unos tachos con agua para que tengan para tomar. El cielo está encapotado y alrededor de las 11 empiezan a caer las primeras gotas. Un granizo inoportuno hace que toda la familia se resguarde en la casa y las tres hermanas mujeres se ponen a jugar con el único celular de la familia.
Para Eduardo Miño, presidente de la Asociación de pescadores artesanales de San Pedro “La Palometa”, la de Joselin es una familia tipo de isla: “El islero en sí es bueno, te ofrece lo que tiene, no tienen maldad. Lidia es una mujer pescadora, soltera y que mantiene a sus hijos. Eso te muestra que la familia de isla es todo corazón”.
Cuando calma la lluvia, Lidia se pone a tejer una red y Joselin la mira como intentando aprender esta técnica artesanal que también le sirve como salida laboral a su mamá. “Algunos pescadores me piden que les haga las redes y se las vendo”, cuenta Lidia.
Miño se queja de que no hay un número estimado de cuántas familias viven en las islas. De ellos, muchos viven en casillas, que no tienen luz ni agua. Desde la asociación todos los meses reparten mercadería que les entregan desde provincia y Nación. “Nuestro sueño es que el islero esté un poco mejor. Muchos tienen casas que son de nylon de los silobolsas y se iluminan con un candil o velas. Queremos que puedan vivir de forma decente, que puedan tener luz con paneles solares, una embarcación propia y mandar a sus hijos a la escuela. Lo más caro para ellos es la nafta”, relata.
El impacto de la bajante
A unos veinte metros de la casa de Joselin, viven sus abuelos y otros familiares que también se dedican a actividades vinculadas con el río. Producto de la bajante del Paraná cada vez sacan menos cantidad de peces y eso pone en riesgo su frágil economía familiar. “Ha bajado mucho la cantidad de pescado en el último tiempo. El espinel es una soga larga y cuelga para abajo el anzuelo. Cuando anda la carnada para todos lados, el pescado viene y lo agarra ahí. La red se usa muy poco porque hay mucho yuyo, se enreda y el pescado la ve”, explica Lidia.
Otro de los impactos negativos de la bajantes es la navegabilidad. Para Joselin y sus hermanos eso es un problema porque la lancha de la escuela casi no puede entrar en los canales para buscar a los alumnos. “A veces hay que cargarlos en la lancha y llevarlos hasta la boca. O salimos nosotros o llega la lancha”, señala Lidia.
La pandemia fue otro golpe para los pescadores porque no podían llegar a San Pedro a vender. Los Cáceres sobrevivieron gracias a la AUH que Lidia cobra por sus hijos y los bolsones que les daban desde la municipalidad y la asociación de pescadores.
Llevan el río en la sangre. Su mamá nació en la isla y recuerda su infancia como una época muy hermosa, siempre acompañando a su papá a hacer las labores del día. Joselin también mamó el amor por la naturaleza. Se divierte dándole de comer a su oveja, las gallinas y los chanchos. “La oveja se llama Negra y el carpincho Pancho. Jugamos a la escondida y me escondo en el pasto. También cazamos pajaritos o nutrias con la escopeta. Y después las comemos”, agrega.
Los niños son libres. No tienen amigos cerca y por eso juegan entre ellos y se divierten en equilibrio con la flora y la fauna. “Es algo impagable lo que sienten esos chicos. El nene de 6 años se iba con los perros a ver si cazaba un carpincho. Cuando hace calor, los ves nadando en medio del río, son felices. Ahora los llevás a la ciudad y fuiste”, señala Miño.
Todo el día en la escuela
Las fronteras geográficas son difusas sobre el agua. Y las familias toman las decisiones en función de la nafta y el tiempo de viaje. Es por eso que Joselin y sus hermanos asisten a la Escuela N° 27 Pje. Los Laureles, que pertenece a la localidad de Baradero y queda sobre el río Paraná. Hasta allá van en una lancha colectiva que los busca por su casa de lunes a viernes a las 8.00 de la mañana y los devuelve a las 15.00 de la tarde. “La escuela queda lejos y por eso volvemos muy tarde. Lo que más me gusta es jugar con mis amigas”, explica Joselin.
