Jesús Yantén vive en Goudge, Mendoza y tener que hacer changas para que su familia pueda comer, pone en riesgo su escolaridad; su sueño es tener una casa propia y manejar un avión
- 9 minutos de lectura'
MENDOZA. Con un mate caliente en la mano. Así espera siempre Jesús Yanten a su mamá Anita cuando ella vuelve de su trabajo en la bodega, en su casa en la zona rural La Pichana, en Goudge, Mendoza. “Sé que llega cagada de frío”, dice este joven de 16 años, que además de luchar por no dejar la escuela, es el hombre de la casa. Por eso, muchas veces él también tiene que salir a trabajar en la cosecha para ayudar a su familia, y eso pone en riesgo su escolaridad.
“Lo que principalmente hago es cosecha de ciruela y uva. Este año también hice un poco de damasco y durazno. Lo que haga falta para poder traer un poco de plata a la casa para comer. Con el salario de mi mamá y el sueldo de mis abuelos no alcanza”, explica este adolescente que desde los 14 años empezó a hacer las changas que salían. El sueño de su vida, es poder tener una casa propia y entrar en la Fuerza Aérea.
El viernes pasado Jesús tenía que presentar unos trabajos de Matemáticas y no pudo porque lo llamaron para trabajar. “Como me hacía falta la plata, fui. Matemáticas la podía levantar en lo que queda del año pero teníamos que comer. Cuando puedo elijo ir a la escuela así puedo terminar y tener una buena carrera”, dice Jesús, que tiene una sonrisa espontánea que le ilumina toda la cara. Unos rulos decolorados a propósito son su marca registrada y carga una mochila que tiene los cierres rotos.
Anita Yantén solo pudo terminar la primaria. Fue madre soltera de Jesús cuando tenía 18 años y eso cambió sus prioridades. “Tenía muchos miedos. Pensaba que no iba a poder. Porque mi vida era la joda y eso se terminó. Mis viejos me dijeron que me iban a ayudar a cuidarlo pero que yo tenía que salir a trabajar. Y eso hice”, explica esta mujer que hace 13 años es empleada en una bodega y solo quiere que sus dos hijos estudien para que puedan llegar más lejos que ella.
“Jesús es mi todo”, dice su mamá para resumir el amor y orgullo que siente por él. Como ella, Jesús también tuvo que crecer de golpe y empezar a cargar la responsabilidad de su familia sobre sus hombros. “Toda la temporada del año pasado que estuvo en pandemia íbamos juntos a cosechar aceitunas. Me ayudaba con los lienzos de aceitunas y a acarrearlos. Pobrecito, demasiado hace por mí”, dice emocionada.
En cada gesto se nota un amor incondicional de madre e hijo, un vínculo que se fue forjando en el esfuerzo –codo a codo– por sobrevivir. “Mi mamá es uno de los pilares de mi vida. Ella me fue apoyando desde que era chiquito y en todo quilombo que me mandaba, ella estaba ahí para volverme a poner en línea. Ella siempre me dijo que tenía que estudiar. Hubieron varias veces en que casi dejo la escuela y ella me convenció para que siguiera”, rescata Jesús.
Hace solo dos meses que Jesús tiene Internet en su casa. El año pasado se paraba en la ventana o cerca de la casa de la vecina para agarrar señal. Ahí se descargaba la tarea, le hacía una captura de pantalla y después lo copiaba.
Primero comer, después estudiar
El caso de Jesús no es el único en la zona, en donde la mayoría de las familias tienen una realidad económica y social compleja: trabajan por día en las fincas o de changarines y son muy pocos los que están contratados de manera efectiva. “Hay muchos chicos que trabajan. A principio de año los chicos arrancan en abril las clases porque están trabajando o porque tienen que quedarse cuidando a sus hermanitos porque mamá y papá salen a trabajar. Durante la pandemia, el no tener que ir a la escuela, ha hecho que salieran más alumnos a trabajar”, señala Héctor Lana, director de la Escuela 4 101 del distrito de Goudge, en San Rafael, a la que asiste Jesús.
En este momento están buscando fondos para construir un SUM para que los chicos puedan realizar actividades en un ambiente cerrado y mejorar la conectividad. “Estamos gestionando que nos pongan una torre porque Internet es por aire y como tenemos tantos árboles no agarra la señal. Necesitamos aulas. Nuestra idea es techar un patio que tenemos para tener un lugar para que los chicos hagan actividad física”, agrega Lana.
La distancia es otro de los obstáculos que atenta contra la trayectoria escolar de los jóvenes. Jesús está cursando 4to año en esta escuela que le queda a 14 kilómetros. Todos los días se levanta a las 6 de la mañana, hace dos kilómetros en bicicleta o caminando, se toma el colectivo y después tiene que caminar otro tramo más hasta llegar. “Una vez tenía que rendir una materia, se me escapó el colectivo y caminé los 14 kilómetros para llegar. Cuando llegué la maestra no había ido por un problema con su marido. Al otro la rendí con un 9. Por lo menos la pude sacar”, dice. Si bien ya repitió un año, no baja los brazos.
