Quiere ser veterinaria: va a una escuela albergue en medio de la montaña y necesita instalar Wifi en su casa para poder seguir estudiando
Brenda Altamirano tiene 10 años y vive en Los Gigantes, una formación rocosa ubicada en las Sierras Grandes de Córdoba; lo que más le gusta es estar rodeada de animales
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CORDOBA. “Yo sueño con hacerme veterinaria y que mi familia sea feliz”, dice Brenda Abigail Altamirano con una ternura que conmueve. Tiene 10 años, va a 5to grado en la Escuela Albergue Nuestra Señora del Valle de la Fundación Manos Abiertas, en Los Gigantes, una formación rocosa que tiene más de 350 millones de años y está ubicada en el extremo norte de las Sierras Grandes de Córdoba.
“Se que el agua pasaba por abajo, dos continentes se chocaron, la tierra se iba levantando y se formaron estas montañas. Me gusta andar afuera porque encontrás muchas especies de plantas. En el invernadero teníamos tabaquillos que eran chiquitos que sembramos nosotras. Después los plantamos en la montaña porque sirven como reserva de agua. Es para proteger a las rocas, como si tuvieran ropa”, agrega Brenda mientras camina por los alrededores de la escuela en la que duerme de lunes a viernes. Al fondo, se puede ver el perfil de dos personas de piedra acostadas sobre el horizonte.
Después de un camino en zigzag de tierra, siempre cuesta arriba, se divisa a lo lejos un punto blanco en el medio de la soledad más absoluta. De a poco se empieza a vislumbrar el edificio de la escuela, una gran cruz sobre la capilla y una antena larga abrazada por el cordón montañoso.
“La vida acá es dura, hay mucho viento, hace mucho frío, las tierras no siempre son las mejores y no hay conectividad. Todo conlleva muchísimo sacrificio. Aún así te encontrás con familias que sueñan que sus hijos vayan a la universidad. El salto cultural no son los 90 kilómetros que nos separan de la ciudad de Córdoba sino que es mucho más amplio”, explica Luis De Carli, voluntario de Manos Abiertas.
El clima es muy hostil. El viento sopla fuerte y corta la cara a cuchilladas. Los caballos y las vacas soportan el frío que arranca en abril y continúa hasta noviembre. Entre los arbustos, todavía queda algo de pasto verde para que coman antes de que arranquen las fuertes nevadas. “La última vez que nevó la seño nos puso la canción de Frozen, salimos a jugar, trajimos guantes e hicimos muñecos”, agrega Brenda.
Los hogares de los alumnos están desparramados en un radio de hasta 60 kilómetros de distancia. La casa de Brenda queda en Santa Sabina, a 35 kilómetros de la escuela, en la zona de las pampas de altura. Actualmente vive con sus papás Sonia y Jorge, y con su hermana mayor Anahí a la que llaman “Coqui” y tiene otros más grandes que ya formaron su propia familia.
Brenda todavía recuerda el primer día que tuvo que quedarse a dormir en la escuela. “Lloré”, dice entre risas. El desarraigo obligado es un proceso que todos los niños de las zonas rurales tienen que atravesar. “Los chicos llegan con 4 o 5 años y en pocos meses esta termina siendo más su casa que la propia. Brenda es una de las que empezó llorando a los 4 años cuando se tenía que quedar y hoy no se quiere ir de la escuela. La mamá la dejaba, arrancaba el auto y se iba. Y yo la tenía que consolar el día entero”, rememora Analía Castillo Sosa, directora de nivel inicial y primario de la escuela.
Una infancia en el campo
Los Gigantes es una zona netamente rural y la economía familiar gira alrededor de la ganadería. Los alumnos son hijos de puesteros y cuando están en sus casas, están acostumbrados a colaborar con las tareas del campo. Para Luis De Carli, voluntario de Manos Abiertas, la familia de Brenda es hermosa y típica de la zona. “En su rostro está curtido el viento de Gigantes y en sus manos el sacrificio del trabajo palmo a palmo, en un matrimonio de igual a igual, y sus hijos también están mamando todo eso”, detalla.
Ellos viven de la cría de animales, de la esquila de las ovejas, de la venta de ganado y tienen su huerta para consumo personal. “En mi casa tenemos muchos animales como conejos, perros, gatos, pajaritas, una chancha, ovejas, vacas y poquitos caballos. A veces acompaño a mi papá cuando sale al campo. Tiene que buscar a las ovejas a caballo porque sino se quedan a dormir en cualquier parte y se las come el puma”, dice esta niña que ya sabe andar a caballo.
Es viernes y Brenda se está despertando para arrancar el día de clases. “Nos levantamos creo que a las 7, a las 12 almorzamos. Y a las 9 de la noche ya tenemos que estar en la cama. Los lunes y los miércoles podemos mirar una película o una serie. Los martes y los jueves nos toca bañarnos con agua calentita. Lo que más me gusta de la escuela son mis compañeros y lo que menos me gusta es la tarea”, dice entre risas.