Miño cuenta que hace unos años atrás, la matrícula de la escuela era de alrededor de 120 chicos y hoy hay solo unos veinte. “Eso muestra que cada vez menos familias mandan a sus hijos a la escuela, les parece una pérdida de tiempo”, agrega.
Durante la pandemia poder seguir conectadas con la escuela fue muy difícil porque en su casa no tienen Wifi, solo los datos que consiguen con el celular. La virtualidad era una utopía y por eso cada dos semanas las maestras se acercaban con los materiales de estudios. “Nunca tuve problema porque ellos son un ejemplo bárbaro, hacían grupo y terminaban la tarea enseguida. La maestra me dice que son los únicos que están al día”, dice Lidia orgullosa, que como no sabe leer ni escribir, no podía ayudarlos con las tareas. Esa función la cumplía su hermana Rocío —que está en tercer año porque repitió una vez— que se sentaba con ella en algún momento del día.
“Lo que más me gusta es que yo fui a esa escuela y ahora van mis hijos. Fui hasta 3er grado, hubo una creciente grande y nos tuvimos que ir a San Pedro y cuando volví no retomé la escuela. Me han dicho de volver pero es como que ya me acostumbré. Acá la mayoría de las veces me arreglo con los chicos. Ellos me leen los papeles y los mensajes de WA”, dice esta mujer de 34 años.
Todavía no tiene del todo definido qué quiere ser cuando sea grande, pero por ahora Joselin está entre estudiar para ser maestra o doctora “porque curan a los que están mal”, explica. El único deseo que se le ocurre pedir, es tener “uno de esos bebés que lloran” y una bicicleta nueva porque la suya está rota.
Joselin, al igual que sus hermanos, aprendió de muy chica a moverse sola por la isla, a nadar con las nutrias y los carpinchos, a caminar por los juncos y a hacer todas las tareas de la casa. “Se cocinar guiso. Los chanchos comen maíz y yo les doy. Mi comida preferida es el puchero. Y el postre, la mandarina. No tenemos huerta pero estamos por hacer ahora. El agua que tomamos la sacamos del río”, cuenta sobre cómo es un día a día de su vida.
Se come lo que se pesca o se caza, como carpinchos y nutrias. Alrededor del mediodía, Lidia se pone a cortar el patí fresco que sacaron esa mañana en trozos. Mientras tanto, pone a calentar grasa en una olla sobre el fuego a leña para después freirlo. Joselin es la encargada de ir a buscar huevos a la casa de sus abuelos, que después mezcla en harina para hacer pescado a la marinera. Ese es el almuerzo de toda la familia.
El padre de Joselin vive en Arrecife y va a visitarla algunos fines de semana. “La única de los hermanos que quedó en la isla soy yo. Soy el bichito salvaje de la familia. El pueblo no lo soporto. Acá me levanto y el único ruido que escuchás es el de las canoas y los barcos que van y vienen. O el canto del gallo. Yo siempre le digo a todo el mundo que de acá me sacan en un cajón”, asegura Lidia.
¿Estudiar o quedarse en la isla?
Las oportunidades de futuro de Joselin, y del resto de los niños que crecen en las islas son muy limitadas. Los que terminan la secundaria y quieren seguir estudiando, tienen que mudarse a San Pedro a lo de algún familiar o pagar un alquiler. La gran mayoría, se queda siguiendo con el oficio familiar. “Cuando sea grande me gustaría seguir viviendo en la isla”, dice convencida Joselin, mientras chupa una naranja.
Miño explica que son muy pocos los jóvenes que terminan la secundaria porque la mayoría arranca a pescar con 13 o 14 años para empezar a ganar su propia plata. “Hugo es el tesorero de la asociación y tiene 17 hijos. Solo tres terminaron la escuela”, señala a modo de ejemplo.
Para Lidia lo más importante es que sus hijos aprendan lo que ella no pudo aprender. “Yo siempre les digo que no abandonen el estudio. El dueño de la lancha escolar le prometió al nene de 14 años, que si quería estudiar para patrón o marinero, él le pagaba los estudios pero él no se quiere ir. Dice que es un bichito más que acá”, concluye.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Joselin y a otras familias de isleños, pueden ponerse en contacto con Estefanía Cáceres, hermana de Lidia, al +54 9 3329 51-2850.