A las 12 del mediodía, Jesús sale de la escuela, vuelve caminando a su casa y es el que se ocupa de las tareas de la casa y de cuidar a su hermana hasta que vuelva su mamá a la tarde. “Los días que no tiene que salir a trabajar, cortar leña, ordenar la casa o lavar”, dice Anita. Los fines de semana ella hace empanadas para vender, y su hijo hace el delivery.
En los pocos momentos que tiene libres, Jesús está haciendo un gran esfuerzo para rendir las materias que desaprobó porque le faltaron entregar unos trabajos. “Era porque llegaba molido de trabajar a las 5 de la tarde y no me quedaban fuerzas para hacer la tarea. Los fines de semana tenía que ir a cortar leña para no morirnos de frío”, explica.
Para Lana la pandemia dio un empujón final al deterioro de la educación en la Argentina y muestra su preocupación por la cantidad de alumnos que el año pasado tuvieron trayectorias muy débiles por falta de conectividad o de realidades familiares o económicas. “Hay familias que te dicen que necesitan que sus hijos salgan a trabajar. Muchos papás son analfabetos porque no pudieron terminar la primaria y la brecha se hace muy grande. Tenemos chicos que el año pasado no aprobaron ninguna materia y su trayectoria escolar fue nula. En condiciones normales, ese chico hubiera repetido. Hoy el 15% no está viniendo regularmente a la escuela”, señala.
Hay una pasión que Jesús tiene muy marcada desde chiquito y es la aviación. Por eso, su meta es viajar a Buenos Aires para lograr entrar en las Fuerzas Aéreas y algún día poder subirse a su primer avión. “Me gustaría sentir la sensación de volar y la adrenalina de estar en el aire. Pienso yo que sería hermoso. En diciembre tengo que rendir el exámen psicofísico. Ahora estoy gordito, tengo que salir a correr. Si lo rindo bien, a mediados de marzo ya podría irme a Buenos Aires a cursar mi último año de la secundaria y ahí son dos años de capacitación. Apenas entrás, te pagan un sueldo mínimo que te alcanza para alquilar un departamento y para comer”, explica sobre cómo espera que seas sus pasos a futuro. Su idea es irse, estudiar, hacer carrera y en algún momento regresar a Mendoza con su familia.
El sueño de la casa propia
“Es hiperactivo”, dice su mamá. En su casa, Jesús es el encargado de buscar y cortar la leña, limpiar y, a veces, cocinar. También ayuda con la huerta y las gallinas. No tienen agua potable y se abastecen del tanque de la casa de sus tíos que queda al lado. Lograron compran un termotanque para tener agua caliente y se calefaccionan con salamandra.
“Este galponcito es la despensa que tenemos. Ahí ponemos las bicicletas, guardamos los envases de duraznos y tomates, unas uvas, los ajos. Estas son unas plantitas que estamos poniendo con mi hijo. Esta es la huerta que mi papá está preparando para plantar los ajos, los choclos y las cebollas para el consumo de nosotros y mi hermana”, explica Anita, que es jefa de familia.
La vivienda siempre fue el talón de Aquiles de la familia Yantén. Por falta de recursos, vivieron en cinco casas prestadas muy precarias y en donde sufrieron muchas necesidades. Hoy Jesús vive con sus abuelos, su mamá y su hermana. Al lado, está su tía con su familia. “Hasta los cinco años estuve en una casa que sería de una pariente nuestra, después nos fuimos a vivir a lo de mi padrino. Cuando llovía no sabías si estabas acostada afuera o debajo de un techo porque se llovía peor adentro que afuera”, recuerda con tristeza.
A base de distintos prestamos lograron comprar el terreno en una zona de fincas en el que están hoy y empezaron a construir a las apuradas porque los estaban desalojando de la en la que vivían. “Le pusieron el techo y ya nos vinimos. Encima tampoco teníamos nada para calefaccionar. No le habíamos hecho estufa y tampoco teníamos los agujeros para poner la salamandra. Había que estar encamperado todos los días. El invierno era durísimo”, explica Jesús.
En algún momento decidieron dividir la casa en dos partes. En una viven sus abuelos y en la otra él con su mamá y su hermana Génesis. Eso sí, comparten la cocina y el baño. Ellos duermen todos en la misma habitación. “Estamos queriendo ampliar la casa. Mi sueño ideal sería tener una cocina y un comedor abajo con un baño, y arriba otro baño y dos piezas con un balcón”, detalla con ilusión.
De Jesús, Lana rescata sus ganas de estar en la escuela, su buen humor y su buena predisposición. “Vos necesitás hacer algo y él siempre está presente. Tiene una trayectoria escolar bastante débil. Le cuesta pero no falta nunca. Vos le ves la voluntad y las ganas de seguir a pesar de su situación”, concluye.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Jesús a seguir estudiando o a su escuela pueden comunicarse con Héctor Lana al +54 9 2604 54-8843.