Los alumnos tiene el corazón compartido entre dos lugares de pertenencia porque durante el año pasan más tiempo en la escuela que con sus familias. En el albergue, Brenda comparte el cuarto con otras cuatro alumnas de primaria y se sube a la cama cucheta de arriba para mostrarnos su refugio. “Es la primera vez que podía dormir arriba”, dice con una sonrisa.
“Para los chicos esta es su casa y por eso les damos la libertad de pintar la pared y pegar los stickers que quieran. Uno no entiende la significancia de eso. Durante la pandemia muchos alumnos nos decían que extrañaban su cama”, señala De Carli.
Lo que más le gusta a Brenda son las ciencias, y tiene mucha memoria para eso. Es muy locuaz, le gusta bailar, cantar y disfrazarse. “Tiene un carácter bastante fuerte pero se ensambla muy bien en la dinámica en el albergue. Ahora se les ha dado por pintar y dibujar, y todos los días inventan algo nuevo para no aburrirse”, dice Castillo Sosa.
Criarse en soledad
La soledad se siente en el cuerpo y los chicos se criaron con ella. En sus casas, el vecino más próximo está a demasiados kilómetros. Por eso Brenda prefiere estar en la escuela antes que en su casa. Ahí, al menos, tiene amigas con las cuáles jugar, disfraces y juguetes. “En mi casa me aburro mucho. Acá jugamos a cualquier cosa. A veces dibujamos, miramos una película o solamente compartimos el rato. Antes éramos más en la habitación pero ahora somos poquitas”, cuenta Brenda. Su mejor amiga se llama Ruth y se sientan juntas a dibujar con marcadores de colores. Brenda hace una casa, con patio, un arcoiris y un perro con una técnica de puntitos que le enseñó su profesor de arte. Ruth se decide por el espacio y empieza a llenar la hoja de planetas imaginarios.
Hoy en la escuela no hay luz. Cuando eso pasa, se las arreglan con unas luces de emergencia, velas y la poca luz del sol que está escondido detrás de una niebla abrumadora. Brenda se lava los dientes y las manos y se dirige al comedor para desayunar.
En la escuela los chicos tienen responsabilidades y oficios todos los días: hacen sus cuartos, colaboran con la limpieza, secan el baño, barren, ponen la mesa, reparten la comida. “El gran desafío es que los chicos valoren y sepan que lo que tienen acá no siempre es lo que van a poder tener en su casa. Acá tienen agua caliente para ducharse y en sus casas ellos tienen que buscar la leña, hacer el fuego, que se caliente el calefón a leña y es un baño medido para que alcance para todos”, dice Castillo Sosa.
Papás y alumnos a la vez
Los viernes la mayoría de los chicos se retiran a la mañana de la escuela para poder volver a sus casas. En su caso, sus papás van temprano a cursar la escuela para adultos que funciona en la institución.
“Nace de los sueños que nos contaron los vecinos en las recorridas que hacíamos por el campo. La mayoría de los padres han sido alumnos de esta zona que solo tuvo primaria, entonces hoy nos encontramos con que los padres quizás están emparados o más atrasados que sus hijos académicamente. Estamos muy orgullosos de poder ser un medio para remediar esto. Funciona con modalidad a distancia, en convenio con unos Centros de Adultos Mayores”, enfatiza De Carli.
La suya es una familia entera que apuesta a la educación. Sonia y Jorge tienen prueba de matemáticas. Se sientan en un banco, abren la cartuchera y se ponen a compartir sus dudas con la docente. Horas más tarde salen con cara de triunfo: ambos aprobaron con un 9. Si siguen así, este año terminan la secundaria.
“Fue un poquito difícil volver a estudiar porque hacía 40 años que no agarraba una lapicera ni una goma. Era algo que me había quedado pendiente porque los recursos de mi viejo no le daban para mandarme a estudiar, no teníamos casa. Y se presentó esta oportunidad y dije acá vamos. Los profesores nos ayudaron mucho y le metimos. Cuando termine mi idea es hacer un curso de electricista”, cuenta Jorge.
La escuela tiene la orientación en agro y ambiente. A la primaria asisten solamente 9 alumnos y la matrícula en la secundaria crece a 24, porque al ser la única escuela albergue en la zona que tiene el ciclo educativo completo, absorbe a los chicos que terminan primaria en las escuelas cercanas.
“Gigantes no está exento a la realidad de todas las zonas rurales del país. Hay un proceso de expulsión de las sierras hacia la ciudad por un montón de factores. Hay muchas escuelas primarias y no secundarias. Por eso te encontrás con muchos alumnos en el secundario porque es la única opción. Lamentablemente ya no nos da el espacio para albergar a más alumnos. En 2015 tuvimos la primera camada de egresados de secundario”, cuenta Luis De Carli, voluntario de Manos Abiertas.
Producto de las enormes distancias, es imposible que los chicos vayan y vuelvan en el día desde su casa y la vida escolar se adapta a lo posible. Existe un solo transporte urbano – el Sarmiento- que pasa una vez de ida y una de vuelta en la semana. “Los docentes van una vez por semana y dan todas las horas de su materia en todas las aulas. El lunes viene el de gimnasia y toda la escuela tiene gimnasia, el martes será con inglés y el miércoles con informática. Es corta la presencia escolar porque lamentablemente los chicos dependen de la buena voluntad que tengan los padres para traerlos a la escuela o del transporte. Los lunes traen a los chicos que llegan a las 10 de la mañana y ya arrancás tarde a dar clases y se van el viernes a la mañana cuando pasa de vuelta para el otro lado. Perdés un día entero de clases. Eso lo compensamos el resto de la semana porque después los días que están acá son muy intensos”, señala De Carli.
En la escuela funcionan dos albergues, uno de mujeres y otro de varones. La construcción es antigua, maciza y se completa con la cocina, el comedor, las aulas, la capilla, el SUM y la sala de industria en donde los alumnos aprenden a hacer escabeches, dulces, salames y bondiolas.
Aislados y sin Internet
“Mi casa queda para allá, un poquito lejos”, dice Brenda antes de subirse a la camioneta de sus papás. El camino entre las montañas se hace largo porque hay que ir despacio para no romper el vehículo. Una hora más tarde, llegan a una casita en medio del campo. A Brenda salen a recibirla sus perros, sus patos y un grupo de ovejas. Ella se tira en el pasto a hacerle mimos en la panza a su perro color vainilla y después le da de comer a los patos.
“Cuando sea grande quiero ser veterinaria porque los animales no se pueden cuidar a sí mismos y entonces me gusta cuidarlos yo. Me encanta meterme en los corrales. Cuando se enferma un animal en mi casa lo curamos con mi papá”, cuenta Brenda mientras la familia se reúne para compartir unos mates.
Hace cinco días que no se ven y se ponen a charlar de cómo fue la semana y del viaje de egresados de Coqui. “¿Vieron los terneritos y las codornices?”, le pregunta su mamá a Brenda, que se apura a darle de comer a los conejos y a las codornices. Más tarde, va con su papá a llevarle pastura al ternero.
Un día típico de Jorge en el campo es levantarse temprano, darle de comer a los animales y después salir al campo. En este momento también trabaja haciendo tareas de mantenimiento en un campo vecino. “Esa es la rutina de todos los días. No hay feriado, ni descanso. Yo me críe acá, siempre renegando con las ovejas. Cuando era chico teníamos cabras, pero cuando yo me fui a hacer el servicio militar las vendieron”, señala.
La casa tiene muchos años pero está bien mantenida. Brenda duerme en el mismo cuarto que sus papás y el patio está lleno de plantas.
Como no tienen Internet, durante la pandemia fue muy complicado para Brenda y Coqui seguir conectadas con la escuela. Los alumnos, los padres y los docentes hicieron un sacrificio enorme para comunicarse. Los profesores les dieron sus teléfonos personales a los alumnos y éstos iban a sentarse con sus cuadernos a una piedra o a un alto para conseguir señal. “Fue difícil. Mi mamá no es como mis maestro y no entendía. Entonces fue un poco difícil tener que hacer clases en mi casa. La tarea me la daban con un cuadernito y además extrañaba a mis amigas. No tenía con quien jugar, solo con los animales”, recuerda Brenda de esa época gris.
La principal necesidad de la familia en este momento es poder instalar una antena de Internet para poder seguir estudiando. Si pasa la tranquera y sube una montaña, Brenda puede conseguir algo de señal. A su casa no llega porque está en un bajo. “Me gustaría poder ponerme una antena pero no me da el bolsillo. Si no sabés algo del secundario, lo buscás en Internet y lo encontrás. Tendría que ubicarla en esa loma de allá enfrente. El chico que las instala dice que no sale nada barato. Si yo pudiera tener Internet acá en mi casa, sería ideal. Es un sueño más”, agrega Jorge sin perder las esperanzas.
En su casa cuentan con un panel solar que lo usan para enchufar un electrodoméstico y para artefactos más grande como el lavarropas usan el grupo electrógeno. El agua la traen por gravedad de una manguera de un pozo que está arriba de la montaña. “Teníamos calefón a leña y el año pasado pusimos el termo solar para bañarnos con agua caliente”, dice Jorge que sabe que cuando su hija quiera seguir estudiando se va a tener que ir lejos. “Para el futuro de Brenda me gustaría que ella tenga un buen hogar, que se pueda dar todos los lujos. Calculo que ellas no se van a quedar en el campo, yo quiero que estudien y se reciban de algo. Pero yo ya voy a estar viejito, así que volveré a estar solo acá de vuelta”, dice Jorge con nostalgia.
COMO AYUDAR
Las personas que quieran ayudar a Brenda pueden:
-comunicarse por WhatsApp al +54 9 3516 51-2728 o por mail a cordoba@manosabiertas.org.ar
-donar directamente en https://donaronline.org/manos-abiertas/escuela-cba